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Un gólem, en primera instancia, es una palabra. Proviene de la palabra גלם. Esa palabra aparece en Salmos 139:16. En romance se ha traducido como ‘embrión’, ‘cuerpo aún imperfecto’, ‘cuerpo en formación’, ‘cuerpo en gestación’, o ‘cuando mi cuerpo fue tomando forma’. Es un concepto que alude, por tanto, a una sustancia aún no formada, tal vez inestable o no definitiva. Algo incompleto. Desde la Edad Media, la palabra gólem alude, a su vez, a un modelado con forma humana, fabricado con barro, y al que se dota de vida al escribirle en un costado una determinada palabra. Una vez animado, un gólem es obediente a su hacedor. O, al menos, eso intenta. Posee una gran fuerza, pero una inteligencia literal. No le puedes decir ‘ve al río a buscar agua’, pues simplemente iría al río e intentaría hacerse con toda el agua, lo que conduciría a una catástrofe. Se sabe que se construyó un gólem en la Praga medieval, y en otros puntos de centro Europa. El último fue construido en Argentina hace relativamente poco. Siempre se han elaborado con desesperación. Para defenderse de una brutalidad desmesurada. Existe, no obstante, lo contrario a un gólem. Debe existir, pues siempre existen los contrarios. Si un gólem es una defensa precaria y desesperada contra la brutalidad, un objeto construido con barro, y que adquiere cierta humanidad al invocar una palabra, su opuesto, así, sería la brutalidad sin paliativos, fría, meditada. Convertiría a un humano en barro, con tan solo una palabra. Es difícil calcular la palabra que da vida a un trozo de barro, pero es fácil saber cuál es la palabra certera que destroza a una persona, que la convierte en barro. Todo el mundo la conoce. Todo el mundo sabe la palabra que condenaría al barro a tu hermano, a tu amigo, a tu mujer, a ti mismo. Si el milagro de un gólem es que haya llegado a ser realizado con éxito varias veces, el milagro de su contrario es que haya visto la luz pocas veces, casi ninguna o, en algunas biografías, jamás. Son pocas las personas capaces de modular esa palabra. Tan pocas que el fenómeno es despreciable y no indica una capacidad humana sino, más comúnmente, algún tipo de incapacidad. Por lo general, esa palabra terrible suele permanecer entre nuestra garganta y nuestros labios, sin ser pronunciada. Tal vez es lo que imprime el color rojo a nuestros labios. Nuestros labios son una flor roja porque no cruzan esa frontera sencilla hacia la explosión más desmesurada. Son rojos para sellar el milagro de no dejar de ser embriones, cuerpos aún tomando forma, incompletos, inestables, no definitivos, y que no emiten esa palabra que nos haría completos, pero salvajes. Preferimos huir, antes que pronunciar la palabra, de ahí la rojez fascinante de nuestros labios. Son rojos para celebrar nuestra proximidad al gólem, ese ser torpe, sin duda rojo, y no a su contrario, perfecto y en llamas.
Un gólem, en primera instancia, es una palabra. Proviene de la palabra גלם. Esa palabra aparece en Salmos 139:16. En romance se ha traducido como ‘embrión’, ‘cuerpo aún imperfecto’, ‘cuerpo en formación’, ‘cuerpo en gestación’, o ‘cuando mi cuerpo fue tomando forma’. Es un concepto que alude, por...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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