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En el verano de 1976 mi madre estaba hospitalizada. Por eso sé que esta historia es del verano de 1976. En verano de 1976 mi padre nos llevó a ver a mamá. Era suave y blanda como el algodón y, como siempre, inmortal. Para que no le diéramos la vara, mi padre luego nos llevó de paseo por la Gran Ciudad. Recuerdo que nos llevaba de la mano por las Ramblas, cuando se encontró con un amigo. Esos encuentros eran fatales. Podían durar mucho. En ese trance empezábamos a estirar de su mano, para proseguir el camino hacia ningún sitio. Casi siempre resultaba inútil. Alguna vez había funcionado. Pero no aquel día. Por suerte la espera sucedía, en aquella ocasión, en lo que Lorca llamó el Main Street del Mediterráneo. Un espectáculo humano sorprendente. Yo pensaba que siempre era así, pero ese espectáculo hacía poco que había explotado en su dimensión más colosal e incalculable. Sólo duraría un par de años más. Algo menos que en 1868 o 1936. Se trataba, en aquella emisión, de un río de hindús con un rubí en el turbante, africanos vestidos de reyes orientales, hombres desnudos riendo, cubiertos apenas con un mantón de Manila, mujeres, bellísimas, con el torso al aire, mostrando sus senos que eran como frutos copados de miel. Pasado un rato, y supongo que gracias al único instante en el que no pasaba nadie particular por esa calle, atendí a la conversación de mi padre con su amigo. Y escuché una frase inconexa y abandonada a sí misma, pronunciada por el amigo de mi padre. La frase resultó absolutamente turbadora, y me supuso un momento fundacional. Esta fue la frase: “Gaspar, esta primavera fue posible la revolución”.
La frase me golpeó el cerebro. La revolución existía. Al menos en la primavera del 76. No era un recuerdo lejano, de personas sin medias, ni sombreros, bailando en una fábrica sin saber que morirían contra una pared. Era algo que podía haber sucedido en la anterior primavera, una época en la que yo ya existía. Había estado jugando durante esa primavera, como en cualquier otra. Y ahora, esa última primavera adquiría un sentido trascendental. Era más real que lo real, que mis manos. Recuerdo la expresión del amigo de mi padre al decir aquella frase. Era la de un niño. Era, por tanto, la mía. Nos vi a todos y éramos, de hecho, niños. Lo que me hizo mirar a mi padre, por primera vez en mi vida, con ternura, como quien mira a otro niño sensible de ser castigado. Lo que es nuestro verdadero rostro. Y sí, con el tiempo supe que la revolución había sido posible en la primavera del 76. No hubiera conducido a una carnicería, pues la carnicería se produjo igualmente. Tal vez no hubiera conducido a nada. Pero no hubiera conducido al mismo sitio. Hoy existiría, es previsible, una idea de lo inaceptable. Poco más. Lo que es mucho. Todo lo que vino a continuación, pocos años después, de hecho, fue inaceptable. Lo es aún. No existen hombres desnudos, mujeres perfumando la ciudad con sus senos, toda esa belleza que iba a alzar hasta la gloria el poder de la razón. En su lugar llegaron reptiles, al acecho de su presa, negociando en cada mesa maquillajes de ocasión. Siguieron todos los raíles que condujeron a la cumbre, locos por que nos deslumbrara su parásita ambición. Pasado el tiempo, mucho, creo comprender que la revolución salió de la boca de aquel hombre con ojos y sonrisa de niño, y que me fue transmitida a través de la mano de mi padre. Está en mi mano, por tanto. De ahí puede salir en cualquier instante, cuando toque otra mano, o un rostro, o un vientre, o un seno y su miel. Saldrá cuando mi interlocutor así lo quiera, como yo quise escucharla aquel día, cuando no quería sino irme. Será como el agua, o el vino, o el perfume cuando se derrama. Avanzará por el mantel sencilla e imparable, como las personas avanzaban aquel día por las Ramblas. Aún no ha pasado, pero sé que un día iré por la calle y mi hijo sentirá la revolución en su mano. Y que la cuidará. Sentirá su peso agradable en su palma. Y sabrá que siempre puede suceder, en la pasada primavera.
En el verano de 1976 mi madre estaba hospitalizada. Por eso sé que esta historia es del verano de 1976. En verano de 1976 mi padre nos llevó a ver a mamá. Era suave y blanda como el algodón y, como siempre, inmortal. Para que no le diéramos la vara, mi padre luego nos llevó de paseo por la Gran Ciudad....
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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