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Es la primera vez que vengo a esta barbería. He entrado por casualidad, porque la he visto y estaba vacía. No voy a una barbería desde que empezó la pandemia. En ese tiempo me he cortado el pelo yo mismo, con una máquina, frente al espejo. Cortarte el pelo a ti mismo te hace descubrir una cabeza incomprensible, que nunca habías imaginado. El barbero me ha recibido con cordialidad distante. En un principio me ha estado cortando el pelo en silencio. Hasta que, de pronto, me ha empezado a hablar. Me ha preguntado si tengo hijos. Le he dicho que sí. Él me ha dicho que tiene una hija, que resulta tener la misma edad que mi hijo. Luego, me ha explicado esta historia, protagonizada por su hija. Por la precisión de sus palabras noto que lo que va a explicarme lleva horas en su cabeza. De manera que, cuando salga por su boca, lo vamos a escuchar ambos por primera vez. Es, por tanto, algo importante. Un desconocido explicándote algo importante siempre conduce a un momento sobrecogedor. Es una suerte de revelación. Algo parecido a la verdad, esa cosa que suele no existir. Su hija, me explica, necesitaba ropa. Ayer le pidió dinero para ir a comprarla. Se lo dio encantado y la animó a salir. Al parecer, hace meses que sale muy poco. Le dio más dinero del necesario, para que pasara la tarde fuera y tomara algo. “No sé dónde. Todo está cerrado. Pero si lo dices, parece que pueda ser verdad”. La hija se pasó toda la tarde de compras. Volvió muy contenta. “Hacía meses que no la veía así. Daba gusto”. La chica pidió a su familia que se sentara en el comedor. Se encerró en su cuarto y, al cabo, salió con su compra puesta. Se veía a sí misma orgullosa y bellísima. Un pincel. Su cara estaba copada por la ilusión. Parecía como que soñara consigo misma. Sus padres la miraron primero en silencio. Después, con cierta angustia, que pasó a terror. Ajena a esas expresiones, la chica no paraba de sonreír. La esposa del barbero dijo: “Es todo muy bonito. ¿Cuándo te lo piensas poner?”. La chica respondió, con toda la euforia del mundo: “En una fiesta”. Parecía que, al decir la palabra fiesta, la fiesta se produjera. Tras, esta vez, un silencio larguísimo, el barbero preguntó: “¿Tienes alguna fiesta?”. La chica, de pronto, comprendió. Comprendió que ese vestido minúsculo de lentejuelas rojas, y esos tacones como el fuego y altos como un edificio frágil e imposible, no se los pondría nunca. Se dejó caer sobre una silla, y empezó a llorar. El barbero, en ese momento, dejó de cortarme el pelo. Pidió disculpas y se fue al lavabo. O a cualquier sitio de su minúscula tienda. Yo me quedé solo, mirándome en el espejo. Mis ojos eran como el vestido de esa chica. Y mi cabeza también como la suya, incomprensible.
Es la primera vez que vengo a esta barbería. He entrado por casualidad, porque la he visto y estaba vacía. No voy a una barbería desde que empezó la pandemia. En ese tiempo me he cortado el pelo yo mismo, con una máquina, frente al espejo. Cortarte el pelo a ti mismo te hace descubrir una cabeza...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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