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Hace meses compré un teclado de piano enrollable. Lo tengo tirado, sobre la mesa en la que ahora escribo esto. De vez en cuando, aparto los libros y papeles, lo desenrollo y lo toco. Cuando empecé a tocarlo, no sabía nada en absoluto. Sigo sin saber nada en absoluto, pero he conseguido sacar, de oído, alguna canción que me gusta. En ocasiones canto mientras toco. Poder cantar y, a la vez, tocar, me produce un estado de perplejidad y densidad extraño. Una vivencia breve, un premio. Algo parecido a cuando accedes a determinado sorbo de whisky, a la mejor calada del cigarrillo, al tramo real de una conversación o de un cuerpo, o cuando lees un fragmento que hacía horas que querías leer –ya solo leo fragmentos; casi siempre, los mismos; la sorpresa reencontrada siempre es absoluta. Con el paso del tiempo, desde que toco el piano, he conocido íntimamente canciones que, pensaba, ya conocía íntimamente. Y también he descubierto detalles, más generales, tal vez obvios, que ni tan siquiera sospechaba. Ahora sé, por ejemplo, que el grueso de las canciones empiezan con un do. Curiosamente, también acaban en do. El do, por tanto, es la normalidad. La vida anodina. Una canción, y todo lo que carga y produce, parte de un do, la normalidad, y finaliza en un do, la vuelta a la normalidad. Lo que indica que entre un do y el otro se funda un periodo de excepcionalidad. Un valle o una montaña. Algo, en fin, que no es plano, sino alto o profundo, y desde el que se accede a otro paisaje. Una canción es, se desprende, un paréntesis entre dos dos, en el que pasan cosas no previstas y, en ocasiones, sangrantes. Lo descubrí en su nitidez hace poco, cuando empecé a tocar, con un do, una canción nueva en mi repertorio. Sus versos iniciales arañan prontamente, tras el primer do. “Nos hizo falta tiempo, / nos comimos el tiempo. / El beso que forjamos, / aquel vino que probamos, / se fue de nuestras manos”. Tras el do final, la canción concluyó, según mi teoría del do. O, al menos, debería haber concluido. Sigo, desde aquel momento, en ese valle o montaña, desde donde veo que no hay, que ya no hay, tiempo suficiente. Desde donde veo una niebla que lo cala todo con la epifanía de que nunca hubo tiempo, salvo cuando lo había, y no era, por tanto, importante. Era, simplemente, un do.
Hace meses compré un teclado de piano enrollable. Lo tengo tirado, sobre la mesa en la que ahora escribo esto. De vez en cuando, aparto los libros y papeles, lo desenrollo y lo toco. Cuando empecé a tocarlo, no sabía nada en absoluto. Sigo sin saber nada en absoluto, pero he conseguido sacar, de oído, alguna...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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