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“Ven acá, hija querida, siéntate a mi lado (...), pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos”. Esto es lo que dice Príamo a Helena en la Puerta Escea, el balcón privilegiado de Troya desde el que observar la batalla más fabulosa vista jamás. Con esas palabras de perdón y cariño, el rey de Troya se distancia de los comentarios negativos hacia Helena, que acaban de emitir algunos de sus cortesanos en el inicio del Canto III de La Ilíada. La proclamación de la inocencia de Helena se produce tras nueve años de guerra, iniciada por la decisión temeraria de Helena de amar y seguir a Paris. En la guerra ya han muerto muchos troyanos, y seguirán muriendo muchos más, todos. La exculpación de Príamo a Helena, y aquí radica la importancia de sus palabras, es absolutamente sincera y vehemente, si se piensa que en las decisiones, más en las arriesgadas y salvajes, los griegos no veían la voluntad del individuo, sino la de los dioses. Las decisiones de riesgo, incomprensibles, eran, incluso, manifestaciones divinas. No exponían el genio de las personas que las protagonizaban, sino el de los dioses. Cuando una persona se embarcaba en un acto llamativo o cuestionable poseía, mientras ese acto durara, rasgos divinos, una suerte de posesión. No era, por tanto, una persona tan culpable como divina. Desde el siglo XX la ciencia ha ido poniendo nombres a la explicación de los hechos de los humanos. Son nombres y explicaciones interesantes y verosímiles. Pero, con todas ellas, no se ha viajado más lejos que los griegos. Los actos de una persona hoy pueden deberse a su educación, a su infancia, a sus padres, a una patología, a carencias, a excesos, a la bioquímica, a la bondad, a la maldad, al interés, al desprendimiento, a la honestidad o a su ausencia. En última instancia, en fin, a los dioses, o a algo tan difuso e improbable como ellos. Poco más.
Con el paso del tiempo vivido, y como si el tiempo fuera un anillo, en la vida se vuelve, más pronto que tarde, a ese punto del círculo que moduló Príamo con sus palabras sencillas. Con la madurez, y en lo que es una agradable sorpresa, los actos observados pierden su gravedad humana, y ganan la puerilidad absurda y persistente de los dioses. Sueles dispensar a todo ello el perdón más absoluto, sólido, sereno y desmesurado posible: el olvido. Es imposible no perdonar a los dioses, a lo oscuro, a lo indescifrable. Nadie tiene la culpa de nada. Y, si la tiene, da igual, pues nada cambia en la Puerta Escea, en la que se produjo el primer y gran olvido. Olvidamos. Olvidemos. Todo.
“Ven acá, hija querida, siéntate a mi lado (...), pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos”. Esto es lo que dice Príamo a Helena en la Puerta Escea, el balcón privilegiado de Troya desde el que observar la batalla más fabulosa...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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