RAQUEL TARANILLA / ESCRITORA RAMÓN DEL CASTILLO / FILÓSOFO
“La sociedad de la información funciona en una escala comunicativa inhumana”
Roberto Valencia 5/02/2021
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La superproducción de discursos a la que estamos sometidos propone un saludable ejercicio crítico que, sin embargo, no parece capaz de ofrecer un contrapeso a la realidad. Da la impresión de que la labor de los intelectuales resulta estimulante en el terreno teórico pero estéril a efectos prácticos. Para charlar sobre esta cuestión hemos convocado a la escritora Raquel Taranilla (Premio Biblioteca Breve con su novela Noche y océano) y a Ramón del Castillo, profesor de Filosofía Contemporánea y Estudios Culturales en la UNED que acaba de publicar Filósofos de Paseo en la editorial Turner.
El pensamiento filosófico, ¿tiene hoy día capacidad de intervención crítica o hay que resignarse a que conforme una herramienta de crítica teórica?
Ramón del Castillo: Si te refieres a la filosofía académica, su creciente profesionalización y especialización la están separando cada vez más de la sociedad. Hay filósofos que siguen aspirando a ejercer como sabios que deberían asesorar y supervisar al poder. Otros, más populistas, se presentan como portavoces de tendencias sociales, aunque los cambios sociales no los provocan realmente sus ideas. Gracias a las redes sociales da la impresión de que la filosofía ejerce influencia crítica en la opinión pública, pero muchas veces solo está resonando dentro de una cámara de eco. Tendemos a pensar que la filosofía es un agente transformador, pero más bien es un pegamento útil para aglutinar opiniones. Cuando los filósofos apoyan tendencias o formaciones políticas, sus discursos tampoco son un imán electoral, sino una música ambiental que le gusta oír a colectivos y electorados.
Tendemos a pensar que la filosofía es un agente transformador, pero más bien es un pegamento útil para aglutinar opiniones
Raquel Taranilla: A mí los textos filosóficos me interesan fundamentalmente como textos literarios, como textos que vehiculan una voz y una mirada. El régimen de la disciplina filosófica no me preocupa apenas. Leo a Richard Rorty porque su humor finísimo me hace reír, leo a Simone Weil y sus palabras siempre consiguen conmoverme, etc., etc. No siempre entiendo lo que dicen, pero hay muchos ratos en que prefiero leer a filósofos –acompañarme de sus voces– que estar a otra cosa. Algunos de los conceptos y las ideas que incorporo cuando leo filosofía me sirven para pensar mis asuntos o simplemente me dan consuelo o me agradan. Soy incapaz de ver en esa experiencia intelectual y emocional una renuncia. El activismo y la intervención sobre la realidad, en todo caso, podrían venir después.
Respecto a la literatura, ¿tiene hoy día capacidad de intervención crítica o hay que resignarse a su papel de una simple productora de ocio?
RdC: Yo idealizo la literatura, tengo que confesarlo. Como he vivido tanto tiempo en la pecera de la filosofía (a la que no se le cambia el agua) tiendo a pensar que el mundo literario es una laguna más aireada. También suelo creer que la influencia en la sociedad de las novelas (también de cierto tipo de periodismo) puede ser mayor que la de una monografía de un filósofo o una filósofa conocidos. Probablemente me equivoco. Otra cosa es el género del ensayo, género que practica gente con distinta formación y de variada procedencia, pero que la filosofía profesional tiende a ignorar o a devaluar, porque puede ser tan profundo o más que ella. Resulta cargante observar las reacciones de la filosofía ante ensayos con gran recepción pública. Se supone que cuando la obtienen es porque son “divulgativos” y no verdaderas investigaciones, pero eso no se lo cree ni dios. Cuando la filosofía se expresa así destapa su propia soberbia, a la vez que su miedo.
RT.: En realidad no es la misma pregunta: en la órbita de la literatura mencionas el ocio. Me pregunto, de entrada, qué tiene de malo el ocio, pasarlo bien, entretenerse un rato. Esa censura al divertimento convierte la enseñanza de la literatura en la educación reglada en un tostón, y a menudo desbarata la experiencia lectora de por vida. De otra parte, tengo que decir que me parece entrañable la idea de que los textos puedan intervenir sobre la realidad. Independientemente de las categorías ‘literatura comprometida’ y ‘literatura de evasión’, mucho hace la literatura con crear un mundo y ordenarlo, precariamente; con vehicular una experiencia humana; con ser un modesto espacio de resistencia; con contestar a otros textos previos; con proporcionar compañía. No le busco a lo literario ningún otro rendimiento. Personalmente la literatura activista me pone los pelos de punta, incluso cuando está bien hecha.
Pero, Raquel, todo eso que nombras ya supone una intervención, ¿no? ¿No os parece que el hecho de vehicular el mundo, etc., ¿ya interviene?
RT: Si acaso sería una intervención muy indirecta, solo vagamente inspiradora (que se une a otras inspiraciones y otras motivaciones más fuertes), y que requiere impacto y aplicación. Yo me dedico a escribir y a enseñar a escribir: sería muy vanidoso decir que cambio el mundo. Mi participación es minúscula, inapreciable. Ni siquiera cuando he trabajado enseñando a escribir a personas con cierta capacidad de incidir en la realidad (sobre todo, a jueces y juezas) he sentido que mi papel pueda trascender la mera reflexión. Tal vez eso tenga que ver con mi filiación universitaria: en el fondo, hay en las facultades de letras una especie de torpeza y de desconfianza en relación con la práctica.
Los críticos de izquierda atacan el utilitarismo educativo, pero ellos mismos sobrevaloran el poder de la educación humanística como herramienta transformadora
RdC: Quienes enseñamos a escribir y a documentarse sobre un problema, a darle vueltas y conectarlo con otros asuntos, podemos influir en otras personas. El problema es que ese ámbito de experimentación se supedite a un plan de resultados rápidos. Los críticos de izquierda no paran de criticar el utilitarismo educativo, y tienen toda la razón, pero no se dan cuenta de que ellos mismos sobrevaloran el poder de una educación humanística que –según ellos– puede transformar radical e instantáneamente las almas corrompidas por el capitalismo. Desgraciadamente, esa postura ha empujado a parte de la izquierda a convertir sus propios clásicos en prospectos simplificados, idearios de uso rápido y tabletas políticas de rápida efervescencia y fácil absorción. Por lo demás, los intelectuales no suelen conocer, ni de lejos, las estrategias y tácticas que se usan en política para modificar opiniones. Por eso confunden sus campañas académicas con las reales.
Decía antes Raquel que no le gusta el activismo en literatura. ¿No os parece que este consiste en una forma de esquivar problemas específicamente literarios?
RT: Eso es. No subordino la literatura a ningún fin; al contrario, muchas veces encuentro motivos para que todo se subordine a ella. Confieso que echo de menos el debate puramente literario, incluso cuando doy clase de literatura. Bastará con que me remita a algo que escribió Harold Bloom: “Por qué los estudiantes de literatura se han convertido en científicos políticos aficionados, sociólogos desinformados, antropólogos incompetentes, filósofos mediocres e historiadores culturales llenos de prejuicios, aunque es un asunto desconcertante, tiene su explicación. Están resentidos con la literatura, o avergonzados de ella, o simplemente no les gusta leerla”. Puede resultar poco emocionante la pregunta sobre cómo el mundo (sus ideas, sus tecnologías) incide en la forma y los temas de las composiciones literarias, y de cómo estas le dan la réplica a aquel, pero a mí me basta.
RdC: Es cierto, la filosofía fomentó una soberbia teórica que permitía hacer juicios sobre la literatura, pero ahorrándose la lectura profunda. En los noventa ese fue el hechizo, por ejemplo, de la deconstrucción: proporcionó la falsa ilusión de que se disponía de un método que lo podía explicar todo y que, por lo visto, socavaba los cimientos de todo, pero en realidad no creaba mejores lectores, ni más críticos. Otras corrientes historicistas y feministas ofrecieron hechizos semejantes que también simplificaban muchísimo la tarea de la crítica. Pero Harold Bloom también exageró, metió en el saco de la “Escuela del Resentimiento” a demasiada gente y no hizo distinciones, Por ejemplo, había marxistas que estudiaban literatura y no era la clase de reduccionistas que se decía. Eran materialistas que le prestan muchísima atención a la forma, pero irónicamente fueron reprendidos y tachados de “formalistas” por el típico filisteísmo de izquierdas. Siempre ha sido más fácil tachar algo de ideológico recurriendo a clichés, que descubrir las contradicciones que la forma literaria trata de resolver. Sin embargo, un análisis formal y una lectura pegada al texto, es lo que justamente puede revelar los aspectos sociales y políticos más interesantes de una obra, la gente se centraba solo en el contenido, y practicar una crítica de las ideologías aburrida y moralista.
¿Creéis que alguna línea del pensamiento filosófico está operando en algún nivel de la realidad política o social?
RT: Claro que sí: la bioética, la ecología, el feminismo tal vez sean los mejores ejemplos. Pienso en Agamben, en Esposito, en Butler, en Preciado, por dar solo algunos de los nombres más conocidos por el público, y es obvio que son motores y forman parte de un entramado ideológico que opera sobre el mundo o al menos condiciona las lecturas que se hacen de él. Si su impacto es suficiente como para albergar alguna esperanza en relación con el futuro es algo que tiene que decidir cada lector, soberanamente. En todo caso, en el diálogo a infinitas bandas que es la vida en sociedad a veces son útiles los argumentos propios de la filosofía: no son la solución mágica, pero tampoco son baldíos. Digamos que, sencillamente, están en el ajo. Tema distinto son las dificultades comunicativas que encaramos ante ellos: recuerdo, por ejemplo, un artículo de Manuel Atienza en El País acerca de la gestación subrogada, que tuvo una réplica de Octavio Salazar. Para mí fue una muestra muy clara de las dificultades del debate público.
RdC: Tiendo a creer (como dijo Bourdieu) que los filósofos solemos magnificar la influencia de nuestras producciones y que nos enseñan a hacer eso de oficio, como un hábito casi automático. Es verdad que ciertos intelectuales han transformado para bien el lenguaje de la filosofía política. El cambio terminológico y la lucha lingüística son imprescindibles para un cambio de realidades, pero eso no quiere decir que el lenguaje sea la causa última de esos cambios. La filosofía tiende a sobreestimar el poder de sus jergas, a las que les atribuye poderes extraordinarios y revolucionarios, y siempre reclama su superioridad política y racional. En 1983 un crítico marxista (Terry Eagleton), dijo que la teoría literaria no era un campo de investigación en sí mismo sino una perspectiva particular desde la cual se puede observar la historia. Estoy totalmente de acuerdo, pero no creo que la filosofía esté dispuesta a lo mismo. A pesar de su pose de apertura y pluralidad, se niega a ser otra perspectiva más y sigue sintiéndose el gran angular del conocimiento y de la historia. En consecuencia, tiene que seguir vendiendo su jerga como si fuera especial.
Ramón, ¿cuántas veces ha confundido la filosofía el lenguaje con la acción, tener los términos para un cambio de pensamiento con efectuar el cambio?
RdC: Conozco mejor las modas terminológicas de la filosofía desde los años ochenta, cuando el mercado intelectual y universitario de Estados Unidos no paraba de poner en circulación vocabularios que, se suponía, revolucionaban la comprensión de grandes problemas sociales. El problema fue la reacción de la vieja izquierda que defendió el valor de uso del llamado “lenguaje común” frente al desaforado valor de cambio que adquirían la llamada jerga posmoderna. En muchos casos, esa izquierda idealizó el pasado y sólo vio a su alrededor una corrosión del carácter literario, predicando a favor de la antigua prosa ensayística, directa y accesible al gran público (el crítico Robert Hughes, por ejemplo, arremetió contra lo que Tom Wolfe llamaba “marxismo rococó”, pero otros intelectuales de origen trotskista hicieron los mismo). En algunos casos no les faltaba razón, pero lamentablemente también se dejaron llevar por generalizaciones, y no cuestionaron ese “sentido común” al que apelaban ellos, que no era tan común y que tenía toda una historia. Para acabar de liarla, además de los “posmodernos” y la “vieja guardia”, reapareció en pleno debate la filosofía que se autodenominaba “científica” y se postuló a sí misma como la única corriente libre de imposturas intelectuales y con una terminología precisa y definida, cuando en realidad también creaba otras burbujas terminológicas, tan infladas como las de las corrientes a las que criticaba.
Hoy día nos invade una enorme profusión de discursos teóricos. Libros, artículos, tesis doctorales, debates, seminarios, videoconferencias… ¿Esta nube intelectual ejerce una resonancia importante?
RT: Una resonancia amodorrante. Una de las dificultades intelectuales de este tiempo es la multiplicación de textos, en una medida imposible de atender y comprender por un individuo. Incluso por un individuo muy esforzado. La sociedad de la información funciona en una escala comunicativa inhumana. El lector individual puede llegar a sentirse abrumado, perdido, desquiciado. Cuando se piensa en los peligros de la desinformación, se alude casi siempre a las fake news, y sin embargo el tema tiene un calado mayor. Todavía no hemos resuelto el problema de las nuevas necesidades lectoras e intelectivas que genera una producción informativa desbordante. En las ciencias y las humanidades este problema se está resolviendo de un modo más o menos exitoso en el seno de cada disciplina. Pero aún hemos pensado poco en las estrategias de lectura íntima que demanda nuestro tiempo.
RdC: ¿Pero seguro que tiene tanta resonancia? ¿Dónde la tiene, en qué esfera social, y cuánto dura? La filosofía siempre mantiene una especie de distancia de seguridad con la sociología del conocimiento porque ésta puede revelar datos curiosos sobre su supuesta influencia. Los filósofos académicos dicen que si la filosofía desaparece o pierde importancia en los estudios medios y universitarios, la sociedad será menos libre y justa, pero no es exactamente así. La filosofía no genera tanta conciencia crítica, más bien ayuda a perfeccionarla. No transforma tantas vidas, ni cambia la ideología de alguien radicalmente. Los filósofos se atribuyen excesiva utilidad social, como si solo ellos proporcionarán conocimientos y facultades especiales que no pueden procurar otros discursos, pero no es así: cuando la filosofía fomenta la conciencia crítica, el mérito no es sólo de ella sino del conjunto de la enseñanza y de la cultura general. La filosofía profesional ha aumentado su nivel de productividad, de especialización y de precisión, pero ha perdido capacidad de comunicación con otros campos de conocimiento y con el conjunto de la sociedad. Cuando trata de compensar ese alto grado de aislamiento –además–, acaba presa de una especie de sobreactuación, lo cual tampoco le ayuda.
¿Hay una razón intrínseca a la propia filosofía que explique esa especialización autista que menciona Ramón o se trata de una deriva hasta cierto punto consciente (y que se podría haber evitado)?
RdC: La especialización de las últimas décadas ha sido impuesta y a la vez ha requerido mucha colaboración (activa o pasiva). Es demasiado sencillo atribuir el origen de todos nuestros males a la tecnocracia que viene de arriba. Cuando la filosofía académica empezó a reglamentarse según criterios de productividad científica muy discutibles, no hubo tanta oposición, en parte porque mucha gente sin cultura encontró la perfecta oportunidad para medrar reproduciendo ideas como loros, mientras que otros que se creían muy cultos pensaron que podrían mantener su distinción dentro del nuevo sistema, haciendo valer su buen gusto y sus cualidades. Ahora todos están en el mismo barco, el Titanic de las Humanidades, unos presentándose como los expertos que pueden modernizar y salvar la situación, los otros como unos visionarios melodramáticos dispuestos a hundirse con la nave. Afortunadamente, además de esos dos grupos (los técnicos en racionalidad o peritos del conocimiento, por un lado, y los excelsos espíritus trágicos lamentándose, por el otro) hay más gente en el barco, y los músicos parece que no dejan de tocar. El hundimiento va a llevar un tiempo…
RT: Tiene gracia, porque mi experiencia en la facultad de derecho fue que, con meritorias excepciones, los profesores de filosofía del derecho estaban bastante cómodos en un aislamiento con cierto aire de prestigio. Y lo cierto es que los estudiantes nos dedicábamos al estudio del derecho positivo en el resto de materias (las que, por lo común, nos resultaban importantes porque, en teoría, habilitaban para trabajar) y la filosofía del derecho era algo que ni parecía filosofía ni desde luego era derecho, y que más bien buscaba articular lamentos resultones sobre el mal que, en cada momento, estuviese de moda –en la época en que yo estudié fue el tratado para la Constitución Europea, que fracasó–. Aunque no soy quién para afirmarlo, intuyo que no hay una razón intrínseca a la filosofía para ese retraimiento en el fondo acogedor como un mesón con solera. Sospecho que tiene que ver más bien con la dinámica universitaria de las últimas décadas, que ha sido atroz, y sobre todo con una falta grande de autoexigencia, reflejo fiel de muchos males del país. Cada vez tenemos más claro que la filosofía del derecho académica durante el franquismo fue, en líneas generales, un intento tosco de avalar el régimen con coartadas iusnaturalistas. Seguramente el tiempo nos dirá qué estamos avalando ahora, con qué temas y con qué recursos teóricos.
¿Os parece que la sobreproducción de discursos es un problema mayor que el fake?
RT: La sobreproducción de discursos es una de las causas de las fake news, pero va más allá: enterrado el orden jerárquico de los discursos, que los textos se multipliquen exponencialmente nos pone ante el límite de nuestra propia inteligencia y de nuestro cuerpo. Es la escritura replicándose lo que nos dice que somos finitos, inhábiles. Y anuncia que habrá otras inteligencias más capaces. Por centrarme en los ámbitos en que yo trabajo, hace tiempo que tengo la sensación de que soluciones como la “lectura distante”, de Franco Moretti, o como la lingüística computacional y de corpus tienen algo de canto del cisne
Que los textos se multipliquen exponencialmente nos pone ante el límite de nuestra propia inteligencia y de nuestro cuerpo
RdC: Tiene razón Raquel. La multiplicación de textos, o más aún, la multiplicación de tipos de textos, ha cambiado el paso a la teoría literaria y a los enfoques que intentan comprender el flujo descomunal de textos. Como decía Moretti, lo que consideramos “narrativa de la Europa occidental” no llega al uno por ciento de la literatura mundial publicada. A ciertos niveles (nacionales), aún se puede analizar la literatura comparativamente, arbóreamente, como si hubiera variaciones a partir de un tronco, pero a nivel del sistema global, la literatura se extiende como ondas expansivas, conquistando un mercado tras otro, con géneros que saltan y engullen a otros. Lo interesante de la lectura distante de Moretti es eso: permite descubrir la proliferación de unidades menores o mayores que el texto tradicional, de pequeños recursos y temas, pero también de grandes géneros y sistemas enteros. Lo que no tengo claro es cómo afronta la teoría de la literatura global la aparición de modos de comunicación que no solo multiplican exponencialmente el número de textos por todo el globo, sino la idea misma del texto. Por ejemplo, los blogs, los foros de debate, la escritura rápida e instantánea en redes sociales, las reseñas de millones de lectores a libros y películas, los grupos de discusión, y muchos otros productos que también han transformado para siempre la idea de lectura.
¿Tiene aún la filosofía o la literatura hoy en día la capacidad de ir por delante de los acontecimientos, o su capacidad de invención está agotada?
RT: Se escribe y se publica más que nunca, con tanta lucidez y tanto vigor como en el pasado, pero en unas claves actuales, que aún estamos pensando. El mito del fracaso de las formas y los temas presentes, frente a un presunto esplendor del pasado, me parece un fraude. Es como si intuyésemos que hay motivos para el catastrofismo y no supiésemos identificar el blanco al que apuntar. Si me permites la cursilada: se agotará antes el agua dulce en la Tierra que la capacidad de invención de los poetas. Pongo un ejemplo de creación deslumbrante de una dimensión humana inexplorada. Hace unos días leí el texto “Inundada en orina” (en el libro Seguir con el problema), en el que Donna Haraway habla del momento en que a su vieja perra le es prescrita una terapia hormonal. Haraway habla de las implicaciones de ese tratamiento y, creedme, me sentí muy hermana de la perra. Esa creación que provoca el texto es radicalmente original.
RdC: ¿Lo hicieron alguna vez? La filosofía siempre ha ido a rastras de la historia, diría más de uno. Sus anticipaciones a veces son tan genéricas que no es tan difícil acertar, sobre todo cuando se deja llevar por el espíritu apocalíptico. La literatura, en cambio, es más fina y diría que no se toma tan en serio a sí misma cuando predice el futuro. No creo que la invención esté agotada, otra cosa es para qué interesa. Generalmente, la imaginación no sirve para inspirar consejos morales o recetarios políticos, porque es como el sueño: puede producir pesadillas. Sin embargo, la presión de hoy día para que la filosofía y la literatura sean a todas horas edificantes moralmente y constructivas políticamente no sólo les priva de libertad creativa, sino que merma su propio potencial político.
Ramón, ¿pero no hay momentos en la Historia en los que la filosofía ha ejercido el papel de abrir caminos de racionalidad que de otro modo quizás no hubieran fraguado?
RdC: Es una pregunta demasiado general, me temo, aunque es justamente la clase de pregunta que les encanta contestar a los filósofos, y que les empuja a contar un gran cuento, que se remonta a los griegos, sobre el progreso racional de la humanidad, y generalidades similares. He pasado el suficiente tiempo con historiadores y sociólogos como para no confundir a la filosofía con un motor del progreso. Pero tampoco creo, cuidado, que haya sido la principal crítica de ese mismo progreso. La escuela de la sospecha (Nietzsche, Marx y Freud) cambió el mundo de distintas formas, a distintos niveles, pero sus herederos posteriores descubrieron algo nuevo: la crítica de las ideologías ya no funcionaba igual, y el capitalismo tenía un poder asombroso asimilando todo lo subversivo y alternativo. Marcuse se echó en brazos de los hippies en California, sí, pero Adorno y otros pensaron que la filosofía con afán de actualidad estaba perdida de antemano, y que lo verdaderamente radical era un pensamiento imposible de llevar inmediatamente a la práctica (Esto lo cuenta maravillosamente bien Stuar Jeffries en Gran Hotel Abismo).
Me alegra que Raquel diga que ahora se escribe con lucidez y vigor, porque estoy de acuerdo. Pero, ¿no os parece que la literatura o el pensamiento por escrito están perdiendo su, ejem, “predominio” respecto a otros modos de creación?
RT: En general el catastrofismo me resulta muy empalagoso, algo así como una variante quejosa y nada imaginativa del narcisismo. Me cuesta ver por qué nuevos modos de creación (el cómic, los videojuegos, las series de tv) pueden amenazar la literatura y no enriquecerla. Y aunque así fuera en términos de nichos de mercado, etc., me parece muy poco estimulante para la gente que nos dedicamos a la creación plantearlo en esos términos. Creo que el debate debería ser este: cómo los nuevos modos de narrar condicionan las formas, los recursos y los temas que van a consolidarse en los textos literarios. Personalmente veo el futuro de las formas literarias más estimulante que otra cosa.
RdC: Sí, es cierto. Hace un tiempo Fred Jameson me dijo que lamentaba que no le diera la vida para estudiar el mundo de los videojuegos. Otros investigadores más jóvenes –me decía– nos harán entender todo lo que implica ese mundo de fabricación de mundos. Las series de TV, su número creciente y su difusión masiva en plataformas, también ha cambiado la forma de producir y de consumir narraciones. Quizás no se trata sólo de que los nuevos medios creen cambios que luego va asimilando la literatura, sino que la idea misma de literatura está poniéndose en cuestión, algo que no debería recibirse como una mala noticia. Los humanistas catastrofistas deberían leer libros que no circulan por sus mesas académicas (por ejemplo, Hambre de realidad, de David Shields). Entonces descubrirán que sí hay futuro, sólo que no será el que ellos esperaban y deseaban.
¿Creéis que, cuando los filósofos o los escritores se ponen a escribir tienen el anhelo de interaccionar con la realidad o ya son lo suficientemente conscientes para saber que eso es muy difícil?
RdC: Claro que quieren interactuar. A veces se escribe para crear efectos en cierto público; otras veces se trata de provocar reacciones en otro. Pero si uno se obsesiona con tener efectos, puede tener muchos menos de los previstos. Antes de nada –diría–, está la observación libre, la exploración sin límite, la búsqueda itinerante. Para mi pensar no es buscar datos y argumentos para apoyar un mensaje que uno ya tiene claro, sino filmar sin parar y sin saber exactamente cómo encajará el material rodado en la película definitiva. El rodaje puede proporcionar materiales muy distintos y no hay que estar calculando conscientemente su relevancia, o su poder para cambiar algo en la realidad. Una de las cosas que más me sorprende de cierto pensamiento de izquierdas actual es su antiformalismo. La cuestión importante, por lo visto, es definir un mensaje claro, y no darle muchas vueltas a la forma. A mí ese didactismo me parece paternalista, además de poco eficaz políticamente, y para no desesperar leo de vez en vez el libro de Fred Jameson sobre Brecht y el método, uno de los mejores que ha escrito aunque en España no se le ha hecho ni puñetero caso, probablemente porque no es un marxista moralista.
RT: Si dejamos al margen lo que ocurre en las universidades, donde a menudo huele a cerrado y a formol, creo que sí. Habría interacción incluso en un caso patológico de solipsismo: hay una teoría de la pragmática lingüística que nos enseña que nuestra mente recibe los mensajes y automáticamente busca su relevancia en el contexto. No podemos escapar a la interacción. Otra cosa muy distinta es que lo hagamos con pesimismo. En realidad, desde la modernidad la desesperanza es una constante, como tema y como recurso: el desaliento enfoca el relato y desde luego es un modo muy exitoso de cerrarlo. En su texto sobre los cuatro ciclos, Borges dice esto tan lúcido en relación con las historias que narran una búsqueda: “En el pasado toda empresa era venturosa. Alguien robaba, al fin, las prohibidas manzanas de oro; alguien, al fin, merecía la conquista de Grial. Ahora, la busca está condenada al fracaso. El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o de Kafka sólo pueden esperar la derrota. Somos tan pobres de valor y de fe que ya el happy-ending no es otra cosa que un halago industrial. No podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno”. Empieza a haber voces que reclaman una literatura que piense utopías. Tal vez el futuro de la literatura nos sorprenda con nuevas promesas, con una renovación de los finales.
¿Tenéis la impresión de que, a pesar de sus distintas corrientes, el feminismo sí que constituye un discurso teórico que moviliza cambios en una dirección coherente?
RT: Felizmente, el feminismo ha propiciado cambios, aunque no estoy segura de que haya sido de un modo coherente. En realidad, me parece difícil de valorar y apreciar la coherencia en un momento tan paradójico como el nuestro. En todo caso, no debemos pedirle al feminismo cumplir con requisitos que no nos exigimos en otros ámbitos.
El conjunto de la teoría feminista ha tenido influencia social porque ha logrado que se visibilizara la conexión entre todas las formas de explotación y de discriminación
RdC: Yo diría que sí, pero no a pesar de sus distintas corrientes, sino gracias a ellas. La teoría feminista y el movimiento feminista han estado estrechamente unidos, pero no son lo mismo. Siempre ha habido debates sobre la propia relación entre teóricas y activistas, expertas y militantes, líderes y bases del movimiento. También ha habido distintas corrientes, y disputas muy necesarias entre ellas (por ejemplo, las feministas marxistas y las deconstructivas tacharon a ciertas versiones de ecofeminismo de esencialistas y regresivas. A su vez, se criticó a cierto feminismo socialista reformista porque, aunque las conectaba entre sí, seguía distinguiendo cuestiones económicas y cuestiones culturales). El conjunto de la teoría feminista ha tenido más influencia social porque ha logrado que se visibilizara la conexión entre todas las formas de explotación y de discriminación (las machistas, las racistas, las colonialistas). Algunas de las feministas más influyentes son las que han conseguido explicar por qué los problemas de género tienen que ver con la totalidad del campo social, por qué no hay forma de separar las estructuras que favorecen la explotación económica y los hábitos culturales de discriminación, que todo va junto, como dos cabezas de un mismo monstruo, o como dos monstruos siameses que comparten órganos esenciales. Por otro lado, las filósofas feministas influyentes lo han sido no sólo por sus ideas estrictamente filosóficas (si es que hay tal cosa) sino porque siempre tuvieron presentes las aportaciones de colegas de historia, sociología, psicología, jurisprudencia y medicina, por citar algunos campos. No sólo han estado más conectadas con el exterior de la academia, sino que han sabido conectar con otras disciplinas dentro de la academia.
Raquel ha nombrado al principio de la entrevista el asunto de la filosofía como una forma de literatura (la metafísica como una rama de la literatura fantástica, Borges dixit). ¿Qué se gana con esta mirada?
RT: En realidad, no la miro pervertidamente como si fuera literatura. Es un tipo de escritura, y me acerco a ella en tanto que forma que explicita una posición, una técnica peculiar de construir la realidad. Leo igual otro tipo de géneros, por ejemplo, la sentencia judicial, que solo desde una mirada obtusa puede verse como texto que simplemente motiva la aplicación de una ley al caso concreto. Con una mirada que nos remite a Mijaíl Bajtín, Ronald Dworkin (en relación con la jurisprudencia del common law) afirmó que las sentencias judiciales son una novela en cadena, y eso se puede llevar más allá: todas las escrituras se completan y se contestan. Igual que no puedo prescindir de Rafael Chirbes para tratar de entender los últimos cuarenta años del sitio donde vivo, no puedo obviar a Daniel Innerarity ni las sentencias escritas por Perfecto Andrés Ibáñez. Es mucho más lo que comparten que sus diferencias de género. Y tal vez la mayor dificultad que nos encontremos en ese modo de lectura global tenga que ver con que, a diferencia de la literatura y el arte, el resto de disciplinas no ha inventado algo que para mí sería crucial: la figura del crítico. En todo caso, dejando de lado qué me aportan a mí en concreto, hay en una lectura literaria un potencial grande para entender la complejidad del ser narrador, para dudar de uno mismo y para confiar en el otro.
RdC: Es un debate que a mí me cansa, la verdad. Cuando se ha dicho que la filosofía es un género literario más, mucha gente se lleva las manos a la cabeza porque cree que la filosofía es un discurso superior no solo al literario, sino también al científico. Esa idea, además, ha propiciado géneros filosóficos que dan vergüenza ajena: cuando la filosofía se pone poética es de temer. Aunque también –todo sea dicho– cuando los escritores y poetas te dicen que su escritura es filosófica debes prepárate para lo peor. El tema, insisto, es aburridísimo y llevo oyéndolo desde los años ochenta. Lo que dice Raquel es otra cosa, mucho más interesante, creo: todos los discursos son construcciones, aunque sólo algunos se analizan como tales. Todos son composiciones. La gente de la literatura es más propensa a ver mecanismos narrativos en todas partes, y con razón (igual que los dramaturgos, y pienso en lo que dice David Mamet en Los tres usos del cuchillo. Sobre la naturaleza y la función del drama, ven teatralizaciones en todos los actos humanos, desde los más insignificantes hasta los más solemnes). Es cierto lo que dice Raquel: se nos empuja a distinguir géneros de discurso, pero lo llamativo son las semejanzas que muchas veces tienen. Por cierto, ya que habla ella del lenguaje jurídico: una de las experiencias que más me dio que pensar sobre géneros de discurso, no fue la de leer un libro de filosofía, sino asistir a un montaje teatral, el de Please, Continue (Hamlet), donde Roger Bernat recrea una vista oral contra Hamlet, con actores profesionales haciendo de Hamlet, Ofelia y Getrudis, pero también –y aquí está la gracia– con fiscales, abogados y jueces sacados de los juzgados de la ciudad donde se escenifica la obra y con miembros del público asistente actuando como jurado popular.
La superproducción de discursos a la que estamos sometidos propone un saludable ejercicio crítico que, sin embargo, no parece capaz de ofrecer un contrapeso a la realidad. Da la impresión de que la labor de los intelectuales resulta estimulante en el terreno teórico pero estéril a efectos prácticos. Para charlar...
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