CONSTANTINO BÉRTOLO / EDITOR, AUTOR DE ‘¿QUIÉNES SOMOS?’
“Decidir con quién dialogar es una decisión no solo estética, sino también ética y política”
Ignacio Echevarría / Gonzalo Torné 16/04/2021
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Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946) recibió de Julián Rodríguez el encargo de seleccionar y comentar brevemente 55 libros en castellano del siglo XX. Cincuenta y cinco, ni más ni menos. No con el objetivo de establecer ningún canon sino de “contar” la realidad española desde ese “correlato” de la Historia de un país que es su literatura. El resultado es ¿Quiénes somos? (Periférica), destilado de la larga y muy singular trayectoria de Bértolo como crítico y editor. Su selección, a contrapelo de la historiografía más obvia y consensuada, constituye, según sus propias palabras, “una propuesta política”, que, lejos de proponer una lectura neutral ni de la historia ni de la literatura, muestra que “para la memoria cultural colectiva hay otros recorridos literarios posibles que acaso hablan de otras metas e intereses”. Conversamos con él a dos bandas para sondear su criterio.
Echevarría. Dieciséis de los 55 libros seleccionados en ¿Quiénes somos? no los he leído. De siete de ellos, no conozco a los autores, ni siquiera de oídas. La estadística me parece significativa, por no decir alarmante. Aun admitiendo, cómo no, carencias personales, me da la impresión de que “la lista Bértolo” se quiere voluntariamente alternativa, vamos a decirlo así. ¿Hasta qué punto el ánimo provocativo o polémico ha influido en ella?
Lo que el libro pueda tener de provocativo o polémico, más que por una voluntad deliberada, viene dado por las propias condiciones con que Julián Rodríguez me lo encargó. Un número fijo de títulos: 55, y una extensión limitada (dos folios de media) para los comentarios. Acepté estas condiciones con gusto, precisamente por lo que suponían de reto. El número fijado conllevaba un rechazo de lo obvio: esos cien o doscientos libros que un repaso somero por la historiografía literaria hoy hegemónica (Mainer & alts) permitiría elaborar sin demasiadas dudas o interrogantes. El 55 era en ese sentido una imposición estratégica: acarreaba apartarse de la mera recopilación y obligaba a buscar un sitio, una posición propia, desde la que pensar y repensar, leer y releer. Sé por experiencia que al abordar cualquier tarea lo primero que hay que evitar es que alguien escriba o piense por uno. Ese alguien que llamamos pensamiento dominante o hegemónico. Pero tampoco se trataba de huir de él, pues eso supondría obedecer a su mandato, en definitiva. La única salida posible para escapar del dilema era decidir el criterio de selección, y esa tarea previa fue la que más tiempo me ocupó. En ningún caso rehuyo lo que la selección pueda tener de polémica, pero no fue ese mi objetivo o propósito.
Torné. En las páginas culturales, aprecio un desplazamiento de la palabra canon a la palabra lista. Total, para seguir haciendo lo mismo: es decir, el crítico se sigue dando el gusto de elegir sin cargar con las responsabilidades de los descartes, o diluyéndolas tanto como pueda. Me ha llamado la atención que ¿Quiénes somos? que sí es una lista propiamente dicha, en el sentido que no incluye solo libros que te “gusten” o que consideres literariamente valiosos; una lista articulada, no un canon “de lo mejor”.
No comparto la idea de que el libro sea una lista, ni soy de los que pienso que una lista y un canon sean dos formas de hacer lo mismo. Creo que hay diferencias de orden temporal (“Los cincuenta mejores libros del año”) o temática (“Los sesenta y nueve mejores libros de amor”) entre ambos términos, mientras que la pretensión del canon está más allá de una u otra limitación y la única frontera que se autoimpone, cuando se la impone, es de carácter territorial: “Los mejores libros de la literatura europea” o “Los mejores libros de la literatura universal”, donde el concepto de “lo mejor”, al no aclarar su condición –¿lo mejor para qué?– circula de manera autárquica, cuando no autista: los mejores libros de la literatura desde el punto de vista de los valores propios de la literatura, es decir, como expresión autorreferencial de ella misma. Dicho de otro modo: hay una diferencia de ambición entre ambos conceptos. Entiendo que en mi propuesta no hay –en todo caso no pretendí que la hubiera– ni una ni otra ambición. Una vez fijado el criterio me limité a dar reconocimiento público a aquellos 55 libros que, como conjunto, configuran un relato o relación –en el doble sentido de ‘enumeración’ y de ‘lazo’– de esa historia del siglo XX que de manera mayoritaria funciona, en mi opinión, en nuestra sociedad. Me atrevería incluso a dar una síntesis de ese relato con el que no sé si estaríais de acuerdo: la imposibilidad de homologarnos como nación europea en todo su alcance: democracia, tolerancia, laicismo, justicia social. El siglo XX español como la historia de una imposibilidad. De eso es de lo que el libro quiere dar cuenta y razón, o al menos eso fue lo que pretendí contar al elaborarlo. Al fin y al cabo, como tú mismo Gonzalo decías hablando de la literatura y los hechos reales, una de sus funciones ha sido “dotar de un orden humano (por tentativo y precario que sea) a espacios oscuros de la moral y desordenados de la historia”.
No comparto la idea de que el libro sea una lista, ni soy de los que pienso que una lista y un canon sean dos formas de hacer lo mismo
Echevarría. La síntesis que propones de tu “relato” me sorprende. Me temo que no estoy muy de acuerdo. Entre otras cosas, porque no reconozco en esa presunta imposibilidad una marca específica del siglo XX español. Se me antoja que algo parecido cabría decir de Italia o de Portugal. Tiendo más a pensar que cualquier “mapa de la literatura española del siglo XX”, incluido el que tú propones, está condenado a cartografiar la Guerra Civil en su acepción más extensa, aquella que incluye en su marco, cuando menos, los años duros de la posguerra. Desde este punto de vista, tu selección me parece elocuente: pese a que has eludido algunas de las lecturas más conspicuas de la Guerra Civil, estimo que cerca de cuarenta de los títulos escogidos –¿y cómo podría ser de otro modo?– remiten a ella de forma más o menos indirecta.
Bueno, estaría de acuerdo en que el vector de sentido de nuestro relato histórico valdría acaso para países como Italia o Portugal pero, por lo que se me alcanza, no creo que su literatura tenga tan incorporado ese “Me duele España” o ese “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón” que marcan nuestro relato literario y que, como bien dices, aunque por otra vía, tiene su confirmación en la Guerra Civil como centro de gravedad de nuestra narración global. Guerra que no solo fue guerra civil sino también guerra revolucionaria, por más que algunas obras incluidas en mi selección (Los muertos, Herrumbrosas lanzas) parezcan discrepar u obviar este segundo rasgo o carácter.
Torné. @_LecturaComun_, que lleva un interesantísimo proyecto de lecturas colectivas, se preguntaba después de leer tu libro (del que es una entusiasta) si, considerando lo importantes que son los arranques, meditaste mucho empezar por el 98 y Azorín. O si el libro hubiese cambiado de haber empezado por Pérez-Galdós, un referente, a favor o en contra, de buena parte de los incluidos.
Le di muchas vueltas a la cuestión del por dónde empezar. Estuve tentado de romper la baraja de la españolidad o el calendario y concederle a Azul (1988) de Rubén Darío el papel de obra pionera, en atención a que es el libro que desde mi punto de vista entierra la literatura española del XIX y anuncia la del XX. Una vez abandonada esa tentación pensé en abrir la selección con la Electra (1901) de Galdós, en cuya defensa y apoyo Azorín y Baroja alzan la voz y salen a la palestra literaria. Llegué incluso a redactar el comentario correspondiente, pero finalmente lo rechacé porque, a pesar de su claro anticlericalismo tan siglo XX, entendí que la pieza no conseguía desprenderse de los aires decimonónicos que transportaba.
Echevarría. Quisiera indagar también hasta qué punto la propuesta que haces asume una perspectiva, digamos, “generacional”.
Quizá pueda enfocarse desde ese ángulo. Dado que el criterio viene determinado por la capacidad de cada uno de esos libros de entrar en diálogo con el relato histórico, sin duda la situación generacional de cada lectora o lector interviene en la distinta forma de abordar vivencialmente –e ideológicamente, incluso– ese relato histórico. Por otro lado, también cabe pensar que las diferencias de edad dan lugar a distintas formas de entrar en contacto con la literatura, con lo que esto pueda suponer a la hora de interpretar o valorar. Nadie lee desde la soledad. Cada cual lee dentro de una tradición o generación, y cabe pensar que eso algún efecto podrá tener sobre la lectura. Sin olvidar que acaso lo mismo podría pensarse en relación con la posición sociocultural desde la que se llega a la literatura y se convive con ella. Pero bueno, todo esto son “condiciones de lectura” que están inevitablemente implícitos en nuestros comentarios y juicios.
Estuve tentado de romper la baraja de la españolidad o el calendario y concederle a Azul (1988) de Rubén Darío el papel de obra pionera
Torné. Hago de abogado del diablo con esto de lo generacional. A propósito de Los muertos, de José Luis Hidalgo, comentas que el libro expone una serie de cuestiones sobre las dudas de la existencia y bondad de Dios cuyo tratamiento podemos admirar pero difícilmente compartir los ciudadanos de una sociedad que ya no suele creer en dioses ni en vidas de ultratumba. Me pregunto si no estaría empezando a pasar lo mismo con según qué tratamientos literarios de la Guerra Civil y los juicios que despiertan. Lo digo pensando en cómo las categorías del 36 confunden, en la actualidad, más que aclaran conflictos como, por ejemplo, el proceso catalán.
Entre las secuencias temáticas que me planteé a la hora de trazar el territorio de la selección me parecía fundamental la presencia del sentimiento de lo católico como vector que atravesó la vida española durante el siglo y de manera especial durante el nacional-catolicismo de la posguerra. El franquismo de los confesionarios, las procesiones y el rosario al caer la tarde en las iglesias de lo urbano y en las parroquias de lo rural. Obras como AMDG, de Pérez de Ayala, o El jardín de los frailes, de Azaña, parecían reclamar un lugar, pero acabé asumiendo que donde mejor encontraba representación ese catolicismo gutierriezsolanesco no era en el mundo de las sotanas sino en el desgarro de la duda y la pérdida que plasma bien, creo, el libro de Hidalgo. Sobre lo que observas a propósito de la Guerra Civil y la constelación literaria que la acompañan, participo en buena parte de tu idea de que las categorías con que ha sido tratada habrían ido perdiendo presencia, relevancia y peso en nuestro tejido social y cultural a lo largo de las décadas finales del siglo. Con libros como Un día volveré, de Juan Marsé, o Lo peor de todo, de Ray Loriga traté de dar cuenta de esa pérdida de peso de la Guerra Civil. Lo curioso es que hoy, casi un año después de haber terminado la redacción del libro, me han entrado dudas al respecto, pues creo que han reaparecido gestos, lenguajes, bravatas y arrogancias que remiten a ese fondo siniestro y mezquino de la España nacional-católica de siempre y que la derecha exhibe de nuevo. Esto me lleva a pensar que quizá falte en la selección algún libro que hubiera dar cuenta de esa oculta corriente guerracivilista subterránea.
Echevarría. Me pregunto cómo te has relacionado, a la hora de confeccionar tu selección, con la literatura de baja o ínfima calidad que sin embargo debido a su éxito, podría contribuir, desde cierta perspectiva, a armar el relato que te propones. Te planteo la cuestión porque me consta tu interés por esos márgenes de la historiografía literaria, por los “malos buenos libros”. Lo que vengo a plantearte, un poco provocativamente, es si a la hora de dar cuenta de los libros que nos ayudan a explicarnos ¿Quiénes somos? no deberíamos dar cabida a libros como –pongo por caso– Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella. Es decir, a cierta literatura comercial, de calidad si quieres discutible, pero cuyo éxito mismo la señala como catalizadora de estados de opinión, de cierta autopercepción que una comunidad tiene de sí misma.
Es cierto que al abordar el campo de los márgenes en las historiografías literarias siempre me ha gustado jugar a situar, en la búsqueda de contradicciones y culs de sac, el espacio literario sobre ese filo de la calidad como frontera que los dueños del mapa y el cuchillo vienen utilizando a su gusto desde los tiempos en que más que la Literatura lo que existía eran las Bellas Letras. Como sabemos, es la entrada en escena del público no letrado, lo que Lope llama “el vulgo” y Corneille “las honestas gentes”, lo que va a dar origen a las tensiones políticas que se generan alrededor de la cuestión de quién o quiénes tienen la propiedad del “buen gusto” literario. Sabemos también que la estética nace como especie de aduana o censura que la burguesía emergente construye contra las pretensiones del poder político y religioso a la hora de intervenir sobre el proceso de valoración literario. Sabemos –Eagletton y Williams aclararon bien la cuestión– que ese es el momento en que nace la crítica literaria como mecanismo o herramienta de homologación y legitimación de lo literario en cuanto una forma de expresión de la alta condición del “espíritu” humano, en su versión humanista o como “nivel alcanzado” que diría, creo, Musil. Y digo todo esto porque entiendo que la calidad, al igual que la detección de la mayor o menor especificidad literaria de una obra concreta, es un concepto que se pretende de orden formal o técnico pero que no deja de estar atravesado de ideología, entendida ésta como escala de valores desde la que se observa a uno mismo y al mundo. A ese respecto en este libro he querido apartarme de ese vector o concepto y he rehuido hablar ya de buenos o malos libros, ya de buenos libros malos o malos libros buenos. Dicho en otros términos: Los cipreses creen en Dios no tiene lugar en la selección porque no ofrece la necesaria honestidad narrativa para dar cuenta de la naturaleza del enfrentamiento civil que toma como objeto de su mirada, y no es por tanto un interlocutor válido para mantener el diálogo con el relato histórico que elegí como criterio. Honestidad narrativa, digo, y no moral o ideológica. ¿Quiero decir con esto que la honestidad narrativa es un requisito de esa calidad de la que se habla desde un entendimiento autorreferencial de la literatura? Permitid que me salga por las ramas y que diga aquello del ni si ni no sino todo lo contrario, porque simplemente ese árbol de la ciencia literaria, al menos a la hora del plantear la propuesta, no era lo que me interesaba: ni su tronco, ni sus ramas ni sus frutos aunque sí las sombras con que se brotan los claroscuros en uno y otro espacio. Por otra parte, y para que no se entienda que me escapo por los cerros de Úbeda, no me importaría sostener, aun aceptando la engañosa frontera que se establece entre forma y contenido, y asumiendo incluso los valores formales que “la academia” prioriza, que todos y cada uno de los libros seleccionados reúnen características propias de las llamadas buenas literaturas. Más imposible me resulta imaginar que esas mismas academias fueran capaces de poner entre paréntesis sus propios prejuicios ideológicos al respecto. Por otro lado, no creo haber seleccionado ningún libro por su condición de “favoritos”. Indudablemente, habrán tenido alguna ventaja aquellos libros de los que por una causa u otra haya tenido mayor conocimiento. A ese respecto no oculto la presencia de títulos en cuya publicación o reedición colaboré como editor en su momento.
Torné. En cualquier caso, tu “lista” se articula con libros “importantes” (como los de Unamuno, Ortega, Benet o Mendoza), pero también con libros que no parecen tener más interés que dar claves literarias sobre los orígenes de retóricas que vuelven o no se han ido (como Leoncio Pancorbo, de José María Alfaro). Quería preguntarte por estas energías o inspiraciones “negativas”.
Con esta propuesta he procurado ofrecer un relato en el que la presencia de cada libro viene dada no por su particular importancia sino sobre su capacidad para articularse dentro de ese conjunto con el que he intentado una lectura a la vez doble pero única, dialéctica, al modo de una conversación entre dos relatos que tratan de responder al enigma del ¿quiénes somos? que el título subraya. El interés de cada título responde por tanto a esa posición relativa. Y digo “responde” asumiendo también el sentido de “dar respuesta”, de que da respuesta a dicho enigma. En realidad –y esto lo pienso ahora, al releer el libro en mi cabeza–, una característica común de todos los títulos seleccionados es que, rompiendo con el tópico humanista y socialdemócrata de que los libros sólo deben plantear preguntas, ellos ofrecen respuestas. Evidentemente –de manera inevitable pero también querida–, esas respuestas son leídas e interpretadas unas veces de manera positiva y otras negativa, en razón de esa lectura de nuestra historia que antes he buscado explicitar. Pero las respuestas “negativas” siguen siendo partes significativas de ese relato global y “desordenado” en el que respiramos semánticamente.
Echevarría. Te has adelantado a destacar algo sobre lo que quería incidir: la presencia, en tu selección, de títulos en cuya publicación o reedición colaboraste como editor en su momento. Así, a ojo, detecto cerca de diez. Me parece que eso aporta un valor añadido, muy singular, a tu propuesta: la de que, hasta cierto punto, su autor sea juez y parte, por así decirlo. En este sentido, entiendo este libro como una prolongación de tu trayectoria editorial. No deja de resultar significativo a este respecto que el libro mismo sea el encargo de un editor. Y de un editor, además, que antes de serlo ha sido autor tuyo. Te pediría una reflexión sobre esta presunta continuidad entre el editor, el prescriptor y el historiógrafo o narrador del relato colectivo.
Pues no había “caído en la cuenta”, pero sí, la proporción no deja de ser un tanto ególatra. Bueno, yo llego al mundo de la edición desde el ejercicio de la crítica durante más de veinte años, y un tanto ingenuamente, pensando que un editor es algo así como un crítico con poder ejecutivo. Cierto que la práctica pronto me dice que en la lectura editorial aparece un vector económico que en principio no está presente en la crítica. Pero tengo también que reconocer que por circunstancias del momento (el apoyo que me prestan Ángel Lucía en los años de Debate o Claudio López en los de Caballo de Troya) se me permite mantener unos criterios literarios no demasiado distorsionados por la cuenta de resultados. Por otro lado, todavía en aquellos años finales del siglo pasado, en el campo literario, pervivía con bastante peso lo que llamaría un entendimiento de la literatura como espacio que se mueve y orbita, por supuesto, en el mercado pero todavía no para el mercado; una tendencia que progresivamente se irá apoderando de toda la actividad cultural relacionada con la edición literaria. En esas circunstancias diría que el crítico sobrevive dentro del editor, y puedo plantearme una propuesta de catálogo en la que prime una literatura con ambición crítica que cuestione las poéticas más o menos comerciales que, desde la aparición y éxito de la llamada Nueva Narrativa, se ha venido instalando de manera hegemónica en esos ámbitos. Creo que la publicación de autores como Magrinyà, Ray Loriga, Colectivo Todoazen, Ferres o Julián Rodríguez responde a criterios literarios cercanos a los que darán lugar a la propuesta de ¿Quiénes somos? No en vano este libro se abre con una cita de Juan Carlos Rodríguez, cuya Norma literaria, reeditada también por entonces, sobrevuela sobre toda la selección.
Todos y cada uno de los libros seleccionados reúnen características propias de las llamadas buenas literaturas
Torné. Ha salido antes a colación eso del escritor que no da respuestas, sino que se “hace preguntas". Creo que es una formulación de Cercas, un poco tramposa, de manera que su negación nos mete en una dicotomía a mi juicio un tanto equívoca. Parecería que hay un grupo de escritores “sociales e ideológicos” que escriben novelas para dar respuestas y otros “existenciales o estetas” que pretenden mostrar la complejidad del mundo. Pero en las novelas de Cercas se dan respuestas, sólo que la respuesta a un asunto político se escamotea por una respuesta de orden emocional o emotivo. Hay una reducción del espacio histórico en conflicto al teatrillo de la sentimentalidad personal; de manera parecida a como apuntas que sucede en unos cuantos escritores más. Pero eso es una “respuesta”" como una casa. Y, por otro lado, hay obras de carácter político donde a la “respuesta” se llega por vías muy complejas, que no siempre llegan a conclusiones inequívocas, y que dejan mucho espacio al lector. Yo distinguiría entre novelas que ayudan a clarificar lo que está en juego (que responden de manera política a cuestiones políticas) y novelas “liantas”, que, sin dejar de dar una opinión muy a priori, diluyen lo político en lo familiar, lo entrañable, lo nostálgico o lo cursi... Lo extenso en extenso porque es un asunto al que suelo dar vueltas, y porque en tu selección incluyes libros donde no sólo el camino hacia la respuesta es complejo, sino cuyo valor parece estar en dejarle la “respuesta” al lector. Lo dices de manera explícita en el caso de Baroja, también a propósito de Campesinos, pero creo que esto mismo puede aplicarse a La conquista del aire de Belén Gopegui.
Estoy de acuerdo con eso de que en nuestro campo literario (fracción crítico-académica) la complejidad es expresada como uno de los valores clave de la “literatura superior”, y que bajo tal supuesto se bendicen determinados textos, se perdonan otros y se condenan muchos. El problema, como suele suceder, es que, a la hora de concretar en qué reside y cómo se constata tal complejidad, raro es encontrarse con argumentaciones que no caigan en lo abstracto y que vayan más allá de la cretina autodefinición de la complejidad como algo muy complejo, pues su nivel de concreción no suele avanzar más de lo que en un diccionario se alcanza: aquello que resulta difícil de comprender o de resolver por estar compuesto de muchos aspectos que se interrelacionan. Unas definiciones que encuentran en la dificultad la propia incapacidad para abarcarla, en oposición a lo simple o sencillo, cuyo entendimiento sería inmediato. Lo curioso es que la fórmula, como bien dices, funciona con aprovechamiento ideológico por parte de los dueños del diccionario y sus aplicaciones: la simpleza en los textos “sociales e ideológicos" y la complejidad para las obras “existenciales o estetas”. En semejantes coordenadas se establecen los distingos entre las novelas de tesis y las, digamos, novelas de hipótesis, y se diferenció, en su momento, entre el realismo crítico –redimido o salvado– y el condenado realismo social. Ni que decir tiene que detrás de esta escala de valores que asimila la complejidad a la dificultad de comprensión o conocimiento subyace la vieja y orteguiana distinción entre los que entienden y los que no entienden, que, traducida al campo emocional, hablaría de quienes tienen o no tienen sensibilidad o gusto estético suficiente. Pues bien, en todos y cada uno de los libros seleccionados cabría señalar sin mayor esfuerzo esa interrelación entre las partes, la diversidad de ópticas y ángulos, y la presencia de una amplia red de múltiples relaciones intra y extratextuales que se construyen alrededor del centro generador de significados que el texto desempeña. Aunque la ambigüedad de la definición siga presente, sí aprovecharía ese entendimiento general de que lo complejo exige matizar, discriminar, reflexionar y cuestionar para, ya puestos, añadir como cualidad pertinente el efecto mas específico que, en mi opinión, la complejidad provoca en quien a ella se acerca: el extravío, la sabiduría del no saber, la humildad frente a algo, un texto, que como generador de esa red innumerable –y por tanto inabarcable, indecible– exige de manera inevitable, al menos para quien no quiera quedarse en la inopia, decidir qué relaciones y transversalidades analiza y cuáles descarta. Ese entendimiento de la complejidad como asiento de lo inabarcable no conllevaría sin embargo la imposibilidad de plantear juicios o dar respuestas, pues a la incertidumbre le cabe ser resuelta en términos dialógicos. Una decisión que no sería puramente estética sino también ética y política. Decidir, en definitiva, con quién dialogar. Porque leer es entrar en diálogo, salvo que se reivindique también, y se hace con bastante frecuencia, la perplejidad como estado perfecto.
Echevarría. Cada vez me gusta más destripar los libros estadísticamente, por así decirlo. Sustituir el juicio o el análisis por los datos objetivos que arroja el libro mismo. De 55 títulos seleccionados para responder a la pregunta ¿Quiénes somos?, diez son obra de mujeres. Una proporción escasa y sin embargo presumo que esforzada, a contrapelo de las cuentas que arroja los cánones más conspicuos. Por otro lado, frente a una previsible mayoría de libros narrativos, tenemos 9 poemarios, 3 piezas de teatro, 4 ensayos (o tratados), un libro de viajes, un libro de memorias, unos diarios, un número de revista y artefacto o collage rigurosamente inclasificable. Supongo que estas cuentas han surgido impremeditadamente, sin cálculo, pero me pregunto cómo te relacionas con ellas a posteriori.
Parece claro que bajo la pretensión de ofrecer una propuesta de clara vocación narrativa que contempla la literatura, en su conjunto, como espejo del “transcurrir”, lo narrativo parece llamado a ocupar una presencia relevante, de ahí sin duda su mayor peso. Pero no fui construyendo las distintas presencias en función de géneros o cuotas sino, como se indica en la introducción, siguiendo pautas temáticas: la transformación de lo rural a lo urbano, la presencia del conflicto social, la guerra civil como núcleo como centro de gravedad, el lento crecimiento de la emancipación femenina, la larga posguerra, etc. Junto a esas pautas me pareció absolutamente necesario dar cuenta también de los cambios que tienen lugar en el instrumento literario y sus lenguajes y de esa voluntad se desprende, creo, la selección de los ensayos, de esos otros textos de extraña condición que avisas o la relevancia concedida a la poesía por cuanto entiendo que los lenguajes poéticos resultan tremendamente significativos como síntomas de cambio en las subjetividades colectivas y en lo que podríamos llamar autoconciencia o autorreflexión de la literatura sobre si misma que me llevó, por ejemplo, a abordar el diálogo con Olvido García Valdes como adecuado recurso.
Torné. Me parece que el libro adopta tonos distintos cuando hablas de poesía que cuando hablas de prosa (novela y ensayo), que hay una permisividad o una atención superior al “estilo” y a la “belleza” (sic) que no sé si siempre le permites a la prosa; como si el crítico estuviese aquí más vigilante a que el estilo no se despeñe por la ñoñería o la imprecisión. ¿Le pides cosas distintas a la prosa que a la poesía?
No creo, pero entiendo que esa apariencia es posible. Al fin y al cabo la poesía es una construcción inmediata cuya lectura no requiere tantas mediaciones, sean sociales, culturales o históricas como a mi entender pide la lectura del ensayo, la novela o el mismo teatro. En la poesía la lectura es instante; el lenguaje dicta, impone. No es que le pida cosas distintas, es que la poesía te pide cosas distintas: otra actitud, otra urgencia, otro oído. En la narrativa o el ensayo “oyes” al que habla y lo que habla y desde ahí juzgas; en la poesía lo enunciado y el enunciar son el mismo acto; la intención y el hecho lingüístico viajan a la misma velocidad. Apenas hay distancia para la meditación; no vigilas, aceptas o no. La exactitud lo es todo. Diría incluso que en la poesía no hay estilo ni belleza, solo inteligencia o falta de ella. Es más un código que un mensaje. Sí, quizá mi nivel de exigencia sea mayor hacia la poesía.
Leer es entrar en diálogo, salvo que se reivindique también, y se hace con bastante frecuencia, la perplejidad como estado perfecto
Echevarría. Vuelvo a la Guerra Civil como “centro de gravedad de nuestra narración global”, que necesariamente domina cualquier relato que pretenda hacerse del siglo XX español. Me interesa la puntualización que te ocupaste de hacer antes: que no solo fue guerra civil sino también guerra revolucionaria. Entiendo que la mayor singularidad de tu propuesta narrativa consiste en subrayar esto, en abierta discrepancia con la ingente masa de lecturas que tienden a obviarlo. En este sentido, la guerra civil y el franquismo han esclerotizado no sólo el debate político sino también la memoria histórica, y esa lucha entre buenos y malos se ha polarizado entre fachas y demócratas, olvidándose en el camino la lucha de clases. Todavía hoy, como he observado alguna vez desde estas mismas páginas, el ogro del franquismo cataliza el relato social, y la batalla parece plantearse entre el fundamentalismo demócrata y los resabios dictatoriales que nos recortan las libertades. La traca final de tu selección (con La conquista del aire, de Gopegui; Memoria de un hombre perdido, de Ferres; y El año que tampoco hicimos la revolución, del Colectivo Todoazén) ¿apunta a corregir esta tendencia?
No deja de ser relevante y algo sorprendente que donde más claramente se ve ese centro de gravedad de la Guerra Civil sea en la literatura anterior a la propia guerra civil, seguramente porque en esos libros la lucha de clases se hace explícita o implícitamente más evidente. Y sí, la desaparición de la lucha de clases en aras del enfrentamiento entre fascistas y demócratas es algo que funciona como espejismo o distorsión estratégica que no deja ver el núcleo duro del combate, en toda Europa, desde la asunción por parte de los partidos comunistas del planteamiento de los Frentes Populares. El uso inmoderado e impreciso hoy de términos como fascista, ultraderecha o trumpismo responden a ese mismo movimiento que reviste de enfrentamiento lo que no deja de ser la resignada aceptación del capitalismo como violencia. Y en efecto, en los libros citados pero también en Días de llamas, Las pistolas o 19 figuras de mi historia civil se rasga ese velo detrás del cual se esconde el terrorismo cotidiano del Capital. A ese respecto me parece deslumbrante las escenas que encontramos en El tintero de Carlos Muñiz, donde se evidencia el terror que subyace en las relaciones laborales.
Echevarría. Me pregunto a qué linaje tanto hermenéutico como historiográfico pertenecería tu libro, si es que cabe atribuirle alguno. Se me ocurre recordar aquí la Historia social de la literatura española, de Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris Zavala, uno de los pocos intentos conocidos –y repudiados– de contar las cosas desde otro ángulo.
Sí, sin duda es hijo, aunque bastardo, de aquella Historia Social. No en vano me reconozco como discípulo de Carlos Blanco que fue quien primero me hizo preguntarme el por qué un libro me gustaba y el por qué otro me disgustaba. Pero más que de linaje hablaría de constelación crítica donde creo que ocupan lugar relevante obras como La literatura del pobre, de Juan Carlos Rodríguez; La novela española, de Ignacio Soldevilla, Musa del 68, de Prieto de Paula; o La escena constituyente, de César de Vicente. Una constelación en la que no faltaría la presencia de títulos como Cultura y sociedad, de Raymond Williams; La crítica del gusto, de Della Volpe; o acaso un tanto fuera de órbita, los ensayos de Musil. Y aprovechando que el Guadalquivir pasa por Valladolid, quisiera señalar que mi única reserva a la hora de asumir el encargo de Julián Rodríguez vino dado por el hecho de ser contraria a las visiones estrechamente nacionales/nacionalistas presentes en las historiografías literarias por ejemplo. Más que de la Literatura de España creo que habría que hablar de la Literatura en España y no solo porque se deja fuera a las literaturas de las otras lenguas del Estado y las latinoamericanas sino porque a mi entender los libros traducidos también forman parte de esa narración que nos narra. Espero que algún día podamos contar con una historia literaria que asuma esa dimensión. Darío forma parte de ese relato pero también Shakespeare, Balzac, Tomas Mann o Pasolini.
A continuación se da la lista de títulos seleccionados por Constantino Bértolo en ¿Quiénes somos? Libros de la literatura española del siglo XX, Madrid, Periférica, 2021.
LIBRO |
AUTOR
|
La voluntad |
Azorín |
Aurora roja |
Pío Baroja |
Campos de Castilla |
Antonio Machado |
El metal de los muertos |
Concha Espina |
Segunda antolojía poética (1898-1918) |
Juan Ramón Jménez |
Cara de Plata |
Ramón de Valle-Inclán |
La malcasada |
Carmen de Burgos “Colombine” |
La deshumanización del arte |
José Ortega y Gasset |
El nuevo romanticismo |
José Díaz Fernández |
Poeta en Nueva York |
Federico García Lorca |
Campesinos |
Joaquín Arderius |
San Manuel Bueno mártir |
Miguel de Unamuno |
Tensor |
Ramón J. Sender |
Tea Rooms. Mujeres obreras |
Luisa Carnés |
Eugenio o proclamación de la primavera |
Rafael García Serrano |
Filosofía y poesía |
María Zambrano |
Leoncio Pancorbo |
José María Alfaro |
Nada |
Carmen Laforet |
Los muertos |
José Luis Hidalgo |
Viaje a la Alcarria |
Camilo José Cela |
El tintero |
Carlos Muñiz |
Historia de una escalera |
Antonio Buero Vallejo |
Nosotros, los Rivero |
Dolores Medio |
El grito inútil |
Ángela Figuera Aymerich |
El Jarama |
Rafael Sánchez Ferlosio |
La mina |
Armando López Salinas |
Nuevas amistades |
Juan García Hortelano |
La sinrazón |
Rosa Chacel |
19 figuras de mi historia civil |
Carlos Barral |
Los enanos |
Concha Alós |
Tiempo de silencio |
Luis Martín-Santos |
La gallina ciega |
Max Aub |
Reivindicación del Conde don Julián |
Juan Goytisolo |
Así se fundó Carnaby Street |
Leopoldo María Panero |
Recuento |
Luis Goytisolo |
La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas |
Carmen Martín Gaite |
La verdad sobre el caso Savolta |
Eduardo Mendoza |
Días de llamas |
Juan Iturralde |
Largo noviembre de Madrid |
Juan Eduardo Zúñiga |
De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall |
Blanca Andreu |
Los santos inocentes |
Miguel Delibes |
Un día volveré |
Juan Marsé |
Herrumbrosas lanzas |
Juan Benet |
Las pistolas |
Félix Rotaeta |
Letra muerta |
Juan José Millás |
Évame |
Carlos Oroza |
Edad (Poesía 1947-1986) |
Antonio Gamoneda |
La buena letra |
Rafael Chirbes |
Lo peor de todo |
Ray Loriga |
Belinda y el monstruo |
Luis Magrinyà |
Caza nocturna |
Olvido García Valdés |
La conquista del aire |
Belén Gopegui |
Memoria de un hombre perdido |
Antonio Ferres |
El año que tampoco hicimos la revolución |
Colectivo Todoazen |
Cultivos |
Julián Rodríguez |
Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946) recibió de Julián Rodríguez el encargo de seleccionar y comentar brevemente 55 libros en castellano del siglo XX. Cincuenta y cinco, ni más ni menos. No con el objetivo de establecer ningún canon sino de “contar” la realidad española desde ese “correlato” de la...
Autor >
Ignacio Echevarría /
Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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