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TRANSFORMAR EL ODIO

Lovecraft y las pesadillas del puritanismo

La “cultura de la cancelación” como sueño de pureza y miedo a la lectura

Eudald Espluga 24/04/2021

<p>Estatua de Lovecraft en Providence, Rhode Island (EE.UU), esculpida por el artista Gage Prentiss.</p>

Estatua de Lovecraft en Providence, Rhode Island (EE.UU), esculpida por el artista Gage Prentiss.

David Lepage

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Desde hace algunos meses me siento como el protagonista de un relato de Lovecraft. Es decir, como un investigador accidental que, a partir de una serie de encuentros aparentemente azarosos, va descubriendo pequeñas vislumbres de un conocimiento arcano y transformador. La diferencia es que en mi caso la epifanía –que más que una epifanía parece un meme– no tiene que ver con arquitecturas ciclópeas, viajes al ártico y dioses alienígenas, sino con la presencia igualmente inquietante del propio Lovecraft: su nombre su multiplica en los textos que leo –ensayos, novelas, artículos– y las referencias directas e indirectas a su universo literario parecen impregnar la imaginación de todo tipo de películas, series y juegos.

Es cierto que el escritor de Providence nunca ha dejado de estar presente en la cultura popular, pero durante años su figura había quedado encerrada en los estrechos límites de la mal llamada literatura “de género”. Su nombre pocas veces aparece al lado de contemporáneos como Scott Fitzgerald o Faulkner, si bien las calles de Arkham han sido tan transitadas como las de Jefferson. Hoy, sin embargo, la presencia de Lovecraft parece haber ganado terreno en muchos más ámbitos, desbordando las fronteras del fantástico hasta convertirse en una referencia intelectual inevitable para la izquierda: el cosmos híbrido que describe en su narrativa –donde imagina formas de vida mutantes entre lo micro y lo macro, cuestiona la excepcionalidad del hombre dentro del reino animal y desafía materialmente los límites de la racionalidad instrumental– se ha convertido en una herramienta habitual para abordar fenómenos como la crisis ecológica, los movimientos migratorios globales, la aceleración de las sociedades tecnocapitalistas o el desafío que el transfeminismo plantea a las categoría de naturaleza humana.

Lovecraft era un escritor misógino y racista, cuya xenofobia resultaba delirante y excesiva incluso para un simpatizante del nazismo

Este florecimiento tardío del legado de Lovecraft resultaría sorprendente –e incluso misterioso– si nos tomásemos en serio a quienes predican que vivimos sometidos a una “cultura de la cancelación”, falsamente progresista, que promueve la censura y la autocensura mediante la tiranía mediática de la corrección política. Como es bien sabido por casi todos sus lectores, Lovecraft era un escritor misógino y racista, cuya xenofobia resultaba delirante y excesiva incluso para un simpatizante del nazismo. El conjunto de su obra puede verse como una mistificación de ese odio. En cada descripción de las entidades repulsivas y viscosas que anidan en nuestro universo se puede apreciar el asco que el autor de La llamada de Cthulhu sentía por los “multatos grasientos y burlones”, los “negros horribles parecidos a enormes chimpancés” o los “italo-semitas-mongoloides”. Con todo, esta obra enfermiza sigue siendo celebrada, adaptada, manoseada y adulterada: lejos de estar cancelado, el universo de Lovecraft se ha convertido en un lugar común de la crítica cultural, en el fetiche de los mismos escritores e intelectuales a los que se acusa de promover la cultura de la cancelación. 

Donde más evidente resulta esta preocupación por mirar el presente desde la imaginería lovecraftiana es en el pequeño boom de adaptaciones cinematográficas. El horror cósmico es ya un mero recurso retórico –también ideológico– para escenificar la incertidumbre del individuo contemporáneo, su pequeñez frente a las fuerzas planetarias y extrañas que hoy le amenazan: la versión de Color out of space, de Richard Stanley, viene a rubricar esta tendencia, que también se está dejando sentir en películas más indies como Under the skin o Last and First Man, y que fue analizada en un podcast monográfico de Marea Noctura. El cine de terror siempre ha alimentado la imaginación política –los extraterrestres que venían del planeta rojo, el alien que llevamos dentro o los zombis en el centro comercial–, y hoy la realidad inconcebible de los dioses primigenios se erige como una metáfora perfecta de la amenaza de colapso global que –ya sea en forma de virus, extinción masiva o de desastre climático– nunca tiene rostro humano. Asimismo, desde una estética más pulp, la serie Lovecraft Country (HBO) refleja perfectamente la plasticidad del universo de los mitos de Cthulhu, mostrando que incluso puede llegar a convertirse en una suerte de alegoría política antifascista: a base de guiños metanarrativos y referencias cruzadas, consigue que las criaturas de Lovecraft se rebelen contra el puritanismo de su creador, e invierte el sentido de su odio para ofrecer una lectura a contrapelo de la naturaleza del mal primigenio.

En una línea semejante, el cineasta Álex de la Iglesia acaba de publicar La broma macabra, una campaña de rol para el juego La llamada de Cthulhu. El propio director ya había prologado el manual del juego en su séptima edición (la más reciente), en la que se incluye una relectura política de la obra de Lovecraft con historias como El baile del muerto, donde la lucha contra Nyarlathotep, el dios de las mil caras, se estructura a partir de una trama de corte antirracista ambientada en los años del jazz, la formación de la Nación del Islam y el Renacimiento de Harlem. Encontramos un gesto parecido en los últimos suplementos oficiales de La llamada de Cthulhu, como por ejemplo Las cosas que dejamos atrás, un conjunto de historias que se ambientan en el presente y relacionan las sectas mistéricas y los cultos a los dioses arquetípicos con el auge de la extrema derecha y el fundamentalismo religioso en EEUU. Esta transformación de Lovecraft a través de los juegos de rol, así como de los videojuegos de terror, está perfectamente explicada en el libro de Carlos G. Gurpegui, El soñador de Providence. El legado literario de H.P. Lovecraft y su presencia en los videojuegos

Lovecraft es uno de los principales referentes del realismo especulativo, corriente filosófica “de moda” en nuestro país

Esta relectura constante también ha encontrado un fuerte eco en la mesa de novedades literarias, con autoras como Mariana Enríquez, que tanto en su exitosa novela Nuestra parte de la noche como en sus cuentos –especialmente en los de Las cosas que perdimos en el fuego– recupera parte de la herencia lovecraftiana desde una perspectiva postcolonial e incluso feminista. Sin embargo, la novela más programática en este sentido es Ring Shout, del estadounidense Djèli Clark, que acaba de ser traducida al catalán por Martí Sales como Càntic ritual y que era presentada –también esta misma semana– en una charla provocativamente titulada “las cenizas de Lovecraft como herramienta de diversidad cultural”. Ring Shout es una ucronía tentacular sobre el Ku Klux Klan, que parte de la premisa que El nacimiento de una nación, la película de D.W. Griffith, funcionó en 1915 como un conjuro que no sólo convocó a los supremacistas blancos y organizó colectivamente su odio, sino que al mismo tiempo los transformó en unos monstruos alienígenas llamados Kukluxos.

El mismo recorrido podría hacerse en el campo del ensayo. Lovecraft es uno de los principales referentes del realismo especulativo, corriente filosófica “de moda” en nuestro país: el año pasado llegaba a las librerías Realismo raro. Lovecraft y la filosofía, de Graham Harman, así como Tentáculos más largos que la noche, del pesimista Eugen Thacker, donde precisamente se argumenta que el horror (en su vertiente lovecraftiana) nos invita a pensar un mundo-sin-nosotros, un universo post-antropológico. Desde una perspectiva cercana, la filósofa Rosi Braidotti también recurre a esta herencia literaria en El conocimiento posthumano, siguiendo los pasos de Donna Haraway en Seguir con el problema, donde ésta utiliza el concepto de “Chthuluceno” –alterando el concepto lovecraftiano para distanciarse de su figura– con el objetivo de describir una época en la que humanos y no humanos nos encontramos ligados en “prácticas tentaculares”. Asimismo, podríamos citar la influencia que Lovecraft ha tenido en el desarrollo y la formulación de un concepto central para la filosofía contemporánea: lo raro. Ya sea entendido como “xeno” –es decir, como lo extraño, lo extranjero, lo diferente, lo foráneo, lo alien–, tal como lo han desarrollado las autoras de Laboria Cuboniks a partir del Manifiesto xenofeminsta, o como lo “raro” –es decir, como lo inquietante, lo siniestro, lo indebido, lo unheimlich–, tal como lo entiende Mark Fisher en Lo raro y lo espeluznante, lo cierto es que la presencia de Lovecraft es absolutamente ubicua.

Pero aun con tantas pruebas sobre la mesa, no ha sido hasta la reciente reedición de H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, el ensayo de Michel Houellebecq escrito y publicado originalmente en 1991, que he sido verdaderamente consciente de esta presencia paradójica y pegajosa, que creo que ayuda a contextualizar el monigote de la cancel culture y a evidenciar la falta de fundamento de su premisa. El libro de Houellebecq son apenas cien páginas de excelente crítica literaria en las que el escritor francés analiza los entresijos de la obra narrativa del estadounidense. Aunque no es un texto exhaustivo ni académico –en ningún caso es su intención–, Houellebecq plantea las preguntas correctas: sobre el estilo (excesivo) de adjetivación, sobre la estructura inconclusa de sus relatos, sobre el tipo de vocabulario cientificista y los inesperados campos semánticos desde los que induce al horror, sobre el juego de escalas en las descripciones (representar lo inconcebible a través de detalles nimios y precisos), sobre el sentido de la invención de una lengua y de una imaginería compartida, sobre cómo convertir la escritura en un ritual colectivo. Pero quizá lo más importante –y lo más destacable para lo que aquí nos interesa– es que Houellebecq también recurre a la biografía de Lovecraft, recreándose en analizar su exacerbada xenofobia así como en desgranar sus teorías racistas, en tanto que considera que éstas se encuentran en el origen del tema, la estructura y el estilo de sus grandes obras.

Lejos de separar a la obra y al artista, Houellebecq intenta fusionarlos para entender la mitología lovecraftiana como una emulsión de su odio fanático. “Esta visión alucinada”, escribe, “es la raíz y el origen de las descripciones de entidades de pesadilla que pueblan el ciclo de Cthulhu. Es el odio racial lo que provoca en Lovecraft ese estado de trance poético donde se supera a sí mismo en el latido rítmico y enloquecido de las frases malditas; es el odio lo que ilumina sus últimos grandes textos con un resplandor horripilante y cataclísmico”. En el ensayo no se escatima la fascinación que Lovecraft sentía por Hitler y las tesis eugenésicas del nazismo. De hecho, el francés transcribe fragmentos de las cartas que Lovecraft mandaba a sus amigos para demostrar que su aversión a “los inmigrantes” con los que tenía que convivir en Nueva York, en el barrio del Lower East Side: “las cosas orgánicas que rondaban por esa espantosa cloaca no podrían calificarse de humanas, ni siquiera torturándose la imaginación. Eran monstruos, nebulosos bosquejos del pitecántropo y la ameba, toscamente modelados en alguna arcilla hedionda y viscosa producto de la corrupción de la tierra. Reptaban y supuraban por las calles grasientas, entrando y saliendo por puertas y ventanas de una forma que recordaba a una invasión de gusanos, o a desagradables criaturas surgidas de las profundidades del mar”.

Que el monumento literario al racismo que es la obra lovecraftiana no sea censurada, es la prueba más evidente de esta normalidad

Resulta iluminador que sea precisamente en un ensayo de Michel Houellebecq –con prólogo de Stephen King, para más inri– y no en un paper de teoría poscolonial con referencias cruzadas a Frantz Fanon y Gaytari Spivak donde se “deconstruyan” de esta manera los escritos de Lovecraft. Es difícil imaginar un escritor que trabaje más su fama de intelectual políticamente incorrecto que Houellebecq, y por eso es tan interesante comprobar que las lecturas como la suya, que cuestionan el inconsciente político de una obra literaria y diseccionan sus trampantojos morales, no tienen nada que ver con una supuesta censura puritana. Todo lo contrario. Es la fascinación que siente por Lovecraft, su vocación por entender y explicar los mecanismos de su narrativa, lo que lleva al escritor francés a una serie de disquisiciones sobre el puritanismo del autor de La llamada de Cthulhu. Houellebecq termina el ensayo afirmando que el odio profundo que Lovecraft sentía hacia la modernidad y el mestizaje tienen como consecuencia la adhesión del escritor a una ética del resentimiento: “estoy tan cansado de oír a unos asnos superficiales despotricar contra el puritanismo”, concluye Lovecraft, “que creo que me voy a hacer puritano”.

Sería demasiado fácil tomarle la palabra, invertir el silogismo y argumentar que los puritanos son hoy quienes se quejan de la cultura de la cancelación o se lamentan por cada reivindicación feminista o se niegan entre lágrimas a dejar de usar la expresión como “negro literario” porque se está atentando contra su libertad. Reconozco que estoy muy tentado de hacerlo, pero la recepción extraordinaria de la figura de Lovecraft –que aquí solo he podido esbozar– sirve para apuntar dos conclusiones mucho más interesantes que la conveniencia o no de llamar ‘puritanos’ a los nostálgicos de la cultura posfranquista.

La primera es simple. Que figuras tan problemáticas como H.P. Lovecraft sean celebradas con semejante fervor intelectual es una buena muestra de que el debate sobre la cancel culture está viciado por un sesgo de perspectiva, ya que siempre se discute en base a falacias del hombre de paja: noticias virales, tituladas de forma sensacionalista, que en realidad solo hablan de museos que trasladan un cuadro de sala o de que plataformas como Disney+ cambian de categoría una película. Ya no es solo que la censura nunca sea efectiva, o que sea erróneo hablar de “censura” cuando en realidad se trata de empresas privadas velando por sus intereses crematísticos. El caso Houellebecq-Lovecraft es relevante porque no es una excepción, sino la norma: que el monumento literario al racismo que es la obra lovecraftiana no sea censurada, desterrada y vituperada –sino que se recupere con entusiasmo, como hacen el autor de Sumisión y tantos otros después de él– es la prueba más evidente de esta normalidad. 

Han pasado treinta años de reinterpretaciones creativas y provocadoras, que han enriquecido la obra de Lovecraft desde el cuestionamiento explícito de su racismo

La segunda conclusión es más interesante, dado que a diferencia de otros autores, la recuperación de Lovecraft por parte de la cultura mainstream y de las nuevas corrientes intelectuales no se produce a pesar de su cosmogonía xenófoba, disociando el autor de la obra o ignorando lo que dijo en sus cartas privadas. Al contrario, es precisamente a partir de una elaboración crítica de su relación con lo extraño que es posible ver a Lovecraft como un referente del posthumanismo, del realismo especulativo o de una xenopolítica feminista. Su obsesión con la pureza racial le llevó a imaginar un mundo lleno de seres mutantes, mestizos e incomprensibles para la razón humana, bestias que rompían con todos los binarismos conceptuales poniendo en entredicho la idea de naturaleza, y eso es justo lo que interesa a autoras como Donna Haraway, quien incluso utiliza el concepto de “infección” para retratar su visión del Chtulhuceno: “las especies compañeras se infectan mutuamente todo el tiempo. [...] Las obligaciones corporalmente éticas y políticas son infecciosas, o deberían serlo. Cum panis, especies compañeras, juntas en la mesa”. Las pesadillas del puritanismo de Lovecraft acaban siendo la semilla de una biología especulativa que, en un mundo al borde del colapso, permiten imaginar el encuentro con otras formas de vida (desde animales no-humanos hasta bacterias y hongos) y proponer alianzas políticas y solidaridades no antropológicas.

Desde Houellebecq hasta Lovecraft Country, pasando por Haraway, Harman, Laboria Cuboniks, Thacker, Djèli Clark y muchísimos más, han pasado treinta años de reinterpretaciones minuciosas, creativas y provocadoras, que han enriquecido la obra de Lovecraft desde el cuestionamiento explícito de su racismo, discutiendo su epistemología corrupta y llevando a cabo una crítica moral de sus escritos. Un trabajo excepcional que, paralelamente, nos invita a pensar que la cancel culture está hecha del mismo material que Cthulhu: de una fantasía de pureza y homogeneidad cultural, que vive con absoluto pavor la existencia de lecturas bastardas, de una imaginación híbrida que cuestione lo establecido. No es miedo a la censura: es miedo a la relectura.

Desde hace algunos meses me siento como el protagonista de un relato de Lovecraft. Es decir, como un investigador accidental que, a partir de una serie de encuentros aparentemente azarosos, va descubriendo pequeñas vislumbres de un conocimiento arcano y transformador. La diferencia es que en mi caso la epifanía...

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