Memoria
Un funeral público y dos entierros secretos
El absoluto descrédito del republicanismo entre el centro y la derecha españoles ha condenado al olvido a los dirigentes republicanos liberales, esforzados demócratas que no pudieron ser el necesario puente entre tendencias opuestas
Julio Tovar 14/04/2021
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“Y nosotros que habremos muerto, muerto tal vez en el destierro, mártires ensangrentados, mientras que los hombres vivirán sin amo más altivos, más bellos, bajo ese gran árbol, amor de los cielos a que se aproxima, nos despertaremos para besar su raíz en el seno de nuestros sepulcros”.
Víctor Hugo, Napoleón, el pequeño, Barcelona,
Librería Ibérica de V. Pérez, 1872, pp. 628
Corría el año 1932, uno de los pocos felices de la II República. El siete de septiembre, Ramón María del Valle-Inclán se atusó sus barbas de chivo, levantó el dedo índice y declaró “el deber” del Ateneo de Madrid de celebrar al “preclaro patricio” digno representante hispano de la “ética del gobernante y la hombría de bien”. Ese mismo hombre –al que su máscara Max Estrella juzgó como “idiota”– había sido presidente de la República, la primera, en sus momentos más difíciles y llegó a salvar a varios soldados desertores del pelotón de fusilamiento en los inicios de la Restauración gracias a su amistad con Cánovas del Castillo. Gran personalidad pública, querido y celebrado por Rubén Darío, era reconocido en París, donde llegó a tener la amistad de Víctor Hugo. Ese hombre fue Emilio Castelar y Ripoll, el republicano español de mayor fama.
Su muerte en mayo de 1899, en el meridiano de la Restauración, congregó a miles de personas; más cuando el gobierno de Francisco Silvela regateó honores al tribuno republicano e impidió a los militares que fueran de uniforme de gala. Esa mezquindad no sirvió para nada: todos los altos cargos del ejército, entre ellos el autor militar de la Restauración, Arsenio Martínez Campos, asistieron uniformados al sepelio. Moría la principal voz de los republicanos liberales, su hombre más humano. Le enterraron en medio de un baño de gente que era recordatorio de que ese espíritu republicano se despertaba tras el desastre del 98. La masa contra la monarquía. La masa que habría de desbordar al rey Alfonso XIII el 14 de abril de 1931 aparecía por primera vez en la villa y todavía corte. La historiadora Carmen Llorca, recordando sus últimas horas, citó esa última frase del gran orador que presagiaba una vuelta a su radical juventud:
“…ponme con los míos, ponme con los republicanos…”
Una tradición silenciada
El empuje republicano en España se inició en abril de 1849 con la fundación del partido democrático por parte de disidentes de la izquierda liberal. Este se consolidaría en tiempos del Bienio Progresista (1854–1856), primer periodo en el que se permitieron ideas avanzadas que cuestionaban a los borbones. Ese concilio, que con el tiempo evolucionaría al republicanismo, pudo aglutinar en poco tiempo a toda la izquierda liberal, que muy pronto incorporaría al socialismo. Estas dos tendencias, representadas por José María Orense y Fernando Garrido, se avendrían más bien que mal hasta la Primera República. El fracaso de esta llevaría a la división del partido republicano en tendencias irreconciliables. Entre ellas, la liberal, que tendría a su más destacado representante en Castelar, quien llegó a aceptar la restauración alfonsina como disidente “controlado” en unas cortes opuestas.
Fuera del sistema, los republicanos españoles habrían de fundirse y disolverse en distintas banderías en relación con las ideas económicas o de territorialidad. Llegado el siglo XX, la tendencia liberal de mayor éxito en el republicanismo hispano, luego de la muerte de los republicanos históricos Francisco Pi y Margall en 1901 y Nicolás Salmerón siete años más tarde, sería la de Alejandro Lerroux. Un hombre del siglo XIX que inventó el populismo moderno en España mucho antes que Vox o Podemos.
Lerroux y la muerte redentora
El 28 de junio de 1949, en los años más duros de la dictadura de Franco, moría el político republicano Alejandro Lerroux García. Aquel cordobés anticlerical que al andar “partía ladrillos” en la Barcelona de 1900, según el escritor Pío Baroja, murió reconciliado con la Iglesia gracias a la asistencia del padre Moreno. Lo hacía en la calle Marqués de Villamejor, tras su vuelta del exilio portugués en julio de 1947. Se le procesó por su antigua pertenencia a la logia del Gran Oriente, cuenta Álvarez Junco, y tuvo un mal morir –aislado de cualquier reconocimiento estatal– en sus dos últimos años de vida.
Al sepelio asistió una vieja guardia liberal, entre monárquica y republicana, compuesta del incombustible Romanones, Gabriel Maura o Natalio Rivas. De hecho, Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC, comentó irónico en sus memorias el gran número de monárquicos que hubo en el funeral del hombre que hizo de la República su obra de vida. La actitud ambigua de Lerroux frente a la Guerra Civil –afirmó por teléfono al general José Cavalcanti “que ni estaba implicado, ni se oponía”– lo dejó en el limbo frente a los condenados al futuro que se batían ya en España. Quizá avanzando el conflicto, para evitar represalias a su familia, se mostró más complaciente respecto al emergente bando franquista y condenó al Frente Popular una y otra vez.
Sus memorias, publicadas en 1937, preveían una dictadura corta que “calmara los ánimos” tras la victoria. Una idea de otra época, propia de los pronunciamientos del siglo XIX, que le dejó fuera con la llegada del primer franquismo. Poco antes, milicias socialistas abordaron su casa en O’Donnell, destruyendo sus posesiones. Sus partidarios, también, fueron procesados en la zona rebelde en un clima en el que no eran bien vistos los políticos liberales. Estos, según la incipiente doctrina de la dictadura, eran “causantes de la guerra” al permitir la democracia y las libertades. Su casa, luego de la caída de Madrid, fue también ocupada por los vencedores además de su finca en Gudillos (El Espinar), que sería asaltada por los falangistas, quienes incautaron/disfrutaron su bodega). Exiliado en Portugal, su mujer regresaría en 1940 para fallecer apenas tres años más tarde. Volvería para morir en su patria luego de prometer al franquismo “no inmiscuirse en la política”.
Hombre de turbios manejos pecuniarios, a decir de Miguel Maura, Lerroux mostró en estos últimos años de vida una moderación que le obligó a un extraño olvido. Su confianza en la vuelta de las libertades, luego de una dictadura que consideraba inevitable, merece ser recordada:
“Mi devoción ha permanecido hasta hoy adicta al régimen republicano, democrático, liberal y parlamentario. A las esencias de estos principios permanecerá fiel mi devoción hasta el fin de mi existencia, por convencimiento y por decoro (…) República, libertad, democracia, pública deliberación…Condiciónese, organícese, gradúese como se quiera con tal que no se falsifique”.
El mismo año, muy lejos de Madrid, moría el primer presidente de la II República española: Niceto Alcalá-Zamora.
Alcalá-Zamora o el funeral silenciado
A inicios de agosto de 1979 los restos del político cordobés Niceto Alcalá-Zamora fueron repatriados de Buenos Aires a Madrid. El gobierno de UCD, recién elegido en marzo, tras la aprobación de la Constitución unos meses antes, torpedeó cualquier homenaje al político republicano, ante la posibilidad, según sus hijos, de que el acto se convirtiera en un acto contra la monarquía. Rodolfo Martín Villa, ministro de Interior, permitió al final un entierro doméstico, familiar, casi oculto en un régimen democrático todavía balbuceante.
Niceto Alcalá-Zamora, curiosamente, fue el más conservador de los republicanos liberales de nuestro repaso: aceptó la Monarquía alfonsina durante más 30 años, llegando a ser ministro bajo García Prieto y su partido liberal. La caída del sistema representativo, con el golpe de Primo de Rivera en septiembre de 1923, viró su ideología al buscar integrar a todos los partidos. Su célebre discurso en abril de 1930, en Valencia –meca del republicanismo incombustible del novelista Vicente Blasco-Ibáñez–, será la pauta de su actuación posterior en la II República:
“Nosotros tenemos el deber de decir que si en España llega a implantarse la República será cada día más avanzada y, en definitiva, radical, porque ése es el curso de la vida, llena desde el primer día del progreso que comenzará siendo gradual en los avances de la justicia social, pero que tiene que ser inicialmente prudentísima, con un sedimento y con un apoyo conservador sin el cual su existencia no es posible. Yo os digo que con ser tan templada mi significación, no creo viable una República en que fuese la derecha, sino una República en la que yo estuviese en el centro, es decir, una República a la cual se avinieran a ayudarla, a sostenerla y a servirla gentes que han estado y están mucho más a la derecha mía”.
Su actuación como enlace entre “extremos” fue muy discutida en la II República –Azaña le juzgó toda su vida como un “cacique” (“panciprietista” en homenaje al político que le colocó)–, pero no tuvo relevancia en los sucesos de julio a diciembre de 1936. De hecho, su actuación ingenua antes de las elecciones de febrero de 1936, donde pretendía consolidar una opción de centro, le dejó fuera de cualquier poder político. Siguiendo la legislación de la Constitución de 1931, bajo la acusación de disolver las Cortes de manera ilegal, fue expulsado de la presidencia de la República en abril de 1936 por 239 diputados a favor y cinco en contra. Al poco de esta destitución, donde incluso le quitaron el cargo “honorífico” de todo presidente interino, escribió en sus diarios una profecía precisa de lo que habría de pasar después:
“¿Y España y la República constitucional? Pienso en ello y no veo el desenlace feliz, tranquilo, siquiera no desastroso”.
En el mes fatídico de julio de 1936 Alcalá-Zamora aprovechó la canícula para irse de crucero por la Europa nórdica. ¿Conocía el golpe que se preparaba? ¿Estaba implicado en él? No lo parece: le sorprendió en Islandia, con su familia, y fue condenado por las dos Españas ya en liza. Se vengó de los dos bandos de la guerra, que compartían entre ellos su odio al viejo político de la Restauración, publicando artículos en el diario L'Ere Nouvelle de bastante vehemencia. Sus diarios, robados por los milicianos madrileños, fueron publicados en la prensa republicana para descrédito del político y solo pudieron editarse íntegros en 2011. Más aún, Franco le negó cualquier perdón, sus artículos en L’Ere Nouvelle le ‘condenaron’ ante el nacionalcatolicismo, y se le impuso una multa de 50 millones de pesetas bajo el tribunal regional de responsabilidades políticas. Vivió sus últimos años exiliado en Buenos Aires y jamás quiso regresar a España bajo la dictadura de Franco.
Murió el 18 de febrero de 1949, en la capital bonaerense, ignorado por la España franquista y gran parte del exilio republicano. Dejó como testamento político improvisado, triste sin duda, su compromiso inquebrantable con la libertad y la democracia:
“La tragedia grande y real que se está representando en los teatros de guerra de Europa, una vez más desgarrada y ensangrentada, refuerza dentro de mi alma profundamente conmovida la semilla de mi adhesión a los principios de la libertad. Y yo me mantengo apegado a las instituciones democráticas, aún ridiculizadas y malentendidas que ellas pudieran ser por los partisanos de los regímenes dictados por la fuerza. O más exactamente, por la violencia”.
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Bibliografía
ALCALÁ-ZAMORA Y TORRES, N., Asalto a la República, Madrid, La Esfera de los Libros, 2011
ÁLVAREZ JUNCO, J., El emperador del paralelo: Lerroux y la demagogia populista, Madrid, Alianza, 1990
JULIA DÍAZ, S., Política en la Segunda República, Madrid, Marcial Pons, 1995
LLORCA, C., Emilio Castelar: precursor de la democracia cristiana, Alicante, Diputación Provincial de Alicante, 1999
LUCA DE TENA, J. I., Mis amigos muertos, Barcelona, Editorial Planeta, 1973
MAURA, M., Así cayó Alfonso XIII, Madrid, Marcial Pons, 2007
SECO SERRANO, C., “Una amistad ejemplar: Castelar y Cánovas” en VV.AA., De los tiempos de Cánovas, Madrid, Marcial Pons, 2004,
VALLE-INCLÁN, R. M., “Discurso homenaje a Emilio Castelar” en Archivo Digital Valle-Inclán, 7 de septiembre de 1932,
“Y nosotros que habremos muerto, muerto tal vez en el destierro, mártires ensangrentados, mientras que los hombres vivirán sin amo más altivos, más bellos, bajo ese gran árbol, amor de los cielos a que se aproxima, nos despertaremos para besar su raíz en el seno...
Autor >
Julio Tovar
Periodista e historiador
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