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Un miedo conocido aunque impreciso
Retrocedamos un momento en el tiempo hasta la mitad del siglo XIX, en concreto hasta el cementerio judío de Praga. Es medianoche. La densa oscuridad hace casi indistinguible la maraña de tumbas. Varias sombras entran furtivamente ocultas tras sus capas y se reúnen en torno a una de las lápidas. Son los representantes de las doce tribus de Israel, que se reúnen en asamblea para renovar los votos con los que, siglo tras siglo, se han asegurado los medios para que el ‘Pueblo Elegido’ domine el mundo. El más anciano de todos ellos toma la palabra: “Nuestros hermanos han dejado en herencia a los elegidos de Israel el deber de reunirse una vez cada cien años alrededor de la tumba del Gran Maestro Caleb, Santo Rabino Simeón Ben-Judá…”. Este relato proviene de una pésima novela, Biarritz, publicada en Berlín en 1868 y firmada por un tal Sir John Retcliffe, pseudónimo que escondía en realidad a un exfuncionario del servicio de correo prusiano.
Su episodio de apertura, aislado del resto de la narración, llegará posteriormente al público francés como si se tratase de la crónica de un hecho “real”. En un número de 1881, el periódico francés Le Contemporain lo reproduce como si fuese un hecho presenciado por el muy honorable diplomático británico –e inexistente– Sir John Readclif. Muchas fueron sus transformaciones, ya que, por ejemplo, las intervenciones de los doce representantes se fundieron en un único discurso, “el discurso del rabino”. Muchas fueron también las peripecias que llevaron a esta narración a adquirir el valor de documento histórico que acreditaba una gran conspiración y que, con el tiempo, sería conocida como los Protocolos de los Sabios de Sión. Este relato tendrá un papel destacado en la nueva ola del vernáculo antisemitismo europeo durante la primera mitad del siglo XX (Norman Cohn, El mito de la conspiración judía mundial, 1967).
El historiador francés Raoul Girardet (Mythes et mythologies politiques, 1986) constataba que la difusión de teorías de la conspiración se produce en un “clima psicológico y social de incertidumbre, de miedo y de angustia”. El miedo parece ser, indudablemente, un factor fundamental. Otra cosa es decidir qué fue antes, si la amenaza o el miedo.
A este respecto, el semiólogo ruso Yuri Lotman escribió un artículo titulado “Caza de brujas. Semiótica del miedo”, que sería publicado póstumamente por Revista de Occidente (2008), donde analizaba precisamente las situaciones históricas en las que algún miedo impreciso precede a la amenaza. Partiendo de la propuesta del historiador Jean Delumeau (El miedo en Occidente, 1978), quien veía un patrón en la repetición periódica de los miedos a lo largo de la historia y se preguntaba si no se podría hacer una tipología de este fenómeno, Lotman comparó dos textos pertenecientes a dos tradiciones y periodos culturales distintos: por un lado, un diálogo titulado A Octavio, escrito por el autor pagano del siglo III d.C. Marco Minucio Félix; y, por el otro, las acusaciones de brujería durante el siglo XVI.
El pánico a la brujería corresponde temporalmente con el Renacimiento y con el Barroco, paradójicamente dos de los periodos de mayor expansión y desarrollo de la ciencia
El texto romano acusaba a los cristianos de ser una peligrosa minoría organizada, cuyas reuniones nocturnas y secretas terminaban en bacanales y sacrificios de sangre, acompañados de numerosas perversiones sexuales. Las acusaciones que se vertían contra las brujas del siglo XVI, coincidiendo con la Contrarreforma, son sorprendentemente semejantes, en torno, eso sí, a “aquelarres”. Pese a lo que se suele creer, la llamada caza de brujas no coincide, ni mucho menos, con “el espíritu medieval”. Como observa Lotman, el pánico a la brujería corresponde temporalmente con el Renacimiento y con el Barroco, paradójicamente dos de los periodos de mayor expansión y desarrollo de la ciencia. ¿A qué se puede deber? Como respuesta, Lotman señala los enormes cambios en el ritmo de vida cultural: en consonancia con la difusión de las nuevas ideas renacentistas, aumenta también el miedo y los procesos contra la brujería. Se resuelve así el aparente enigma del apogeo simultáneo del racionalismo y de un miedo irracional.
Lotman observa que la aparición de un miedo impreciso, que obedece normalmente a la pérdida de una referencia cultural estable ante cambios acelerados en las formas de vida, genera un síndrome de “ciudad sitiada”, que también se puede observar en otros casos históricos. Por ejemplo, la propaganda oficial del Tercer Reich generó este efecto con todas las herramientas comunicativas a su disposición. Es sintomático que la última película del Tercer Reich (Kolberg, 1945) relatase la historia de la defensa de una ciudad sitiada por las tropas francesas durante las guerras napoleónicas.
Regresemos ahora nuevamente a nuestro presente. El pasado 6 de enero de 2021 un grupo de individuos irrumpe en el Capitolio de los Estados Unidos para interrumpir el proceso de certificación de la victoria de Joe Biden en las elecciones de 2020. Se vivieron horas de tensión, que se extendieron a los días sucesivos. ¿Quiénes eran? Se trataba de partidarios del QAnon.
El movimiento QAnon surge inicialmente como una teoría de la conspiración, estrechamente ligada a movimientos de extrema derecha en Estados Unidos. Dicha teoría defiende la existencia de una secta secreta, denominada Cábala y compuesta por pederastas, caníbales y satánicos que conspiran desde dentro del gobierno. El QAnon defiende que Donald Trump llegó al poder para erradicar esta organización secreta y que llegaría el día de la ‘Tormenta’ en que miles de miembros de la Cábala serán arrestados. (Ese día aún no ha llegado.). Según sus partidarios, son miembros de esta secta un selecto grupo de personajes, como Barack Obama, Hillary Clinton y George Soros.
Las semejanzas con los casos de cristianos y de brujas son evidentes: distintos periodos y distintas tradiciones culturales, pero el mismo resultado. Por tanto, es lícito preguntarse: ¿responde la teoría QAnon a un síndrome de “ciudad sitiada”? Se puede decir que sí, si atendemos a los acelerados cambios que la tecnología está produciendo en nuestras vidas. Pero no es este el único factor. Hay otro tal vez más determinante y probablemente ha dado un impulso definitivo a lo que ya podemos llamar como la Edad de Oro del conspiracionismo: la lógica concreta y combinatoria de la Web.
La Edad de Oro del conspiracionismo
¿Dónde pondríamos el comienzo de la Edad de Oro del conspiracionismo? Seleccionar una cronología histórica concreta que sirva de “corte” que separe periodos, operación clave para el historiador y que solo se puede realizar cuando se mira hacia atrás a la historia. Pero creo no equivocarme situando su inicio con la aparición de los ya citados Protocolos.
Partamos, en todo caso, de una serie de constataciones importantes. Las teorías de la conspiración cumplen una función social clave que el historiador francés Raoul Girardet (Mythes et mythologies politiques, 1986) denomina “el orden de la Explicación”, lo que reduce la historia misma a un rígido determinismo donde todo está férreamente ligado a única causa. La clave de lectura propuesta por el pensamiento conspiracionista es universal, una llave maestra que abre todas las puertas del pasado. Es más, obedece a una lógica combinatoria vertiginosa, donde cualquier dato sirve para sostener y corroborar una teoría de la conspiración. Se puede leer este apogeo del conspiracionismo como una respuesta natural al dataísmo: frente a la inmensidad y complejidad de los almacenes de datos o data warehouses, aparecen fórmulas altamente simplificadas que permiten una libre combinación de elementos. Pero también se puede interpretar el pensamiento conspiracionista como derivación misma del determinismo con el que los datos nos llevan a pensar el mundo mismo.
Se puede interpretar el pensamiento conspiracionista como derivación misma del determinismo con el que los datos nos llevan a pensar el mundo mismo
Al mismo tiempo, se observa en este determinismo una clara continuidad con el pensamiento hermético, una tradición cuyo origen se remonta al enigmático Hermes Trismegisto y que ha tenido notables cultivadores. Más allá de su desarrollo histórico, si algo define al hermetismo es su frontal oposición al racionalismo, fundamentalmente sobre la base de dos principios: la complementariedad de los contrarios y las correspondencias entre niveles distintos. Respecto al primero, el hermetismo niega uno de los principios de la lógica como es el principio del tercero excluido, según el cual, ante dos enunciados contradictorios, uno debe ser verdadero y el otro falso. Para el hermetismo todas las cosas pueden ser verdaderas y falsas al mismo tiempo. De este modo, mientras que para el racionalismo solo es verdad lo que se puede explicar, para el hermetismo solo es verdad lo que no se puede explicar. Respecto al segundo, el pensamiento hermético ve en todo lo observable un signo de la existencia del Uno, o sea, Dios; en consecuencia, hay una correspondencia plena entre el nivel de lo empírico y el nivel de lo espiritual. En este sentido, bastaría con sustituir Dios con el Complot para pasar del hermetismo a las teorías de la conspiración. Como afirmaba Karl Popper (Conjeturas y refutaciones, 1969): “la teoría social de la conspiración […] es una consecuencia de la desaparición de Dios y de la consiguiente pregunta: ¿quién está en su lugar?”
Surge así la impresión de que las interpretaciones herméticas, como las conspiracionistas, navegan como El barco ebrio de Rimbaud sobre un mar de los datos. Y hay quien podría argüir que nada hay más lejos de las aguas de la tradición científica. Y, sin embargo, la ciencia nació del fecundo diálogo entre el hermetismo y sus descendientes directos y afines: la alquimia y el gnosticismo. Como recuerda Eco (Los límites de la interpretación, 1990), la vía hermética sugería que el orden del universo descrito por el racionalismo podía ser subvertido y que era posible descubrir nuevas conexiones y relaciones que permitieran actuar sobre la naturaleza y cambiar su curso. No en vano, algunas teorías científicas contemporáneas recurren al hermetismo. De hecho, importantes figuras de la historia de la ciencia, como Isaac Newton (James Gleick, Isaac Newton, 2003) y Gottfried Leibniz (Frances A. Yates, El arte de la memoria, 1966), recuperaron las tradiciones hermética y alquímica con el afán de encontrar un orden universal. Ahora bien, esta aspiración se hacía encajar con la visión conceptual y jerárquica del pensamiento racionalista.
La epistemología de los Big Data sigue esta vía hermética, aunque corriendo el riesgo de caer bajo el dominio de ese “demonio de la semejanza” que, a fin de cuentas, comparte con el pensamiento conspiracionista. El dataísmo nos dice que el universo no es más que datos, de modo que todo es susceptible de correlacionarse y combinarse con todo (el sueño de Leibniz hecho realidad…). En resumen, todo es semejante entre sí desde el mismo momento en que el mundo es conglomerado de datos.
De modo similar, las teorías de la conspiración correlacionan y combinan nombres propios y hechos concretos en un bricolage intelectual, suspendiendo toda regla del pensamiento abstracto. Aplicadas a la historia, las categorías establecen criterios para diferenciar periodos históricos, zonas geográficas, instituciones, clases sociales, etc. Todas estas categorías y sus diferencias son sepultadas bajo una miríada de datos concretos. Estas operaciones son análogas a las del pensamiento mítico que trabaja con unidades tomadas de las lenguas; tales unidades son, entre otros, elementos lexicales que ya poseen un sentido que constriñe y limita la libertad de maniobra. Como mostraba Lévi-Strauss, quien construye mitos dispone ya de un repertorio con ciertas significaciones previamente establecidas. Hoy el repertorio del mitógrafo se ha transformado en el repertorio inmenso de la red, que hace las delicias del conspiranoico.
¿Quién teme a la Web?
En una entrevista (“Le demon du soupçon”, revista L’Histoire, 1985), Marcel Gauchet señalaba que el pensamiento conspiracionista corresponde a un momento histórico en que el poder ha dejado de crear fantasías a propósito de la sociedad y es ahora la sociedad la que fantasea sobre el poder. En otras palabras, es la sociedad la que fantasea mediante narraciones sobre un dominio oculto detrás de los poderes políticos. A partir de la última década del siglo XX, la manía conspiracionista se ha difundido como la pólvora con el desarrollo de la Web. El fin de siglo y la llegada del tercer milenio han favorecido el apogeo de teorías pulp de la conspiración, que, según el periodista estadounidense Michael Kelly (“The Road to Paranoia”, en The New Yorker, 1995), pueden considerarse una fusion paranoia que sintetiza géneros populares y todo tipo de miedos socialmente extendidos. En las últimas dos décadas se ha reafirmado una cultura de la conspiración sustentada en una lógica de bricolage trash. En palabras del politólogo americano Michael Barkun (A Culture of Conspiracy: Apocalyptic Visions in Contemporary America, 2003), la paranoia de la conspiración encuentra su fuente de alimentación en el “vertedero cultural” de la World Wide Web, donde podemos encontrar todo tipo de teosofías, alquimias y astrologías.
Las teorías de la conspiración son relatos con extrañas ramificaciones y con un monstruoso polimorfismo, que construyen una explicación simplificadora y holística de todos los hechos históricamente vividos.
Otro historiador, Roberto Valle, considera que el pasmoso auge de las teorías de la conspiración puede explicarse por el desarrollo de la tecnología, que, según Walter Benjamin, es la causa de una inédita y bárbara “pobreza de la experiencia”. Según Benjamin, el humano contemporáneo siente una fatal atracción por las fantasmagorías y las imágenes falsas e idólatras de la realidad que lo transportan a un mundo de oropeles y de espectros. Mediante el fetichismo de las mercancías y del dinero, las fantasmagorías amplifican su atractivo y, en pleno paroxismo de la producción de simulacros, la sociedad contemporánea se orienta hacia una irrefrenable “reproducibilidad técnica de los complots”.
Según Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier (Big Data. La revolución de los datos masivos, 2013), el uso de la totalidad de los datos hace posible advertir conexiones y detalles que, de otro modo, quedan ocultos en la vastedad de la información. Sin embargo, lo que ellos no advierten es que, ante la totalidad de los datos, el número de conexiones posibles se multiplica vertiginosamente, lo que hace que estemos cada vez más expuestos a correlaciones aberrantes o correlaciones vudú, como las que proponen las teorías de la conspiración. Lo que, en mi opinión, pone en crisis la epistemología de los datos es nuestra creciente incompetencia a la hora de seleccionarlos.
La hipertrofia informativa de la Web requiere mayor responsabilidad y competencia por nuestra parte a la hora de seleccionar los datos
La cuestión de fondo no es la de indicar las limitaciones de la perspectiva dataísta, sino la de subrayar la necesidad de acrecentar las competencias de los usuarios con el fin de evitar posibles aberraciones en nuestra interpretación de los datos. Ahora que comienza a discutirse la próxima ley de educación, urge incorporar adecuadamente los problemas que la accesibilidad a los datos produce en nosotros, el homo usuarius. Nuestra formación es la que nos permitirá gestionar mejor los datos, localizar sus pertinencias y su corrección y no caer víctimas de su exceso.
La difusión de las teorías de la conspiración no es un mal exclusivo de la tecnología, sino también de nuestros déficits educativos. Es cierto que hasta hoy los soportes del saber, el pergamino y el libro, siempre seleccionaban la información necesaria y valiosa para la cultura de cada momento histórico. La Web no. La Web almacena como un Nemo histérico. Hay quien sostiene hoy que nuestras funciones cognitivas serán asumidas totalmente por la Web, que nosotros, humanos, no necesitamos más que disfrutar de la gran cosecha tecnológica de la Humanidad. Yo sostengo lo contrario: la hipertrofia informativa de la Web requiere mayores responsabilidad y competencia por nuestra parte.
Se ha producido una pérdida del equilibrio entre la “ciencia de lo concreto” y la “ciencia de lo abstracto” que debería reinstaurarse mediante una formación que recupere ciertas capacidades abstractas. De lo contrario, estaremos condenados al monopolio de la lógica combinatoria. No nos valen ya nuevos algoritmos aplicados a la red, sino una perspectiva contraria, que recuerde que quien activa los datos es el usuario. Necesitamos descartar. Saber es saber descartar.
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Rayco González es miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC) y profesor de la Universidad de Burgos. Actualmente es investigador del proyecto I+D Figuras del destinatario en los textos contemporáneos de no-ficción: lector, observador, espectador.
Un miedo conocido aunque impreciso
Retrocedamos un momento en el tiempo hasta la mitad del siglo XIX, en concreto hasta el cementerio judío de Praga. Es medianoche. La densa oscuridad hace casi indistinguible la maraña de tumbas. Varias sombras entran furtivamente ocultas tras sus capas y...
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Rayco González
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