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Red
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Jorge Lozano. In memoriam.
El enigma de las clasificaciones
Hace poco, un amigo me escribió un mensaje preguntándome por el nombre de un bar al que solía llevarle, agregando que esperaba que no hubiese cerrado porque era digno de la novela El Péndulo de Foucault (1988) de Umberto Eco. Se trataba de Begin The Beguine, en el conocido barrio de Las Letras. El misterio se debía tanto a los objetos mismos que se acumulaban de manera destartalada como a la manera inconexa, caótica y embrollada en que estaban dispuestos. La normalidad se suspendía, convirtiéndonos en lejanos viajeros que observan su lugar de procedencia con ojos nuevos.
El caos tiene la peculiaridad de resistirse al sentido. Su impenetrable disposición genera misterio y nos impele a buscar un orden oculto que, funcionando como explicación, le dé sentido. Aquella inevitable sensación de un enigma indescifrable es lo que, probablemente, hizo que mi amigo imaginara reuniones de francmasones, de espías y de conspiradores.
Ahora bien, el caos también depende del punto de vista, que no es solo una posición topológica, sino también de relación del orden de nuestra propia perspectiva cultural sobre el mundo. Esto se refiere a todos aquellos modelos que han dado una forma concreta a nuestras conexiones entre términos y conceptos con los que cada cultura sustenta un orden propio y que, en consecuencia, constriñe a unas culturas a considerar, por ejemplo, ‘gato’ como un término referido a “animal doméstico”, mientras que para otras el gato es un “animal sagrado” y, aún para otras, un “animal comestible”.
A partir de sus propias conexiones, cada cultura organiza una propia red de significados y, también, de comportamientos y rituales que crean un ambiente ordenado y coherente, desde el cual pensamos el mundo colectiva e individualmente. En realidad, los significados que atribuimos al mundo constituyen una especie de acuerdo tácito que se solidifica con la repetición –el aprendizaje de las lenguas y los lenguajes culturales que dan la base a nuestros hábitos culturales– y que, por supuesto, también está sometido a cambios y mutaciones.
Por eso mismo el misterio entorpece nuestro trabajo de interpretación del mundo, convirtiéndose en uno de los motores del conocimiento. El misterio es una inquietud inicial que despierta nuestra curiosidad y nos mueve a poner orden. Lo encontramos, por ejemplo, en el personaje de Pierre Aronnax en la novela de Julio Verne Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), cuando se enfrenta a la abigarrada colección de objetos de su anfitrión subacuático, el Capitán Nemo. Aronnax aplica su mentalidad científica para poner orden, distinguiendo las obras artísticas entre períodos históricos, diferenciando las rarezas naturales expuestas en toda clase de filos o divisiones científicas… Una pulsión de coleccionista informaba tanto el acopio de Nemo como el de aquel misterioso Begin The Beguine. En cambio, Aronnax representa la mentalidad científica, que aplica rigurosamente sus conocimientos allí donde el mundo se presenta caótico.
Si tuviera que elegir una representación visual imaginaria del World Wide Web, no dudaría en elegir las colecciones de Nemo y de Begin The Beguine. A muchos podrá resultar sorprendente esta analogía, por lo que intentaré explicarme. La Web es una memoria, en forma de red, que registra todo tipo de conocimientos, más allá de su valor verdadero o falso, anecdótico o crucial, cierto o incierto. A priori, cualquier cosa cabe en la red. Pero esta cualidad ha despertado una gran inquietud con los acontecimientos recientes como la difusión de teorías de la conspiración y de las, así llamadas, fake news. Estas preocupaciones han llevado a pensar en nuevos algoritmos que doten a la red de una capacidad propia para discernir aquellos datos correctos entre el océano de datos disponibles. La ciencia nos ha otorgado un espacio, la Web, que funciona como una gran enciclopedia del mundo, se nos dice. Pero, ¿es esto completamente cierto?
La enciclopedia es no solo la encarnación material de una memoria colectiva, sino el modo lógico en que cada cultura codifica sus propios conocimientos adquiridos a lo largo de la historia. No es casual que el semiólogo Umberto Eco utilizase el término “enciclopedia” como concepto técnico, profundizando en él a lo largo de toda su obra. Enciclopedia es el término genérico para los modos posibles (los códigos) en que cualquier sociedad organiza su universos de sentido, dándonos un orden a las cosas.
El orden de las cosas
En el prólogo de Cultura y semiótica (2009), Jorge Lozano recuerda la estrecha relación entre listas, enciclopedias y laberintos, por un lado, y el concepto de enciclopedia en la obra de Eco, que, a la sazón, “es el único medio con que podemos dar razón, no solo del funcionamiento de cualquier sistema semiótico, sino también de la vida de una cultura como sistema de sistemas interconectados”. Como una suerte de matrioshka o de caja china, la cultura, como memoria externa o materializada en textos que pasan de generación en generación, aparece codificada mediante conexiones enciclopédicas. Estas conexiones obedecen a una lógica, es decir, un orden determinado.
La World Wide Web es la gran enciclopedia de nuestros días, aunque posee notables diferencias con las enciclopedias del pasado. Para empezar porque las categorías abstractas parecen haber desaparecido. En la crítica kantiana, las categorías son los conceptos que hacen posible el conocimiento de nuestra experiencia. Las categorías son, en última instancia, abstracciones que agrupan términos y fenómenos concretos bajo un mismo paraguas, permitiendo así que podamos clasificar nuestros conocimientos en áreas distintas y coherentes. O, dicho de otro modo, las categorías cumplen la función de pasar de lo sensible a lo inteligible. Por ejemplo, la categoría enciclopédica “ciencia” incluye otras categorías como “biología”, “física”, “química”, “antropología”, “sociología”, etc. Dentro de estas categorías se incluyen otras categorías y otros términos conectados entre sí y que, a menudo, poseen definiciones distintas para cierta terminología compartida. Esta idea de estructurar el conjunto de conocimientos en forma ‘diccionarial’ tuvo su origen del modelo usado por Porfirio (232-304 d.C.) en su obra Isagoge. El llamado árbol de Porfirio aspiraba a ser un conjunto jerárquico y limitado de géneros y especies, a partir de solo diez categorías. Pese a que no se sabe con claridad a quién debemos originalmente la estructura de definiciones organizadas jerárquicamente, sí parece razonable colocar a Porfirio en un lugar privilegiado, desde donde se desarrollaron las enciclopedias medievales y renacentistas, el índice categórico de Emanuele Tesauro, la Encyclopédie Française y los nuevos modelos enciclopédicos posteriores (Umberto Eco, Del árbol al laberinto, 2007).
Sin embargo, este no ha sido ni mucho menos el único modelo. Los relatos míticos, con sus cosmogonías, eran un modo distinto de coordinar estas relaciones entre los saberes de culturas ancestrales. La Odisea posee claramente una vena enciclopédica. Claude Lévi-Strauss mostró en sus extensas Mitológicas el modo en que los mitos tejen una red de conceptos e ideas interconectados entre sí, organizando nuestra experiencia sensible. La diferencia es que el modelo porfiriano organiza el saber jerárquicamente, mientras que los mitos construyen una red de correlaciones.
Mientras las enciclopedias nos decían qué debemos recordar y qué olvidar, ahora la red nos da acceso a una memoria aparentemente ilimitada
En este sentido, la duda que surge es si la Web no representa la irrupción de una nueva lógica enciclopédica. La red ha venido a sustituir el modelo porfiriano de las enciclopedias, pero mientras las enciclopedias nos decían qué debemos recordar y qué olvidar, ahora la red nos da acceso a una memoria aparentemente ilimitada y ordenada por una red conceptual intrincada y laberíntica.
Y si esta lógica tiene algo de novedoso, ¿cuáles son sus características distintivas? Autores como Byung Chul-Han (Psicopolítica, 2014) y Yuval Noah Harari (Homo Deus: breve historia del mañana, 2016) han utilizado el término “dataísmo”, inicialmente acuñado por el periodista de The New York Times David Brooks, para referirse a la ideología dominante en nuestro presente. El vocablo proviene, en realidad, de un proceso de lexicalización, es decir, de una transformación lingüística que hace que una forma gramatical adquiera la dignidad de lexema. En este caso, la forma gramatical latina datum, correspondiente al participio pasado de dare y que se traduciría como “lo dado”, ha adquirido rango de sustantivo. Los datos pueden ser definidos, de manera general, como unidades de información obtenidas mediante la observación directa, que suelen denominarse raw data en inglés, es decir, “datos brutos”. Solo su procesado hace que estas unidades de información puedan ser interpretadas desde una teoría o un área del conocimiento. Se puede decir, por tanto, que, en una escala que fuera de lo más concreto a lo más abstracto, encontramos primero los datos –ligados a los fenómenos y hechos concretos– y, en el lado opuesto, el conocimiento, que agrupa el conjunto de las experiencias.
La humanidad ha construido continuamente sus sistemas de saber a partir de “lo dado”. Los modos de interpretar lo dado han seguido un camino tortuoso y siempre cambiante. Hoy asistimos a algo excepcional fundamentalmente por dos razones. La primera es el volumen de los datos que hoy somos capaces de recolectar y almacenar. Los datos están por todas partes y se acumulan en cantidades vertiginosas, generando a menudo un efecto de “desinformación” o de ruido precisamente por su desorbitado exceso. La segunda razón es que los datos, en su conjunto, constituyen la base de todo tipo de decisiones: los datos subyacen a los protocolos de la salud pública y la práctica médica, sustentan las estrategias de inversión y los instrumentos derivados del capital financiero, informan sobre nuestros saberes a propósito del universo y nos alertan sobre los cambios climáticos, etcétera.
Con el término “dataísmo” se señala una mentalidad que toma a los datos como elementos neutrales, autónomos y objetivos. Olvidamos que los datos no existen sin mas, hay que generarlos
Con el término “dataísmo”, por tanto, se señala una mentalidad que toma a los datos como elementos neutrales, autónomos y objetivos. Es más, se asume que los datos son anteriores a los hechos, como si fueran el punto de partida de todo, lo que conduce, en definitiva, a la suposición inadvertida de que los datos son evidentes por sí mismos. Con ello olvidamos que, como afirma Lev Manovich (El lenguaje de los nuevos medios, 2001), “los datos no existen sin más”, sino que hay que generarlos. Los datos se “recogen”, “compilan”, “almacenan”, “procesan” e “interpretan”, en una secuencia que parece clara e incontrovertible. Sin embargo, aquello que “recolectamos” como dato está determinado por el modo en que están codificados nuestros saberes culturales. De algún modo, se podría sostener que cierta forma de interpretación debe preceder siempre a la obtención de los datos. Y, según autores como Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier (Big Data. La revolución de los datos masivos, 2013), la nueva forma de interpretar los datos obedece al criterio de correlación, sobre la que se yergue la llamada “nueva epistemología de los Big Data”. Además, como señala Sabina Leonelli (La ricerca scientifica nell’era dei Big Data, 2018), se olvida muy a menudo que los datos se transforman tanto en su plano de expresión como en su contenido, merced a su capacidad para ser interpretados en marcos distintos.
No me interesa posicionarme ni con los apocalípticos anti-dataístas, como Harari y Han, ni con los utópicos pro-dataístas, como Mayer-Schönberger y Cukier, sino detectar qué lógica sigue esta nueva “epistemología de los Big Data” y qué relación mantiene con lo que el inventor de la World Wide Web Tim Berners-Lee, en su última carta abierta que publicó la Fundación Web en 2021, denomina “disfuncionalidades” de la red, y entre las que se encuentran las teorías de la conspiración, las fake news, los alternative facts y otros tipos de “estafas”.
Lógicas de la Web
Antes de continuar, permítaseme subrayar algo importante. Cuando hablamos de lógica, en general en las ciencias sociales, hablamos de un determinado orden que subyace a nuestros hábitos culturales. En otras palabras, mediante unos hábitos las culturas nos programan o nos acostumbran a pensar el mundo de cierta(s) forma(s).
Cuando Lévi-Strauss escribió El pensamiento salvaje en 1962, su gran obsesión era desterrar una tradición académica hegemónica, marcada por la obra de Lucien Lévy-Bruhl El alma primitiva (1927), donde se consideraba el pensamiento mítico como la pervivencia de una ‘fase pre-lógica’ o ‘pre-científica’ de la humanidad. En clara oposición, Lévi-Strauss mostró que el pensamiento mitológico posee una articulación tan sólida como la de la ciencia, aunque sus respectivos resultados teóricos y prácticos no sean comparables. Como él afirmaba, los mitos son bons à penser, “buenos para pensar”.
Siempre según Lévi-Strauss, nuestra vida mental obedece a dos modos globales de conocimiento que conviven constantemente bajo formas variables en cada cultura. El primero de estos modos, que Lévi-Strauss llama “ciencia de lo concreto”, es característico de las culturas mitológicas y está ligado a la percepción y a la imaginación; y el segundo, desfasado respecto a nuestra experiencia sensorial directa y que él denomina “ciencia de lo abstracto”, caracteriza lo que comúnmente llamamos el conocimiento científico.
Lévi-Strauss propone dos figuras como tipos ideales de estos dos modos globales de conocimiento. La primera de ellas es el bricolador, que encarna la “lógica de lo concreto” y utiliza medios improvisados en función de la heterogeneidad de materiales a su disposición. Y añade Lévi-Strauss: “Lo propio del pensamiento mítico es expresar con la ayuda de un repertorio cuya composición es heterogénea y que, aunque extenso, no deja de ser limitado; sin embargo, debe utilizarlo, sea cual sea la tarea que se le asigne, porque no tiene otra cosa a mano. Aparece, pues, como una especie de bricolage intelectual”. La segunda de estas figuras es el ingeniero, cuyos conocimientos están basados, en mayor medida, en teorías generales que son el resultado de las “ciencias de lo abstracto”.
El bricolador opta por una estrategia epistemológica que le permite unir fragmentos o piezas concretas entre sí, estructurando así el campo aparentemente caótico de la experiencia. En definitiva, el bricolador trabaja con signos concretos, mientras que el ingeniero trabaja con conceptos. El concepto funciona como un aglutinante que reúne elementos dispares según una lógica clasificatoria, mientras que el bricolador relaciona materiales disponibles, reorganizando el conjunto mediante la unión concreta de signos o de datos.
En la obra de Lévi-Strauss aparecen ejemplos de periodos históricos muy distintos de ambos modos de conocimiento, lo que pone de manifiesto que sus formas de manifestación varían de cultura en cultura, pero ambos están presentes perennemente. No dudo de que el propio Lévi-Strauss habría aceptado que incluyéramos en su lista el dataísmo dentro de la “ciencia de lo concreto”. Hoy poseemos datos con los que pensar el mundo. La lógica con la que los combinamos es la correlación: una vez traducidas en la categoría total de los “datos”, las cosas pueden correlacionarse entre sí sin límites, al menos aparentemente.
Sin embargo, esta mentalidad conlleva riesgos evidentes. Pongamos un par de ejemplos al respecto. Hay una web especializada llamada Strange Correlation, que colecciona y analiza lo que los expertos llaman correlaciones vudú, resultado de una curiosa alquimia de los datos que parece dominar la red. Una de ellas, por ejemplo, relaciona el gasto anual en ciencia en Estados Unidos con el número de suicidios por estrangulamiento y asfixia: por cada dólar extra que Estados Unidos gasta, se suicida una persona. En un experimento de Inteligencia Artificial, unos investigadores preguntaron a una computadora cómo se podría eliminar el cáncer, a lo que la máquina respondió: “eliminad la especie humana”. Ambos ejemplos me sirven para introducir un problema fundamental en nuestros días: la altísima y misteriosa difusión hodierna de teorías de la conspiración, cuyo último episodio tuvo lugar con el asalto al Capitolio por los sostenedores de la teoría QAnon. Estas llamadas “teorías” están construidas siguiendo la misma lógica de lo concreto que he descrito en estas líneas… pero esto lo dejaré para la siguiente entrega.
Continuaré…
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Rayco González es miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC) y profesor de la Universidad de Burgos. Actualmente es investigador del proyecto I+D Figuras del destinatario en los textos contemporáneos de no-ficción: lector, observador, espectador.
Jorge Lozano. In memoriam.
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Rayco González
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