educación
El legado de cuatro maestras republicanas que el franquismo no pudo borrar
María Moliner, Carmen Conde, Antonia Maymon y María Maroto, denostadas por no encajar en la base ideológica del régimen, que establecía por imposición legislativa que la producción debía ser para ellos y la reproducción, para ellas
Loreto Mármol 14/04/2021
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En el primer tercio del siglo pasado, un ejército de mujeres invisibles tomaron partido en las instituciones educativas convirtiendo en profesión lo que hasta entonces se les había asignado de forma natural e intrínseca a su género. Traspasaron barreras. Infatigables, con determinación y entrega, independientemente de los avatares políticos que les tocó vivir. Fueron referentes, pero también menospreciadas por el franquismo. Debían encajar en la base ideológica del régimen, que establecía por imposición legislativa que la producción debía ser para ellos y la reproducción, para ellas. Las maestras desaparecieron de las imágenes históricas más allá de los ejercicios de la Sección Femenina. Supieron vivir con la discreción de los héroes anónimos. Admirables por el talento de quien realiza labores de gran calado social desde el ostracismo.
María Moliner (Paniza, 1900 - Madrid, 1981) es una de esas pioneras universitarias que ejercen, además, una profesión. No es una mujer convencional. Desde muy joven sabe que para seguir formándose y frecuentar círculos culturales necesita una fuente de ingresos que le proporcione autonomía.
Tras una primera estancia breve en el Archivo Histórico de Simancas, ejerce como archivera de la Delegación de Hacienda de Murcia, trabajo que compagina dando clases particulares. La prensa local de 1924 recoge varios anuncios en los que ofrece sus servicios como profesora particular de bachillerato y preparatorio de Derecho. Ese mismo año es la primera mujer en ocupar un puesto docente en la Universidad de Murcia, diez años después de que este centro comenzara su andadura. La Facultad de Filosofía y Letras le daba la bienvenida haciendo mención expresa a la que sería “representante del elemento femenino por primera vez”.
En 1929, Moliner se traslada a Valencia, donde alterna su empleo en los archivos de la Delegación de Hacienda con la experimentación de prácticas educativas innovadoras bajo los principios de la Institución Libre de Enseñanza, que guiarán toda su trayectoria, y “une su vocación de bibliotecaria con la labor de difundir la cultura”, precisa su biógrafa, la escritora y periodista Inmaculada de la Fuente.
Con la idea de que la educación es un vehículo de transformación social, intelectuales, pensadores y artistas se aglutinan en torno a un amplio programa de reformas que la proclamación de la República, en 1931, pone en marcha para reducir la alta tasa de analfabetismo que impera en el país. Moliner, comprometida con el fomento de la lectura, dedica sus esfuerzos a organizar una red de 105 bibliotecas rurales que están dotadas por un fondo mínimo de cien libros que ella misma selecciona y manda con sus fichas a las escuelas de los pueblos más pequeños. “Cualquier libro, en cualquier lugar, para cualquier persona”, diría.
En esa época se consolidan las Misiones Pedagógicas como organismo para esparcir la cultura por cada rincón con métodos avanzados y alternativos. En la tarea también se vuelca la escritora Carmen Conde (Cartagena, 1907 - Madrid, 1996), que funda en 1932 la Universidad Popular de Cartagena, con el objetivo de llevar la formación a todas las clases sociales.
Carmen Conde explica músicas y cantos populares durante las Misiones Pedagógicas en Murcia, 15 de marzo de 1935. Patronato Carmen Conde - Antonio Oliver.
Moliner escribe un plan de bibliotecas del Estado, que se publica en 1939 sin nombre de autor, un documento de gestión vanguardista que alcanza reconocimiento internacional y que muchos siguen considerándolo el mejor proyecto bibliotecario diseñado hasta la actualidad. Sin embargo, la victoria de las tropas de Franco en la guerra civil trunca de raíz estos avances. Supone la depuración y la represión para aquellas misioneras culturales. No se prueba conducta política ni afiliación a partido alguno, pero basta que el Gobierno republicano le hubiera dado cargos de responsabilidad para que a Moliner la acusaran de formar parte de un grupo de “rojos”.
Es cesada fulminantemente en su actividad pública y degradada en 18 escalas administrativas –no sería rehabilitada hasta 1958–. “Su magnífica actividad en la gestión bibliotecaria será a partir de ese momento un capítulo cerrado para siempre”, advierte De la Fuente. El régimen franquista impone un reduccionismo laboral humillante y un ejercicio cotidiano de contención de la libertad de expresión. Un exilio interior que no solo implica esconderse y callarse, sino también convivir en un medio hostil.
La posguerra
El silencio hizo a estas mujeres invisibles. “Guardaré mi voz en un pozo de lumbre”, escribe Conde, sobre la que desde 1940 pesa una orden de detención e ingreso en prisión. Pese a estar señalada, como una de esas hogueras crepitantes, nunca renuncia a sus versos, a flor de piel, ardientes y rebeldes a toda norma, que reflejan un vínculo con la tierra y su mundo mediterráneo, cargados de intensidad y figuras literarias.
Carmen Conde con sus alumnos en una escuela de párvulos de Cartagena, 8 de enero de 1934. Patronato Carmen Conde - Antonio Oliver.
Los años 40, 50 y 60 son para ella muy productivos literariamente. A veces utiliza seudónimos y saca a flote un fondo soterrado por la posguerra. “Por su personalidad complicada y fuerte, sobrepasa todos los muros impuestos a las mujeres y se sobrepone al franquismo”, indica Fran Garcerá, doctor en Estudios Hispánicos y especialista en la autora. Según el investigador, cuando se habla del páramo literario que hubo en esta época se suele mencionar Sombra del paraíso (1944), de Vicente Aleixandre, o Los hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso, pero nunca se habla de Mujer sin Edén (1947), que está a la altura: “Hay un montón de autoras que lo leen y se lanzan a revisar la historia y a reivindicar que ellas no habían nacido a partir de la costilla de nadie. Eso, en plena posguerra, era revolucionario”.
Además, teje redes de apoyo y colaboración con otras autoras, a las que anima a que salgan del lugar relegado del hogar y sigan escribiendo. “Crea espacios de sororidad”, explica Garcerá, y se encarga de que se lea a las poetas –publica en 1954 una antología de poesía femenina–, continuando la genealogía literaria que se había cortado. No obstante, han tenido que pasar más de 80 años para que su obra más crítica haya visto la luz. Garcerá acaba de publicar En pie la llama, una antología que incluye nueve poemas inéditos que rememoran la contienda: “No habrían pasado el filtro de la censura franquista, ya que son mucho más directos que otros en los que se muestra algo más lírica”. Porque la guerra hace su poesía más descarnada. Se aprecia una evolución desde la ingenuidad de su primer libro Brocal (1929) a la mordacidad de Mientras los hombres mueren (1953).
También ha permanecido inédita hasta hace poco Oíd a la vida. Auto civil contra la guerra, donde fusiona lo alegórico con lo militante y social ante la violencia fratricida del conflicto que vivió en Murcia, ciudad de retaguardia, mostrando su compromiso ante la injusticia. Es “una obra que ella no quiso, o quizá no pudo, publicar en vida, sin duda por las implicaciones políticas que contiene”, sostiene Francisco Javier Díez de Revenga, catedrático emérito de la Universidad de Murcia.
María Moliner inicia en la posguerra la confección de su diccionario de uso del español.
Moliner se traslada a Madrid en 1946 y asume un nuevo puesto en la Biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales, donde presta servicio hasta su jubilación, 24 años más tarde. En ese destino, “sin proyección profesional, se limita a desempeñar un trabajo rutinario y monótono”, señala la biógrafa. Pero no se rinde. Se vuelca sin descanso en un trabajo paciente y tenaz de más de 15 años. Escribe, a lápiz, el Diccionario de uso del español, que pasó a la historia hace más de medio siglo. Aún es el más consultado y un referente por su originalidad. En palabras del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, “hizo una proeza: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana, dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y –a mi juicio– más de dos veces mejor”.
Disputa en calidad al de la propia RAE y se pone a la altura de sus miembros, que en 1972 rechazan su candidatura para ocupar un sillón por ser mujer. Una vez más, en el país de Santa Teresa, Carolina Coronado, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y Concha Espina, se deja huérfana de representación femenina la institución que aspira a ser el estamento literario español.
Conde en el acto de su ingreso en la Real Academia Española, 28 de enero de 1979. Patronato Carmen Conde - Antonio Oliver.
Se funda en 1713, pero hasta 1978 no ingresa como miembro de la academia ninguna mujer. Conde, a sus 71 años, lo considera una victoria para las grandes escritoras ya desaparecidas: “Permitid que manifieste mi homenaje de admiración y respeto a sus obras. Vuestra noble decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria”, dice al inicio de su discurso. Anota sobre las otras dos aspirantes: “Rosa Chacel, Carmen Guirado y yo, exilio voluntario y 40 años de aguante con dignidad y valor y obra”. A 25 años de su muerte, la escritora cartagenera “ha sido injustamente tratada”, opina Garcerá. Pese a su ingente trabajo –35 libros de poesía, además de novelas, ensayos, teatro y biografías–, no se estudia como una más de la Generación del 27.
Antonio Botías, cronista de la ciudad de Murcia, con la intención de recordarla, ha publicado Murcianas de dinamita, en el que desempolva las “trayectorias magníficas” de otras 149 mujeres, como María Maroto (Madrid, 1878-Murcia, 1966), maestra de maestras que “imaginó la escuela moderna”, define el autor.
Comedor de la escuela que dirigía María Maroto en Murcia.
Ya en 1909 se muestra “convencida de que el porvenir de España depende de la mujer”, con una visión novedosa sobre el lugar que debía ocupar en la sociedad. Al concluir la guerra, la cesan como directora de la Escuela Aneja Femenina, puesto que recupera en 1941 una vez que se resuelve su expediente de depuración.
A Antonia Maymón (Madrid, 1881-Murcia, 1959), que concilia su trabajo como profesora con su activismo político, la torturan y detienen en la pedanía murciana de Beniaján, donde había fijado su residencia. La condenan a muerte y la encarcelan hasta 1944. La vuelven a apresar dos años más tarde, y permanece encerrada cerca de un año, según consta en el archivo de la Fundación Anselmo Lorenzo, que toma como referencia la Enciclopedia histórica del anarquismo ibérico.
Antonia Maymón rodeada por un grupo de alumnos.
Desempeña una intensa labor social entre los más necesitados y funda un ateneo cultural como lugar de encuentro para la educación política y académica de adultos. Crea una escuela propia en su casa en base a los principios racionalistas que la habían guiado desde principios de siglo: una educación laica, integral, racional, mixta y libertaria. En defensa de este revolucionario proyecto educativo, que se toparía con numerosos detractores, Maymón escribiría varios ensayos de forma ininterrumpida entre 1907 y 1939.
En ellos promulga un ideal de justicia e igualdad –sin distinciones de clases sociales ni sexos desde la infancia–, “apoyada en la verdad y la razón, dos fuerzas capaces de contrarrestar el fanatismo y la tiranía más absoluta”, y basándose en la libertad de pensamiento frente al adoctrinamiento, el dogma y todo prejuicio heredado.
Se compromete especialmente con la educación de las mujeres, que en los cuentos aparecen “transformadas en princesas y los hombres en millonarios o herederos de reinos”, y critica el uso de corsés, zapatos incómodos y productos químicos que entorpecen el libre movimiento e impiden la actividad física. Se convierte en la máxima impulsora del movimiento naturista.
La cárcel le costaría la salud, pero seguiría dando clases particulares. Nunca abandonaría su oficio ni sus convicciones, pese a la vigilancia política a la que seguía sometida y que dejaría en la más absoluta miseria a la que había luchado toda su vida para que a nadie le faltara lo necesario, para desterrar la mendicidad, relegando al olvido “esa palabra hipócrita y embustera que se llama caridad para sustituirla por solidaridad”.
De ella se conserva una fotografía de una de aquellas clases con niños alrededor de una maestra que, incluso después de una guerra atroz y las duras represalias, dedicaba palabras de solidaridad y armonía entre los pueblos. Una maestra que consiguió que su enseñanza continuara después de su muerte: “Y al despedirte de la vida, lanza al espacio un beso de amor que vibre y repercuta por todos los ámbitos de la tierra”, dejó escrito.
En el primer tercio del siglo pasado, un ejército de mujeres invisibles tomaron partido en las instituciones educativas convirtiendo en profesión lo que hasta entonces se les había asignado de forma natural e intrínseca a su género. Traspasaron barreras. Infatigables, con determinación y entrega,...
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