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Me veo absolutamente incapaz de escribir un obituario de Battiato en un sentido clásico. Nació en Riposto, en la provincia de Catania bla, bla, bla. Realmente, como siempre que muere un músico al que he admirado (y a este lo he admirado mucho, mucho), siento el vértigo de que no sé de él más que lo que me ha dejado saber gracias a sus canciones, que además, no son todas, nunca son todas. Nunca has escuchado todas las canciones de un músico, salvo en esos exiguos casos de músicos que escribieron realmente muy pocas canciones. Este no es el caso. Lo único que puedo hacer, entonces, es una cartografía personal a través de las marcas que dejaron en mí algunas de ellas.
La primera vez que tomé plena conciencia de una canción suya yo aún no era músico, ni estaba cerca de serlo. Era un crío escuchando un doble cedé que habían comprado mis padres: una antología de cantautores. Es curioso cómo la versatilidad de Battiato, capaz de ser un superventas, participar en Eurovisión, ser imitado por Martes y Trece en un especial de Noche Vieja y, a su vez, ser un músico de culto, insondable en los misterios que escondían sus letras, poéticas y cómicas, extrañas, eruditas e inconfundibles, permitía este tipo de sucesos mágicos: entre Sabina y Serrat, yo quedé completamente hechizado por una canción en italiano que decía (me la sé de memoria desde entonces): Una vecchia bretone / con un cappello e un ombrello di carta di riso e canna di bambù / Capitani coraggiosi / Furbi contrabbandieri macedoni / Gesuiti euclidei / Vestiti come dei bonzi per entrare a corte degli imperatori / Della dinastia dei Ming…
¿Qué era aquella sucesión de imágenes, aquel viaje en el tiempo y el espacio? ¿Qué era lo que reclamaba aquel cantautor? ¿Qué denunciaba, a qué apelaba, qué encerraba aquel sintomático misterio? Esta canción era Centro di gravità permanente, claro. Y ese título quedó en mí para siempre, como el modo de nombrar una parte de mi vida, la de una posición ética respecto al malestar humano, un centro que se busca y no se encuentra. Es la respuesta que doy cuando me preguntan qué ideal político me guía. Respondo, no sin ironía –puesto que sé que es un imposible–, que busco un centro de gravedad permanente, como Kant buscaba una paz perpetua.
Igual que el deseo humano, que es esencialmente imposible de satisfacer, la búsqueda de este centro gravitatorio perpetuamente estable (el motor inmóvil, el punto omega, diría un viejo amigo) se presenta como una eterna asíntota respecto a la existencia humana. Lo cierto es que funciona como quimera. También como ideal político, si uno sabe que los ideales son, efectivamente, inalcanzables, y aún así, se puede caminar en dirección a ellos. Tal vez (es solo una hipótesis, quién sabe) solo la muerte pueda acercarnos a ese lugar. El lugar de la desintegración de la carne y la conciencia, la paz última de la degradación de la materia.
Esta letra, claro, la escribió mucho antes de decir, en el Parlamento Europeo, que los parlamentarios italianos eran “unas putas capaces de todo”. Realmente, aquel hombre no hablaba de las cosas que yo esperaba de un cantautor, hablaba de otras cosas, pero desde luego, era un autor que no evitaba el posicionamiento político, aunque este no fuera siempre evidente. Y no es que le faltara contundencia cuando apuntaba a dar, como cuando en Bandera Bianca, decía “somos hijos de las estrellas y bisnietos de su majestad el dinero” o “cuántas figuras escuálidas atravesando el país / Qué miserable es la vida bajo el abuso de poder”; pero claro, esas frases las intercalaba con pinceladas de un humor desconcertante, cuando afirmaba en la misma canción que prefería la ensalada a Beethoven y Sinatra, y a Vivaldi la uva pasa, que da más calorías.
Mi obsesión con Battiato no disminuyó con los años, así descubrí que antes de la fantasía de sintetizadores de La voce del padrone (1981) estaba L’era del cinghiale bianco (1979), un disco con ecos de rock progresivo (un estilo que odio particularmente), pero que, al estar más cerca de los primeros Genesis que de Camel, se me hizo accesible y, además, me mostró algunas de mis hoy favoritas, como la inolvidable Il re del mondo, donde cantaba (traduzco de nuevo): “Fuera de sintonía con el ritmo de las plantas / Al sol de los balcones / Y luego silencio, y luego, muy lejos / El trueno de cañones, frío / Y de las radios algunas señales codificadas / Un día en el cielo, fuegos de Bengala / La paz volvió / Pero el Rey del Mundo mantiene nuestros corazones cautivos / En vestidos de completo blanco / Ecos de danzas sufíes / En el metro japonés de hoy día”.
¿Acaso no está ya ahí el Battiato que todos conocemos? Alberga la misma intención que atravesaba su canción más popular, la maravillosa Voglio vederti danzare, en la que distintas culturas y tradiciones se solapaban a través de la danza. Jamás piso un karaoke sin pedir que me la pongan para cantarla, casi siempre con los ojos húmedos. Es una canción que sirve para la celebración ebria y para la escucha más privada. En ella prosigue su búsqueda de aquello que conecta a los seres humanos de todos los lugares y épocas, y no en un sentido new age, sino mediante la poética mirada de quien está dispuesto a dejarse fascinar por los ecos del mundo simbólico que reviste la oscura existencia del hombre. Y ve, en sus manifestaciones culturales más simples como en las más complejas, cómo se produce una milagrosa superposición de varios planos del espacio y el tiempo. Así, los zíngaros del desierto, los derviches que giran sobre su espina dorsal, la vieja música que suena en Radio Tirana y el ritmo obsesivo de los ritos tribales se funden en la esencia misma de la danza, esa cosa inefable que hacemos con el cuerpo desde que el mundo es mundo, cuando nos poseen el ritmo y el sonido; cuando eso que llamamos música empieza a sonar y nos apela y nos concierne.
Más humanista que político quizá, más humano que humanista, sin duda; Battiato nos deja tantas frases inolvidables que sería imposible destacarlas todas. La única vez que lo vi en directo, en 2015, en el Teatro Circo Price, recuerdo haber visto sobre el escenario a un hombre discreto y cansado. Tuve entonces la sensación de que había aprovechado la última –la única– oportunidad de verle interpretar un buen puñado de mis canciones favoritas. Desprendía ese destello singular de bonhomía que hoy, con su ausencia, ya quizá solo pueda encontrar en Nanni Moretti. El mismo que se arrancaba a cantar E ti vengo a cercareen Palombella Rossa (1989): “Debo cambiar el objeto de mis deseos / No te conformes con pequeños placeres cotidianos / y haz como el eremita / Que renuncia a sí mismo…”.
Desde hace unos años, poco sabíamos de Franco Battiato, más allá de que descansaba cerca del Etna, bajo el volcán, como en la novela de Malcom Lowry. Hay pocas cosas que me hagan asociar a Battiato con Geoffrey Firmin, el personaje alcohólico de aquella amarga novela, salvo quizá que, en sus últimos días, ya su memoria borraba las cosas y las mezclaba. En cierto modo, eso hizo siempre en sus canciones.
Escribo este texto antes de irme para el cementerio. Ayer falleció la abuela de mi mujer, una de las andaluzas más graciosas que he conocido y conoceré. Como en las canciones de Battiato, al despedirme de ella es como si me despidiera de nuevo de mis abuelas fallecidas, de todas las abuelas fallecidas de este mundo. Creo que Franco Battiato no creía en el cielo. Yo tampoco, y sin embargo, hoy Saray y yo sonreíamos pensando que Lina iba camino de algún lugar mejor, de la mano de Franco. Luego pienso en la masacre en la franja de Gaza y la idea de un Buen Cielo se explota en mi cabeza como una pompa de jabón. Y así sigo, en búsqueda de un centro de gravedad, en busca de una bandera blanca que ondee a lo lejos.
Pienso que quizá Battiato veía el mundo como un coro de conciencias, como el estruendo fascinante de todas las personas del mundo, vivas y muertas, de todas las culturas del mundo hablando a la vez, a través de los recuerdos, las tradiciones y los símbolos. A través de la alegría, el misterio, la fascinación y el dolor. Quizá sea la pulsión de muerte –eso que empuja a cada cuerpo a su fin– el ansiado centro de gravedad. Afortunadamente, siempre dejamos algo, siempre queda un resto: algo por lo que podamos ser recordados, algún tipo de símbolo que nos sobrevive. Battiato nos dejó una colección de canciones inolvidables (además de películas, documentales y pinturas) que le sobrevivirán. Seguirán, como un eco espectral, como un fuego fatuo azul iridiscente, sonando ahora en una radio en Tirana o en un coche en Málaga camino del tanatorio, en un altavoz de un iphoneo en mi cabeza, ondeando la bandera blanca por la paz imposible del ser humano, ese sueño de repetición que, no por irrealizable, deja de tener su sentido.
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Manuel González Molinier (Málaga, 1982) es médico psiquiatra y psicoanalista. Entre 2009 y 2020 fue también el cantante, letrista y principal compositor del grupo Hazte lapón.
Me veo absolutamente incapaz de escribir un obituario de Battiato en un sentido clásico. Nació en Riposto, en la provincia de Catania bla, bla, bla. Realmente, como siempre que muere un músico al que he admirado (y a este lo he admirado mucho, mucho), siento el vértigo de que no sé de él más que lo que...
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Manuel González Molinier
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