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LECTURA

En busca de Mark Fisher. El chasquido de Thanos

Extracto del prólogo de ‘Las horas bajas’: un falso ensayo del fin de los tiempos escrito por Xandru Fernández

Xandru Fernández 10/06/2021

<p>Thanos con el Guantelete del Infinito.</p>

Thanos con el Guantelete del Infinito.

Marvel studios

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En enero de 2017, el mismo año en que yo dejé de fumar, Mark Fisher se quitó la vida. Su blog, K-Punk, había sido un sitio de referencia para la vanguardia de la crítica cultural, pero su nombre aún no le sonaba de nada al llamado “gran público”. En los años transcurridos desde su suicidio, ese relativo anonimato ha dado paso a una notoriedad también relativa, de esas que llaman “de culto”.

En 2009, en su libro más conocido, Realismo capitalista, Fisher se hacía eco de esta frase atribuida a Fredric Jameson: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La imposibilidad de pensar una alternativa al capitalismo hace del fin del mundo nuestra ilusión más preciada, pero ¿y si la perfección del capitalismo consistiera precisamente en precipitar el apocalipsis? No quiero alarmarles, pero hasta los pronósticos más conservadores indican que se está haciendo muy tarde para pensar en una cosa sin pensar en la otra.

Realismo capitalista es un libro desasosegante. Revela una manera de pensar en la que puedo reconocerme más allá de mis coincidencias o mis discrepancias con las conclusiones a las que llega su autor: un estilo, un cierto pathos, el gusto por emanaciones melódicas que parecen haber sido concebidas a imagen y semejanza de nuestra generación. (Somos contemporáneos: Fisher nació en 1968, yo en 1970.) Eso no significa que toda nuestra generación sea o deba ser receptiva a ese estilo, sino que es en nuestra generación donde ese estilo adopta una pose chulesca, de uniforme de gala o epitafio colectivo.

Somos la generación del pliegue: pliegue afterpunk, pliegue neobarroco entre dos tecnologías, entre dos actitudes culturales frente a la tecnología

Somos (Deleuze me perdone) la generación del pliegue: pliegue afterpunk, pliegue neobarroco entre dos tecnologías, entre dos actitudes culturales frente a la tecnología: en el intersticio entre la ingeniería y el bricolaje, entre la megalotecnia y el hágalo usted mismo, nuestra generación emerge como un grupo experimental de consumidores entrenados en el reciclaje constante de experiencias perceptivas y afectivas. No inventamos el vídeo, pero tampoco nos lo encontramos ya integrado en nuestras rutinas diarias; vimos cómo se iba abriendo paso, cómo reconfiguraba nuestra manera de ver, grabar, reproducir y recordar; conocimos el Beta, el VHS, el LaserDisc y el DVD. Vivimos el interregno de la máquina de escribir electrónica; aprendimos a manejar avatares pixelados; los primeros ordenadores no salieron de nuestros cerebros pero tampoco los formatearon, nos fueron seduciendo con la fuerza de lo ineluctable, del progreso imparable, de la utopía digital a la que se dirigía la humanidad en bloque. No fuimos nativos digitales, sino sus cobayas. Probamos toda suerte de artilugios hoy olvidados, felizmente olvidados. Todo lo que nos parecía vanguardista cuando teníamos quince años devino hortera y obsoleto en menos de una década, mientras que casi todo lo que entonces nos parecía cutre y amateur es hoy vintage y pieza de coleccionista.

En 2002, la MTV hizo popular una canción de The Flaming Lips titulada “Do You Realize?” cuya letra repite unas cuantas veces esta frase: “Do you realize that everyone you know someday will die?”. ¿Te has parado a pensar en que todas las personas que conoces morirán algún día? El énfasis está en ese everyone que, lejos de relativizar la idea de cada muerte individual, la multiplica, al referirla no a un universal platónico (no es all the people, no es la humanidad o la raza humana) sino a la suma de todas y cada una de las personas que conoces. Es un pensamiento-masacre, no es un pensamiento-apocalipsis: el apocalipsis implica que después no habrá nada, mientras que la masacre no es incompatible con la creencia en una continuidad ulterior del mundo, solo con la permanencia en él de una enorme cantidad de gente. La idea en sí misma es terrible: te obliga a enfrentarte a la certidumbre de que todos aquellos a los que quieres morirán tarde o temprano, estarán solos ante la muerte y tendrán miedo, desaparecerán sin dejar rastro. ¿Por qué, frente a esa idea, me parece más tranquilizadora la creencia en un fin del mundo del que no salga vivo absolutamente nadie?

Pensar el fin del mundo no te hace valorar más el instante. No te convierte en un militante del presente. Al menos, no en principio. Pero te permite atribuirle al mundo, al devenir de los sucesos, un sentido que la infinitud aleja de tu existencia como la quimera que seguramente es. Un sentido que puede enunciarse de muchas maneras.

Cuando teníamos diez, doce, catorce años, el fin del mundo no era una sinécdoque. Era, literalmente, el fin de todo. La guerra fría nos había educado en la certeza del botón nuclear, la conflagración definitiva se produciría sí o sí, pues a nadie le parecía muy probable que ese botón no llegara a accionarse, deliberadamente o no. Si en el primer acto de la obra hay un botón nuclear, los silos de misiles deben abrirse chejovianamente en el último.

Esa certeza de la Tercera Guerra Mundial lo impregnaba todo y daba sentido a todo. Hacía de la vida cotidiana un luto por lo venidero, celebrábamos día a día los funerales de una extinción que aún no se había producido. El afterpunk, el spleen de los jóvenes góticos con sus modales vampirescos y su maquillaje de ultratumba, el estreno de El día después (1983) en todas las salas de cine del bloque occidental con desmayos y ataques de pánico, toda la truculencia de los años ochenta se nos revela ahora exagerada y pomposa, pero democrática: no habría salvación para nadie, tal vez unos tuvieran más responsabilidad que otros pero todas las culpas quedarían finalmente igualadas y olvidadas en el silencio de lo posthumano.

En 1982, los alemanes Nena se hacían famosos con “99 Luftballons”, una canción sobre el estallido de la guerra nuclear (“esto es lo que habíamos estado esperando”). En 1984, los británicos Iron Maiden escalaban posiciones en las listas de éxitos con “Two Minutes For Midnight”, otra canción sobre la conflagración definitiva que usaba como moneda corriente la imagen del “reloj del apocalipsis”, una ficción del Bulletin of Atomic Scientists que desde 1947 exhibe en su portada un reloj que indica cuántos minutos simbólicos nos separan de la autodestrucción de la humanidad. En 1982, un gran espectáculo musical conmocionó a una generación entera de adolescentes españoles: el Rock & Ríos. Diez años más tarde, en la Universidad, leyendo sobre las profecías sibilinas del apocalipsis, en mi cabeza no dejaban de sonar aquellas canciones de Miguel Ríos que anunciaban “un mundo feliz, un lugar de terror”: Miguel Ríos profetizaba que el Milenio traería desolación, violencia, destrucción, “no habrá vida en el planeta”, decía. Cierto que instaba a corregir la desviación, a “cambiar el sistema” antes de que fuera demasiado tarde, igual que en aquella otra canción, “Generación límite”, proponía encontrar “un nuevo sueño”, pero lo que nosotros oíamos (con doce, trece, catorce años) no era ese lamento utópico (que tal vez estaba orientado a un público un poco más adulto, con derecho a voto, el que efectivamente daría el triunfo aquel mismo año de 1982 a un PSOE cuyo relato electoral se parecía tanto a la narrativa del Rock & Ríos), sino el lamento a secas: “Estás en la generación límite y ya no hay rastro de los viejos sueños”.

Somos (o fuimos) una generación en duelo permanente por todo, consumida por un duelo apocalíptico

Somos (o fuimos) una generación en duelo permanente por todo, consumida por un duelo apocalíptico. Aprendimos muy pronto que el trabajo del duelo es un trabajo colectivo. Dice Judith Butler que todos tenemos alguna idea de lo que significa haber perdido a alguien y que esa pérdida nos reúne en un “nosotros”. ¿Qué ocurre cuando esa idea es la de un memento mori universal, cuando hemos crecido esperando el momento de ver morir a todo el mundo, cuando hemos anticipado, interiorizado y asimilado la extinción de la raza humana, por más que no se haya cumplido? ¿Qué duelo cabe hacer ante una posibilidad tan extraordinaria como horrible y, sin embargo, por momentos más esperanzadora que la sumisión al desorden realmente existente?

Junto con las canciones de Nena, Iron Maiden y Miguel Ríos, formando parte del mismo lote de creaciones que excitaban nuestra imaginación adolescente y eran objeto de desdén por parte de nuestros profesores, padres y guías espirituales, estaban los comics. Estaban los tebeos de Mortadelo y Filemón, y junto a ellos estaban las viñetas contraculturales de El Víbora, pero entre una galaxia y otra se situaban los comics de superhéroes que no siempre estaban a nuestro alcance pero que por lo mismo venerábamos como objetos de otra dimensión, portales a un mundo demasiado diferente del nuestro para ser el mismo pero demasiado parecido al nuestro para ser otro.

Convertir la mitología de Marvel Comics en un imaginario cinematográfico completo, lo que se ha dado en llamar el Universo Cinematográfico Marvel, roza la genialidad colectiva. Ya lo siento por Martin Scorsese y el resto de plañideras del cine falsamente autoral, pero la traducción cinematográfica del ciclo de los Vengadores desde Iron Man (2008) hasta Avengers: Endgame (2019) es sencillamente avasalladora en términos culturales y eso no se explica solamente por el poder de la nostalgia. De todas formas, permítanme que me apee aquí de la polémica sobre los valores estéticos del cine de superhéroes y siga a pie por la ruta que me había trazado en un principio, que tiene mucho de confesión pública y en la que Iron Man y compañía importan solamente en la medida en que señalan cómo toda una generación marcada por esas viñetas se las ha llevado consigo y las ha elevado a épica en cuanto ha tenido la ocasión (y el dinero) para hacerlo.

Al final de Avengers: Infinity War (2018) se produce el “chasquido de Thanos”. Al chasquear los dedos, después de haberse puesto el Guantelete del Infinito, Thanos hace que desaparezca la mitad de los seres vivos en todo el mundo. Exactamente la mitad: no es la extinción definitiva, no es el apocalipsis tan temido, sino una masacre sobredimensionada, exagerada, que deja un duelo imposible de sobrellevar. Algunas imágenes al principio de su secuela, Avengers: Endgame, pueden proporcionarnos parte de la clave genealógica de esa masacre cinematográfica (hay más de una semejanza con los escenarios posteriores al 11S como para que no se nos ocurra esa analogía), pero la conmoción que produjo entre los seguidores del Universo Cinematográfico Marvel cuando se estrenó en la primavera de 2018 es en sí misma digna de estudio.

Los meses transcurridos entre el estreno de Avengers: Infinity War y el de Avengers: Endgame supusieron un intervalo de incertidumbre narrativa que pocos cliffhangers de la historia de la literatura o del cine han alcanzado. Los youtubers hicieron su agosto, proliferaron las especulaciones sobre el destino de los personajes, sobre cómo revertirían el chasquido de Thanos, pues parecía imposible, inasumible, que todo quedara así. ¡Habíamos visto morir a Spider-Man! Ya habíamos visto morir a Capitán América en los cómics, y a Supermán, pero ¿Spider-Man? Spider-Man simplemente no puede morir.

La potencia de ese cliffhanger disparó la recaudación en taquilla de Avengers: Endgame cuando se estrenó en la primavera de 2019. En mi caso, la espera coincidió con la circunstancia de que, unos días después del estreno de Avengers: Infinity War, perdí definitivamente la visión de un ojo. Por supuesto que no hubo relación alguna entre la película y mis cuitas oftalmológicas, pero hay que tener un ánimo absolutamente impermeable a la superstición para resistirse a la tentación de mitologizar los contratiempos de salud cuando todo tu contexto cultural conspira para que hagas justamente eso. Además, tanto el cliffhanger como la dimisión de mi ojo izquierdo venían a rubricar una etapa de mi vida que cabría considerar como la asimilación personal de un fracaso colectivo, y eso me hacía mucho más permeable a la necesidad del duelo.

La forma que adoptó el malestar ante la última gran crisis del capitalismo, eso que se llamó 15M, nos ilusionó en la misma medida en que fuimos incapaces de profundizar en la crisis del régimen

Para muchas personas de mi generación más o menos vinculadas a la militancia política “de izquierdas”, el período que va de 2011 a 2016 fue especialmente intenso. La forma que adoptó el malestar ante la última gran crisis del capitalismo, eso que se llamó 15M y que condujo a una reestructuración drástica del sistema de partidos y de los mecanismos de la representación política en España, nos ilusionó en la misma medida en que fuimos incapaces de profundizar en la crisis del régimen constitucional. Para 2017 ya estaba claro que nos habíamos puesto en hora con los países de nuestro entorno, o con la mayoría de ellos, en lo que respecta a la incapacidad de las izquierdas para articular una alternativa política al descrédito de las instituciones. Para 2018, la posibilidad de un ascenso de la extrema derecha había dejado de ser remota.

No es que el suicidio de Mark Fisher, el chasquido de Thanos y mis problemas oculares guarden relación alguna con la evolución del paisaje político europeo y mundial de los últimos cinco años, pero desde mi ojo sano soy capaz de vislumbrar más de una analogía, y no precisamente superficial, entre las angustias existenciales de mi generación (y su traducción en forma de depresiones nerviosas, crisis de ansiedad por dejar de fumar y horror ante el deterioro físico que acompaña a la edad), las aporías políticas de nuestra época (que conciernen no solo a la impotencia de las izquierdas frente al poder de fascinación de los dextropopulismos, sino también a la amenaza del cambio climático y al empuje esperanzador de la alternativa feminista) y las formas culturales en que esos ingredientes cristalizan, léase cine de superhéroes, música pop o tertulias televisivas orientadas a izquierdistas de sofá.

He intentado leer algunas de esas analogías no tanto por ser útil a la causa como por aclararme a mí mismo. Con esto pretendo desmarcarme tanto de la metafísica de anticuario en que se han convertido buena parte de los departamentos de filosofía de las universidades (que han pasado de la veneración heideggeriana del lenguaje como casa del ser a la acumulación de cachivaches culturales en cada rincón de esa casa hasta volverla inhóspita) como de la superioridad moral del periodista cultural engagé (que se aferra a su autoproclamada trascendencia histórica como coartada para saltarse el rigor metodológico, la honestidad intelectual y las horas de trabajo y estudio que exigen el primero y la segunda). Aun sin apenas citarlo, he convertido (lo siento) a Mark Fisher en mi antagonista particular para este viaje (en mi demon protector). Aunque comparto con Fisher la sensación de que lo nuevo, en la música, en las artes, en la imaginación política, parece estar evitándonos, y aunque me reconozco en la certeza de que el futuro está lejos de representar la promesa de felicidad que fue cuando éramos adolescentes, cuando creíamos en la inminencia del fin del mundo, no me resigno a sustituir ese pathos por la aceptación melancólica de la entropía capitalista.

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En Las horas bajas (Lengua de trapo), de la mano de los Vengadores, Samuel Beckett, Miguel Ríos, Michael Ende, David Bowie, The Walking Dead, Thomas Mann o Mark Fisher, Xandru Fernández nos lleva a conocer a la generación que identificó el curso del tiempo con el de su propio desarrollo; la generación que confundió su apartamiento de los ámbitos de decisión con la pérdida de legitimidad de las instancias de decisión que controlaba; la generación que entendió su final, como el final de los tiempos. Puedes comprar este libro en la tienda de CTXT o en persona en la presentación que realizaremos en El Taller el próximo 26 de junio a las 12:30 de la mañana

En enero de 2017, el mismo año en que yo dejé de fumar, Mark Fisher se quitó la vida. Su blog, K-Punk, había sido un sitio de referencia para la vanguardia de la crítica cultural, pero su nombre aún no le sonaba de nada al llamado “gran público”. En los años transcurridos desde su suicidio, ese relativo...

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