LECTURAS
Periodismo de la experiencia
Se publica en los próximos días Los domingos (Anagrama), una antología de las columnas que Guillem Martínez escribe cada domingo para CTXT. Lo que sigue es el prólogo escrito por el responsable de la selección
Ignacio Echevarría 3/06/2021
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Arrastro desde hace más de veinte años la convicción de que Guillem Martínez es uno de los fenómenos más portentosos a que ha dado lugar el periodismo español de las tres últimas décadas. Su estilo personalísimo es el resultado inesperado de articular con atrevimiento un punto de vista resueltamente inquisitivo sin borrar los rastros intransferibles de la mirada que lo determina. Algo, esto último, que, todavía hoy, supone una herejía para no pocos jefes de redacción que enarcan la ceja toda vez que detectan la intrusión del yo allí donde la ortodoxia periodística prescribe evitarlo en aras de una siempre supuesta y al cabo utópica –cuando no hipócrita– objetividad.
La emergencia, en los años 90, de Guillem Martínez y de su forma de hacer periodismo cabría compararla, si no por su impacto sí por su espectacularidad, a la de Francisco Umbral en las postrimerías del franquismo y durante la etapa heroica de la Transición, en los años 70 y 80. Sin embargo, por numerosos que sean los paralelismos que se quieran trazar entre ambos –cierta genealogía literaria, las marcas de desclasamiento, un resuelto izquierdismo, desinhibición, carnalidad–, conviene subrayar un rasgo que los diferencia sustancialmente: Umbral era un literato –poeta, prosista, novelista, ensayista, memorialista, dietarista, lo que hiciera falta– metido, como tantos, a columnista, faceta en la que destacó de manera muy llamativa, renovando muy influyentemente el género; en tanto que Martínez es un periodista nato –reportero, cronista, columnista, editorialista, lo que haga falta–, apasionado de su oficio y enteramente consagrado a él, sin perjuicio de, en cuanto periodista, servirse de toda suerte de recursos y diluir muy deliberadamente tanto las fronteras internas que el periodismo establece entre información y opinión, como las que, respecto del periodismo en su conjunto, establece cierta concepción restringida de la literatura.
Literatura y periodismo no dejan de mantener entre sí una relación digamos que suspicaz y hasta cierto punto jerárquica
Esta concepción restringida de la literatura resulta hoy decididamente anacrónica. Pese a lo cual, literatura y periodismo no dejan de mantener entre sí una relación digamos que suspicaz y hasta cierto punto jerárquica. Por grande que sea la calidad literaria de un texto periodístico, de su autor se esperará siempre que escriba “algo más” –una novela, un ensayo– para ser considerado con todos los honores un Escritor. A su vez, se contempla siempre con cierta reticencia el que un Escritor convenientemente acreditado “descienda” a la arena periodística, y por buenos que sean sus artículos sólo con dificultad se los incluirá entre sus “obras”, en relación a las cuales –estoy pensando, sin ir más lejos, en las ediciones de obras completas de según qué autores notables– suelen asumir una posición desplazada.
Pero no es cuestión aquí de entrar a saco en los consabidos litigios en torno las relaciones del periodismo y la literatura, menudo aburrimiento. Baste lo dicho para dar la conveniente resonancia polémica a la pretensión de Martínez de que “un periodista es un escritor, y no debe tener miedo ni complejos al respecto”.
Saco estas palabras del estupendo prólogo que antepuso a la primera colección de sus artículos, publicada en 1999 bajo el título de Grandes Hits (Mondadori). En ese prólogo se encuentran ya, nítidamente expuestas, tanto la concepción que Martínez tiene del periodismo como la poética de su trabajo. Dice allí que este trabajo consiste, a sus ojos, “en aportar una visión del mundo”, y dado que él asume que esa visión del mundo es “parcial, personal y subjetiva”, le parece que lo más honesto es escribir en primera persona, para no dar lugar a engaños. A su vez, no pone mucho interés en ofrecer al lector visiones totalizadoras de la realidad, de ahí que el suyo sea un discurso “fragmentario, pluritemático, poco totalizador, un tanto dado a la paradoja”. Considera una obligación, eso sí, ejercer la opinión a través de esa particular visión del mundo que es suya propia, y al hacerlo “ser razonablemente beligerante –o no– ante ese mundo, y buscarse problemas a sí mismo y al lector”. Algo difícil de conseguir en una cultura, como la peninsular, en la que “no ha habido muchas oportunidades de crear –o al menos de transmitir– una tradición del intelectual ni del intelectual en la prensa”. A pesar de lo cual piensa Martínez que “un periodista es un intelectual, por lo que debe plantearse si acepta o le da un tute a la figura del intelectual de cercanías, bajito y sin hambre de gol que nos ha llegado tras la Transición”. Se trata –sigue Martínez– de plantear puntos de vista distintos a los que nos vienen dados por los poderes instituidos, y de hacerlo –cosa que a él le parece “muy importante”– de “otra manera, para no aburrir a una parroquia que, en principio, se debe interesar por lo que uno escribe”. La forma que el mismo Martínez encuentra de conseguir esto último es “desautomatizar la información gracias al estilo, el lenguaje y a recursos como el humor”. A ello suma una intención deliberada de “destrozar el canon de lo políticamente correcto” (pues “el gran enemigo del periodismo y, en general, de la libertad de opinión en un futuro o corto o medio plazo”), lo que en su caso se traduce en “pequeñas puntualizaciones incorrectas que convocan el tema de la carnalidad”. A través de ellas predispone al lector a incorrecciones de mayor calado, susceptibles, en última instancia, de negar “las visiones del mundo más comunes en nuestra tribu”. Y para terminar: “Otro elemento para desautomatizar lo que uno escribe en un diario es la belleza. Es atrozmente violento y perplejo que, en plena lectura de un diario, aparezca de pronto, zas, la belleza”.
Que me perdone Martínez por apretujarlo tan desconsideradamente en este sumarísimo resumen de unas formulaciones hechas, por otro lado, hace ya veinte años. Dado que se hallan en el prólogo a un libro que entretanto se ha vuelto difícilmente accesible, pienso estar haciendo un servicio al lector. Entiendo, por otro lado, que el trabajo de Martínez sigue siendo consecuente con esta provocativa poética. Baste al lector, para constatarlo, asomarse a las páginas de la revista digital Contexto y Acción (CTXT), donde Martínez viene desarrollando en los últimos años el grueso de su trabajo como periodista. Allí le ha correspondido, entre otras cosas, cubrir materias tan vitriólicas como el dichoso procès catalán y el macrojuicio del que han sido objeto algunos de sus más destacados impulsores y agentes, tarea que Martínez ha abordado con su característico juego de piernas, articulando –en crónicas, análisis, reportajes, entrevistas, casi siempre barajando todas estas herramientas– una visión de los acontecimientos dinámica y poliédrica, a menudo ejemplar –además de excepcional– por su capacidad de sustraerse de los puntos de vista de unos y otros, también de la terminología que los codifica y los esclerotiza.
El intensivo trabajo de observación, interpretación y comprensión de la realidad política española que Martínez viene realizando para CTXT es tan evidentemente exhaustivo y agotador que no es extraño que él mismo ingeniara un dispositivo aliviador del esfuerzo y de la tensión intelectual a que se ve obligado para sostenerlo. Surgió así, en el marco de la misma CTXT, y transcurrido más o menos un año desde que Martínez comenzara a colaborar con la revista, una sección semanal que pronto había de titularse “Un domingo con Martínez”, dado que era ese día de la semana en que se publicaba.
Las sucesivas entregas de “Un domingo con Martínez” constituyen un insólito ejercicio de recapitulación íntima, de confidencialidad, de sinceramiento, realizado a la siempre cruda y efímera luz del periodismo. Están escritos, como va dicho, en contrapunto a una absorbente y con frecuencia ardua y pormenorizada labor de descripción, análisis y desmitificación de una realidad complejísima, en la que apenas queda margen para la nota lírica, para esa epifanía de la belleza (zas) de la que él mismo, como se ha visto, se sirve para desautomatizar lo que escribe.
En estos “domingos”, Martínez –poeta sumergido, autor hasta el momento de dos breves y portentosos poemarios publicados en ediciones no venales: Las palabras que inmortalizaron a la malograda Escuadrilla La Fayette (Mondadori, 1999) y La canción del Blade Runner (edición del autor, 2000; con prólogo de Pere Gimferrer)– da rienda suelta a su romanticismo irreprimible, a su insaciable curiosidad y a su profunda afición a la vida. Desata su vena más filosófica y sentimental, también más elegíaca, en la medida en que sus propias adolescencia y juventud, y el descubrimiento en aquellos años del sexo, del amor, de la amistad, configuran un trasfondo casi legendario en que se perfila la experiencia de la madurez, contada con la doliente intensidad con que acertaron a expresarla Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater, aunque en este caso entreverada y amplificada con la experiencia aterradora y deslumbrante, a partes iguales, de la paternidad.
Estas piezas configuran, de una a otra, toda una mitografía personal, en la que juegan un importante papel la historia familiar, la tradición republicana y anarquista, cierta estética de la derrota y cierto swing del charneguismo asumidos durante la infancia en Cerdanyola del Vallés, un municipio de la periferia de Barcelona...
¿Periodismo? ¿Es esto periodismo? Por supuesto que sí. Periodismo del yo, periodismo de la vida privada, de la intimidad, de la memoria propia y colectiva. Periodismo de la experiencia. Y, por eso mismo, literatura, incluso en el sentido más estricto, por cuanto la escritura no viene aquí determinada por ningún imperativo de actualidad, menos aún de veracidad, ni cumple más servicio que el de compartir libremente con el lector, a partir de los datos que le procuran su educación sentimental y política, así como su muy considerable cultura, una particular indagación entra la verdad y el sentido.
Los domingos es hasta el momento, con mucho, el libro más personal de Martínez, y no sólo el más literario. Está escrito en una frecuencia de onda claramente distinta a la que nos tiene acostumbrados. Las piezas que lo constituyen, ordenadas cronológicamente, se van haciendo cada vez más breves, más ceñidas. No es casualidad que, en relación a las de contenido más político, pierdan en espectacularidad de recursos lo que ganan en intensidad; pierdan en humor lo que ganan en gravedad.
Como lector asiduo de la sección “Un domingo con Martínez” cobré bastante pronto conciencia tanto de su singularidad en el marco de la incesante producción de su autor como de la evidente sintonía interna de sus piezas, subrayada ya por la fórmula común empleada para titularlas. Resultaba casi inevitable pensar en un libro que reuniera esas piezas, y me propuse armarlo tan pronto estimé que había una masa crítica suficiente para hacerlo.
Con toda deliberación he querido armar un libro poco voluminoso, en cierto modo susurrante. Con este fin he dejado a un lado casi la mitad de las piezas que hasta el momento han ido apareciendo en la sección, todavía en marcha. Tiempo habrá, si se quiere, de reunirlas todas. Yo he preferido seleccionarlas conforme a un criterio sin duda subjetivo pero no exactamente caprichoso. He privilegiado las piezas de contenido más abiertamente autobiográfico, a veces casi confesional. Entiendo que son ellas las que, aun sin pretenderlo el autor, trazan de modo muy tácito el esqueleto sin duda incompleto de este libro, que admitiría ser leído como una especie de autobiografía fragmentaria. He prescindido de las piezas más ligadas a cuestiones de actualidad, más susceptibles de ser leídas como artículos de opinión, una palabra que me importa especialmente alejar, puesto que el género al que se adscribe la sección “Un domingo con Martínez” no es ni mucho menos –a mis ojos, al menos– la opinión, sino más bien la confidencia filosófica (estaba por decir sapiencial, si fuera posible rebajar la vibración campanuda y algo intimidante de este término). La fórmula empleada por Martínez para sus columnas sigue a menudo –como sus títulos mismos– un esquema semejante; debido a ello, otro criterio de selección ha sido evitar cierto efecto de reiteración al que, por acumulación, puede dar lugar la lectura continuada de lo que en su origen se atenía a un ritmo más pausado, semanal.
Debo hacer constar que Martínez me ha dejado hacer. Apenas me pidió, cuando le consulté mi selección, omitir unas pocas piezas y añadir dos o tres en su lugar. Además, se ha tomado la molestia de revisarlas y corregirlas, con el exclusivo propósito de aligerarlas de incorrecciones, repeticiones y errores. Ya he dicho que la ordenación del conjunto es cronológica, lo que permite apreciar cierta evolución tanto en el estilo como, me atrevería a decir, en la sentimentalidad puesta en juego.
Y esto es todo, a la espera de –ojalá– repetir la jugada. Ya estoy viendo la faja del próximo volumen: “Si les gustó Los domingos de Martínez, no se pierdan...”.
El chiste podría estar haciéndolo él mismo.
Se lo he copiado.
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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