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En la primera lengua escrita que conocemos, la palabra leer equivale a la palabra gritar. Esa confusión aludía a una certeza: los textos, en el momento de ser leídos, se gritaban, aún si la lectura se realizaba en soledad. Supongo que era un intento de evidenciar la magia, no accesible a todo el mundo, de que unos signos grabados en arcilla –y, luego, en plomo, en papiro, en piel– fueran en realidad sonidos. Esa forma de leer duró miles de años. Y finalizó, sorpresivamente y de repente, en el siglo IV. Hoy leemos, las más de las veces, como en el siglo IV. En lo que es una sorpresa inesperada, disponemos además de la descripción del primer momento en el que una persona decidió leer de esa forma nueva, en silencio y para sí misma. Aparece en un fragmento de unas memorias. Un antiguo, alguien que no se maravillaba de lo visto o vivido, jamás hubiera comprendido la necesidad de escribir, y más aún de leer, la vida de otra persona redactada por ella misma. En esas memorias, ese género novísimo, un hombre que ya no es antiguo, y que, por lo tanto, se presta a maravillarse, entra en una habitación y ve a otro hombre, que tampoco es antiguo, puesto que también ha realizado una proeza no prevista en la Antigüedad: leer en silencio. El hombre que lee es Ambrosio, obispo de Milán, y el que observa es Agustín, futuro obispo de Hipona. Y el libro Las Confesiones. Esta es la descripción de lo sucedido:
“Cuando (Ambrosio) leía, sus ojos corrían por encima de las páginas, cuyo sentido era percibido por su espíritu, pero su voz y su lengua descansaban. A menudo, cuando yo me encontraba allí (...) veía que estaba leyendo en voz muy baja, y jamás de otro modo. Quizás evitaba una lectura en alta voz, por temor a que algún auditor atento y cautivado le obligase, a propósito de algún pasaje oscuro, a perderse en explicaciones (...). Sea lo que fuese, y fuera cualquiera el motivo que a ello le indujese, sólo podía ser bueno en un hombre como él”.
El texto describe una maravilla jamás vista. Pero –he empezado a escribir estas líneas para contarlo– también un terror jamás previsto. Leer así, en silencio, a la ambrosiana, como se decía en un principio, “sólo podía ser bueno en un hombre como él”. Es decir, no era bueno para todos. Por lo que no era bueno en absoluto. El terror, que San Agustín ubica entre la maravilla, es el de no saber lo que está leyendo una persona que no grita lo que lee. Es el de no saber qué está interpretando y entendiendo. Es el miedo, absoluto, a la libertad. No es un miedo antiguo. Es por tanto, un miedo nuevo, que nos acompaña desde que lo formula San Agustín. Sabemos del miedo a la libertad, de los momentos en los que ese miedo se intensifica, por los gritos. Las épocas de griterío son épocas de miedo a la libertad, en las que todo el mundo, con sus aullidos, quiere demostrar que no es diferente a los demás, que no tiene otra lectura que la de los demás. Los gritos son el sello de que nadie quiere evidenciar que ha realizado una lectura diferente de lo que ve. Los gritos son el miedo. Y están creciendo. Escúchalos.
En la primera lengua escrita que conocemos, la palabra leer equivale a la palabra gritar. Esa confusión aludía a una certeza: los textos, en el momento de ser leídos, se gritaban, aún si la lectura se realizaba en soledad. Supongo que era un intento de evidenciar la magia, no accesible a todo el mundo, de que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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