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Los leones son unos felinos extraños. Al contrario que el tigre o el puma, la pantera o el leopardo, viven en manada, lo que les obliga a tener normas y habilidades sociales. Y, con ello, lenguaje. Poseen la capacidad de emitir e interpretar códigos, que evitan, por ejemplo, la violencia desmesurada. Con un gesto que ellos entienden como sumisión, se admite la derrota. El combate se detiene, y se evita la muerte segura del perdedor en una lucha por territorios o hembras. Por eso sorprende un comportamiento que se ha denominado coalición de leones. Consiste en que varios hermanos de una manada se asocian, se separan de ella y empiezan a avanzar ocasionando terribles matanzas de leones, aparentemente sin sentido. Matan a las crías que se encuentran. Algo aún normal en su especie. Los machos matan a las crías allá donde llegan y se imponen, para obligar a sus madres a un nuevo celo y a perpetuar con ellas su ADN. Pero en esas coaliciones, la sed de sangre desmesurada, hipnótica, va más allá. Matan a hembras e, incluso, a otros machos, hasta cuando gesticulan su derrota y su sumisión y solo quieren que la furia cese. Ese comportamiento inapelable es inevitable desde que se origina. Solo remite cuando la coalición se disuelve –por lo general, por una violencia mayor, por conflictos internos, o por el desgaste o el envejecimiento de sus miembros–. La vida y el recorrido de una coalición es un río de sangre y locura. Se han documentado coaliciones de grupos de entre cuatro y seis miembros, que han ocasionado la muerte, incomprensible, imparable, a más de un centenar de ejemplares de su misma especie. Se sabe poco, por tanto, de ese comportamiento. Salvo que ese comportamiento también es la muerte del lenguaje. O, al menos, su suspensión. Los signos y convenciones para que la violencia cese, no son observados, respetados o, tal vez, ni siquiera son comprendidos. Es como si el lenguaje no existiera. Lo que nos puede llevar a pensar que la violencia es, además de lo que es, una disfunción del lenguaje. Es cuando el lenguaje no es reconocido, por lo que no se produce y es sustituido por una violencia sin límite.
El lenguaje común entre humanos y animales es uno de los rasgos de la Edad de Oro, aquel momento mítico en el que hablábamos con las bestias. Hoy sabemos que algo de eso, su mínima expresión, existe. Bestias y humanos tenemos la capacidad de comunicarnos de alguna manera. Pero también, la capacidad de abandonar, romper, olvidar el lenguaje. Y, con ello, toda Edad de Oro. De pronto, en la sabana, en la calle, en las emisoras, en una cocina, el lenguaje cesa. Carece de comprensión y función, salvo la del grito o el rugido. Gestos y palabras pasan a ser ruidos, que no tocan a nadie y no sirven de nada. Lo que debería ser fuego se funde y ahoga en un fuego mayor, de musculatura, garras y ojos rojos, y del metal más duro que el jamás calculado. Cuando eso sucede sabes que no va a haber piedad. Cuando el lenguaje es una herramienta inservible, una porcelana en el bosque, sabes lo que va a pasar cuando las palabras de tu boca, de pronto, no produzcan sonido alguno. Hace años que está pasando. Llevamos años sin lenguaje. Vendrá el colmillo.
Los leones son unos felinos extraños. Al contrario que el tigre o el puma, la pantera o el leopardo, viven en manada, lo que les obliga a tener normas y habilidades sociales. Y, con ello, lenguaje. Poseen la capacidad de emitir e interpretar códigos, que evitan, por ejemplo, la violencia desmesurada. Con un gesto...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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