COMO LOS GRIEGOS (¿Y? V)
La cebolla
El problema de la cebolla es su doma. He aquí un par de modos –milenarios, actuales– de engañar a una cebolla para que no solo no se nos suba a la chepa, sino que quede desnuda en su sola escarcha. Cocinar es también desnudar
Guillem Martínez 27/08/2021
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LA ESCARCHA. La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Pero no pobre como lo pobre, sino como lo es la escarcha, esa riqueza. La esencia de la cebolla es, precisamente, eso. La escarcha de su interior. Ser escarcha. Ser frío. La cebolla, su capacidad para ser la palabra frío, tiene el interés incomprensible de ser lo contrario a una boca o a un vientre, ese calor perpetuo. Es, por ello, otro secreto, otro milagro parecido. Hola. Esto es “Como los Griegos”. Coger algo y cocinarlo con las manos, y luego servirlo, comerlo y hablar. También con las manos, que es como hablamos los sudistas/mediterráneos. No es casualidad que en las cabinas telefónicas de Jerusalén aparezcan estas instrucciones: inserte una moneda, marque con una mano, hable con la otra.
EL SÍMBOLO. La cebolla, como su nombre indica, viene de Asia. La trajo a Europa la ola de emigración anatolia, que llevó la agricultura consigo, en el momento justo, cuando los cazadores-recolectores ya se estaban comiendo los mocos. El mundo era hermoso, los caminos inexistentes y una cebolla o una persona se podían desplazar por el mar y la tierra sin papeles. ¿Cómo debía ser, en qué consistía vivir sin miedo? Nunca lo volveremos a saber. La grandeza cotidiana adquirida por la sencilla cebolla fue inventariada, mucho después, por Aristófanes, que inicia una comedia con dos ciudadanos de pacotilla que acuden a pie a Atenas, a una asamblea en la Pnyx. Hablan de política mientras comen cebollas. La cebolla, su sencillez, podría ser, por lo mismo, el símbolo igualitario de la democracia fundacional, como el recibo de la luz lo es de la terminal. Los dos ciudadanos griegos de Aristófanes comen las cebollas, por otra parte, como hoy se comen las manzanas. A mordiscos. Lo que indica que las cebollas muy posiblemente eran las manzanas de la antigüedad. Sí, en Grecia había manzanas. Y en ocasiones eran, en efecto, manzanas. Pero también eran símbolos, por lo que daba igual si eran manzanas o cebollas. Nadie sabe qué fruto eran en verdad las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides. O la manzana de Paris. En todo caso, la manzana, ese símbolo antes que alimento, era un atributo de Afrodita. Entregar una manzana a alguien era, por lo mismo, un gesto amoroso. Es decir, decisivo. Por lo que era más importante la decisión y el símbolo que la propia manzana, que podría haber sido una cebolla. Escuchen, es decir, lean esto del siglo IV a.C. en voz alta, e intuirán la grandiosidad y la emoción y la trascendencia de entregar una manzana: “Te tiro la manzana y, si estás dispuesto a amarme, tómala y comparte conmigo tu niñez”. Esas palabras lo tienen todo. Tienen la idea –diáfana– de que amar es un sí absoluto y fácil, o una anécdota. Tienen la propuesta de que amar consiste en compartir la niñez, momento de esencia y entereza, y no los metales, los desdibujos y las alarmas de Securitas Direct de los adultos. Tienen que el sexo, el amor, el comer, la carnalidad, la inteligencia reposan en una infancia libre, certera y sólida. Y tienen, de manera implícita, tal vez una cebolla como una casa, y no una manzana.
DOMAR LA ESCARCHA. El problema de la cebolla es su doma. Como sucede con los gatos, la domesticación de la cebolla siempre ha sido precaria. De vez en cuando, un gato, o una cebolla, sienten la llamada y vuelven a la selva, momento en el que arañan. Recuerdo, por ejemplo, una ocasión, hace 1.000 años, en Lanzarote, cuando probé la mítica cebolla de Lanzarote, criada en piedra, sal y sol. Un solo pétalo de esa cebolla me hizo llorar con su tímida porción de nube invisible. Nuestra relación fue tan difícil y violenta que hubo un momento en el que no se sabía quién se estaba comiendo a quién. Al final, ganó ella. Debe de seguir en Lanzarote, con un tenedor clavado en el lomo, atracando bancos. Este artículo, que hasta ahora ha planteado la escarcha –el paraíso– y la selva –el infierno– de la cebolla, pretende explicarles un par de modos –milenarios, actuales– de engañar a una cebolla para que no solo no se nos suba a la chepa, sino que quede desnuda en su sola escarcha. Cocinar es también desnudar. Es decir, depurar. Cocinar es, en ocasiones, no dar un palo al agua. Las siguientes recetas son tan sencillas, en ese sentido, que no pueden serlo más. El paso anterior a ellas solo puede ser plantar una cebolla.
CREED. Esta receta se hace con cebollas de Fuentes. Es decir, blancas, dulces, grandotas, aragonesas. Pero pueden hacerla con cualquier cebolla grande, supongo. Incluso también –y si poseen la equipación homologada de un Tedax– con una de Lanzarote. Corten cada cebolla en seis u ocho cachos, recordando que las cebollas fueron manzanas. Se pone agua a hervir. Preferiblemente en una olla, antes que en las manos, la boca, o las ingles. Cuando el agua hierva, se echan las cebollas. Cuando el agua vuelve a hervir se mantiene la cosa en esa tesitura, el tiempo que se tarda en rezar un Credo –encontraran la oración del Credo en Google; digan que van de mi parte–. Tras el Credo, se cuelan las cebollas, se lavan con agua muy fría, que se enteren de que han cambiado muchas cosas en esa casa. Nevera. Mucha. En el momento de servirlas se aliñan con sal, aceite y vinagre. Y, zas, se les echan aceitunas negras de Aragón, el I+D de la aceituna negra. Las cebollas quedan crispy. Y son escarcha ya definitivamente incomprensible. Quien me haya seguido hasta aquí se preguntará, y con toda la razón del mundo: vale, ¿pero qué es el Credo?
CREER NO ES LO QUE ERA. Como todos los niños y niñas saben, el credo es una oración de origen tal vez galo-cristiano, aprobada como litúrgica en el Concilio de Constantinopla, en el siglo IV cambalache y traidor. Para el tema que nos ocupa, el Credo, el Padre Nuestro o el Ave María son unidades de tiempo, muy efectivas, para la cocción de alimentos, presentes en recetarios medievales y hasta el siglo XVIII. Se trata de un largo periodo en el que un huevo duro eran 10 avemarías. Sucede lo mismo con otras recetas escritas desde otros monoteísmos, que apuestan por otras unidades de tiempo/oraciones. La unidad de tiempo del escaldado de la cebolla en esta receta –el Credo aludido– resulta, no obstante, corta. Para un perfecto resultado serán necesarios, de hecho, dos Credos. O dos y pico. Lo que es importante y habla del mundo. Indica que el Credo ha cambiado a lo largo de los siglos. En su velocidad. En el siglo XXI se recitan las cosas del creer de manera asombrosamente más rápida que hace siglos. Lo que puede ser un indicio de un cambio de mentalidad. En todo caso ha ocurrido una de dos: o la velocidad de los rezos ha aumentado con el tiempo, en detrimento de su solemnidad, o los monoteísmos han aumentado su apego a las crudités. Esta manera de post-rezar afecta, incluso, a los integrismos –créanme; he visto en todo el planeta rezar, en modo Fast & furious, a integristas de todas las modalidades del catálogo–, lo que viene a visualizar que los integrismos no son lo que eran. Han cambiado de tempo. Recuerden eso cuando escuchen, desanimados, noticias en la radio que hablan de integrismos absurdos y victoriosos y eternos. No son eternos. Por lo que no son victoriosos. Es más, son cada vez más rápidos y cortos. Ya no sirven para cocinar, lo que es un hecho irreversible.
LA SENCILLEZ MÁS SENCILLA DEL MUNDO. ¿Se puede superar en sencillez la receta anterior? Se puede. Se puede incluso hacer con solo una mano y sin fuego alguno. Es la legendaria y empordanesa ceba al cop de puny / cebolla al puñetazo. Instrucciones. Despréndanse de una mano. Déjenla en un punto fácil de recordar, que no les pase como a mí con las gafas, que las estoy buscando por toda la casa desde la era Messi. Pelen una cebolla –por ejemplo, de Figueres; no son de Figueres, sino un tipo de cebolla blanca con giros rosados, como un cadillac–. Pongan la cebolla sobre una superficie robusta. Y ahora, con la mano buena, le pegan un puñetazo. Y otro. Y otro. Esto no es, en fin, dar-cera-pulir-cera. Es kárate. Del chungo. Denle para el pelo a la cebolla hasta quebrarla, sin descomponerla, ni triturarla. El truco es meterse con cebollas de tu tamaño. No aspiren a triunfar con una cebolla XL, que son indolentes. Tras el jumo, se sumerge la cebolla en agua, previamente –ojo, que este es el otro truco del almendruco– azucarada. Una mañana, o más, dependiendo del tamaño. Luego, se mete todo eso en la nevera. En el momento de servir se secan y escurren. Se aliñan. Es divertido servir una por bigote, y lo más esférica que se pueda, recomponiéndola en la medida de lo posible. Es la ventaja de la cebolla –y de la vida, ya puestos– frente al huevo: se puede recomponer. Pueden agregar las aceitunas negras de Aragón que nunca pueden faltar en la casa de un yonki de aceitunas negras de Aragón, y comprender que la vida es, en la mayoría de sus tramos, una fiesta, en la que las personas se arrojan, unas a otras, manzanas, cebollas, suplicando la infancia del otro para poder recuperar la suya propia. Es decir, para recuperar todo lo robado.
LAS MANOS. Por lo demás, aquí acaba esta serie de verano, en la que he intentado tratar la comida alejada del templo en el que se suele ubicar. En general, los templos no existen. De ahí la manía del neoliberalismo en convertir todo en templos. La comida, la vivienda, el cuerpo. Esos objetos no son templos, sino pisos, abiertos, transitados. Esa es la tesis de Anthony Bourdain en su fundamental Confesiones de un chef, un libro en el que, de hecho, se habla poco de cocina, y mucho de vida, de cuerpo, de pisos. En esta sección, sencillamente, pretendía compartir la felicidad de cocinar con las manos. En un piso. Y, de paso, hablar de nosotros. Nosotros somos nuestras manos. Las manos son importantes. Se está perfilando, en ese sentido, la certeza de que el antepasado común de los actuales primates, entre los que nos encontramos nosotros, tenía unas manos similares a las nuestras. El resto de primates se inventó, evolucionó, otro tipo de manos, para empuñar y subir troncos y ramas. Las nuestras, contrariamente, son fieles a nuestros orígenes. De lo que se deduce que nuestros orígenes son nuestras manos. Nuestras manos fueron, desde muy pronto, una determinada manera de hacer. De pensar. Ahora mismo, mientras lee estas líneas, está haciendo algo con sus manos, que le identifica como especie. Nuestra especie construye con las manos, juega con las manos, levanta las manos para votar, cocina con las manos, y hunde las manos en el barro, la hierba, o la arena, por el placer de hacerlo. Por el placer de hacerlo, nuestras manos acarician las flores mojadas tras la lluvia, como acarician de forma parecida –esto es, trascendental–, clítoris, cuellos u ojos. Con nuestras manos nos arrojamos manzanas que no son manzanas. El mundo está seriamente herido. Hemos llegado a creer que era inmortal, que no era humano, que era un templo. Para creer eso, tuvimos que creer antes que nosotros mismos vivíamos en templos, y que nuestro cuerpo era un templo. Es preciso recordar que somos pisos, y también un tipo de monos fundamentado en sus manos, no en sus templos. Ha sido un placer escribir de esto, de manos, este verano. Lo he disfrutado. Si bien es cierto que, aquejado de un dolor extraordinario en la espalda, he llevado puestos tranquilizantes suficientes como para relajar a todo Oriente Medio. Hummm. No sé si seguir escribiendo sobre cocinar con las manos, como los griegos, en septiembre. Ya me dirán.
LA ESCARCHA. La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Pero no pobre como lo pobre, sino como lo es la escarcha, esa riqueza. La esencia de la cebolla es, precisamente, eso. La escarcha de su interior. Ser escarcha. Ser frío. La cebolla, su capacidad para ser la palabra frío, tiene el interés...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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