COMO LOS GRIEGOS (III)
El escabeche
Al vinagre le pasa lo que al mejor perfume o al mejor sudor. Puede embriagar y hacer perder la cabeza
Guillem Martínez 15/08/2021
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EL ACCIDENTE. Uno se alimenta de recuerdos, y en mi dieta pesa un viaje de juventud con Diego, mi primo argentino, de melancolía certera y útil, por la Patagonia. Cocinamos como los griegos, con las manos, si bien en Viedma, un pueblo descrito por Darwin –en estos términos: simpatía inusitada, belleza incomprensible de las mujeres, e indios mirándolo todo con cara de póquer–, y que casi aguanta su descripción hasta el siglo XXI –en Viedma sigue habiendo de todo eso, salvo, snif, indios–, nos tomamos una vizcacha en escabeche especialmente delicada. Una vizcacha es la frontera entre la liebre y la rata. Las fronteras, como saben, nunca son exactas. De manera que una vizcacha puede ser entendida, exactamente, como una rata de catálogo. Pero, hecha en vinagre, es también una explosión de serenidad. El vinagre es, en fin, una fragancia capaz de convertir una rata en una liebre meditada y con un master en el MIT. Al vinagre le pasa lo que al mejor perfume o al mejor sudor. Puede embriagar y hacer perder la cabeza. Por lo demás, y como sucede con el perfume, o con el sudor de las pieles aromáticas que te encuentras en la vida, el vinagre es un accidente.
LA VIDA COMO ACCIDENTE. El vinagre es, de hecho, puro accidente. La idea inicial era hacer vino. Pero el vino tuvo ideas propias y nació otra cosa. Ese nacimiento no previsto, accidental, se repitió durante tanto tiempo que, al final, el vinagre acabó haciéndonos compañía. En Roma era un líquido polivalente. Servía para la limpieza. Incluso para la higiene personal –no voy a entrar en detalles, que me animo y no puedo parar–. Era también la bebida típica y tópica de los soldados, que mezclaban el vinagre con agua –se hacía lo mismo con el vino; empezamos a beber vino a palo seco hace relativamente poco–. Se decía que esa bebida ofrecía, al contrario que el vino, fortaleza y defensa contra las enfermedades. El vinagre también tenía aplicaciones gastronómicas. Por recetarios, como el De re coquinaria, de Apicius, se comprende que los romanos ya comprendían el gran secreto del pescado: echarle un chorrito de vinagre una vez cocinado. Háganlo con sardinas, o con berberechos, a la plancha, y alucinen. Háganlo con cualquier pescado al horno. La batalla entre el vinagre y el vino, la contradicción entre querer hacer vino, pero que te saliera vinagre, por otra parte, duró siglos. Finalizó abruptamente, en el siglo XIX, con la victoria por KO de ambos productos.
BATALLITAS. La lucha entre el vino y el vinagre fue feroz. Con victorias precarias, pero efectivas, en el campo del vino. Griegos y romanos fabricaban vinos siempre a punto de dejar de serlo. Para prolongar su estabilidad se mezclaban con lo que fuera. La mezcla más feliz fue con resina, una posibilidad que aún subsiste, domesticada, en Grecia y en Extremadura –siempre me han dicho eso, pero nunca lo he visto; si hay un extremeño entre nosotros, que se manifieste–. La experimentación con el vino y otros productos conservantes fue costosa en vidas humanas, al punto que muchos romanos murieron intoxicados. Desde aquí rindo un minuto de silencio a esos héroes anónimos de la enología. Les espero, por tanto, en un minuto, y con la frase “todo finalizó”. Todo finalizó, lo dicho, en el XIX, cuando Pasteur descubrió la fermentación del vino. Y la del vinagre. Por fin el vino y el vinagre dejaron de ser una posibilidad para pasar a ser una decisión. Pasteur, por otra parte requiere un inciso. Inciso: Pasteur, el primer enólogo, descubrió esa disciplina en el Jura, una denominación de origen francesa que, como nos pasa a todos, no recibe el reconocimiento que se merece. Calibrados por Pasteur, hacen buenos tintos, y van y se toman en serio los rosados. En el Jura –brrrrr, he entrado en el no-puedo-parar que esquivé en el anterior punto– hay un tesoro oculto. El Vin Jaune. Básicamente, un amontillado, elaborado a tomar por XXXX de Andalucía, cerca de los Alpes, desde otra lógica. No mueran sin probar ese vino atómico y desconocido, y siempre, hasta Pasteur, peligrosamente próximo al vinagre. Fin del inciso. Decía que Pasteur nos regaló la voluntad de hacer vino o vinagre. Pasteur y Darwin –y Lafargue, por citar un marxista carnal, y Reclús, por citar un anarquista, casi siempre carnales– son la bondad, la humanidad en el siglo XIX. Pero, como todos los súper-héroes, tuvieron sus némesis chungas. Darwin fue utilizado, debidamente cuñadizado, para redondear el racismo, mientras otros científicos locos utilizaron a Pasteur para pastelear el vino. Algo ha pasado con el vino, en todo caso, desde entonces. Un no parar. En los 80 del siglo XX en fin, no se podía beber el leve y frágil vinho verde fuera de Portugal, pues no admitía transporte sin morir en el intento. Hoy lo podrían servir en el Enterprise de Virgin, donde seguiría siendo maravilloso. Pla, a su vez, describía zonas de Catalunya en las que era imposible hacer vino con ese nombre, y en las que hoy, no obstante, se hace un vino fantástico. Todo ello sólo puede significar un avance. O un retroceso. Algo planetario, en todo caso, y que solo nos lo puede explicar en su dimensión real un químico. O un fiscal. Espero, en mi ignorancia, que tenga razón el químico.
LA RÉSISTANCE. En Francia, donde pervive cierto anticapitalismo agrario, hay individuos que están como una moto ante a) la guerra química del vino. Y ante b) la globalización planetaria del vino, a través de los gustos de Robert Parker, por lo demás un gran crítico de vinos, tipo listo y con sensibilidad solucionada, pero cuya influencia sobredimensionada está provocando cierta uniformización de cuerpos y sabores en todo el mundo. Frente a b) proponen la vuelta a la libertad absoluta. Pero también su contrario, un integrismo rancio con lo antiguo. Frente a a) proponen vinos ecológicos, que vale, pero también apuestan decididamente por, simplemente, expulsar los sulfitos del templo del vino. Son vinos sin azufre, ese producto, por otra parte, natural. Como lo son el uranio, el curare, o la amanita phalloide. Humildemente, les propongo que opten por vinos sin sulfitos, siempre que puedan. Notarán la diferencia al poco de su ingesta. Esa opción es cada vez más posible en Francia. Y no tanto en España. Con el vinagre, el primo ácido, cool y descarado del vino, sucede lo mismo que con el vino, por lo que, con la misma humildad, les recomiendo la misma dificultad. Buscarlo sin sulfitos y, si no se puede, que sea bueno, natural, sin muchas armas de destrucción masiva. Al fin y al cabo, el vinagre, a diferencia del vino, se come.
COMER VINAGRE. El escabeche es una de las formas de comer vinagre. El camino y el resultado es sencillo y turbador, como una sencilla y turbadora lata de sardinas en escabeche, esa joya. El invento del escabeche viene de Oriente, como los Reyes Magos. Según el Corominas, su etimología explica un recorrido que empieza hablado en persa, sigue en árabe y prosigue en catalán, idioma del que han salido el grueso de palabras en romance para aludir al escabeche. Escabeche es, por tanto, uno de los escasos –en comparación con el euskera– catalanismos del castellano, donde se han colado otros catalanismos ya habituales, como capicúa, sastre, o negocioconelculoconelgobierno. Inicialmente el escabeche era una forma de conservar la carne. Hoy se trabaja con él para conservar, moderadamente y por los pelos, carne, pero sobre todo pescado. Más aún, pescado azul. En Italia y en Sudamérica juegan con algún pescado blanco. En Perú, por ejemplo, escabechan, o como se diga, una corvina que, en estos momentos, tengo clavada en la frente, con su solo recuerdo. La NASA afirma que hay tres tipos de acceso al escabeche. En frío –dejar que el bicho se cocine en vinagre por unas horas–, en caliente –lo mismo, pero acelerando la cosa con calor; la lata de sardinas, vamos–, y frito. Les paso tres recetas pim-pam, sencillas, humildes, para hacer con las manos, del primer y último tipo, y no en ese orden. Dos de pescado azul y una para pollo. O vizcacha, si tienen una al lado y son rápidos de reflejos.
EL GRAN AZUL. Cuando el atún esté a 10 euros, pillen un kilo. Si encuentran de morros una ventresca –sólo se encuentran de esa manera–, no lo duden, que suele ir regalada. Desespinen y saquen la piel al bicho. Es divertido. La lógica de la espina del atún es única y sencilla de extraer con un cuchillo competente. En ese trance, opten por el respeto al animal muerto por nosotros, y bríndenle movimientos precisos. Luego corte el atún a trozos simpáticos, ni extrovertidos ni introvertidos. Denles un revolcón de harina, y doren lo obtenido, poco más, en aceite de oliva. Dejen el atún en un cacharro, de vidrio o cerámica. Jamás en uno de kriptonita o uralita. Y aquí empieza la juerga. En una sartén limpia echen un vaso de aceite. Ajos laminados, como si les fuera la vida en ello. Unos granos de pimienta. Unos 9, 11 o 15, por hacer una apuesta por los impares. Sal. Y aquí, lo inaudito: tomillo y romero frescos, sin vergüenza, si bien sabiendo que el romero es, a pesar de su carácter desenfadado, un psicópata, que suele comerse el sabor de sus compañeros de lucha. Cuando los ajos dicen basta, se echa una cucharadita de pimentón y, muy rápido, para que el pimentón no se queme –tiene un carácter irascible–, un vaso de vinagre –blanco o tinto; eviten el azul pitufo–. Se deja que se evapore un poco, para que no ofenda. Se agrega uno, dos o tres vasos de agua. Se deja que hierva y, alehop, se echa el todo en la fuente en la que hemos dejado el atún, de manera que quede sumergido. Se deja enfriar y, encima, se mete en la nevera. El plato es operativo en 24 horas, y dura unos 7 días. Pero no lo dejen tanto tiempo, que el escabeche, como una tía materna, requiere visitas frecuentes.
THE ITALIAN JOB. Los cocinados en frío con vinagre italianos tienen el misterio de un vinagre apenas sugerido. Flor, perfume, sudor. ¿Cómo se consigue eso? No lo sé, que a mí nunca me sale. Pero mi amigo Gerard Prohias –autor de Blanc, gran novela en Voliana Editors–, el único extra-italiano o para-italiano que lo consigue, me explica cómo hacerlo con boquerones/seitó/alici. Anchoas frescas, que cambian de nombre al contacto con el vinagre, momento en el que su nombre artístico es boquerón. Se limpian, se les extrae la espina, se dividen en dos lomos –disfruten de esos movimientos tan antiguos como nadar perrito: arrancar la dorsal, arrancar la cabeza y las tripas con un pellizco, separar unos lomos que quieren separarse–. Se meten en el congelador, por la cosa anisakis. Se dejan descongelar en la nevera, a su bola. Ya descongeladas, se prepara una mezcla de vinagre de vino blanco –Gerard me dice que el aceto bianco de Borges es buenísimo– y el zumo de un limón rebajado con agua. La proporción sería 1/3 de cada producto. Sal y pimienta blanca molida. Noche de pasión en la nevera. Luego se escurren y secan con papel de cocina. Siempre recomiendo Scottex del 9 parabellum. Y se vuelven a marinar, esta vez con aceite, ajo, perejil y piel de limón, momento en el que se sirven. El resultado no tiene nombre.
LA VIZCACHA EN EL EXILIO. Doren unas pechugas de pollo fileteadas y salpimentadas. En sartén con el aceite pollero, sofrito de puerro, cebolla, zanahoria. Luego, pimentón, laurel, romero y, zas, piel de naranja. Se incorporan las pechugas, zumo de naranja, vinagre, aceite crudo y sal. Se cocina 20’, hasta que el pollo olvide que lo fue, y empiece a creer que es un cítrico, la fruta de la melancolía alegre. Se echa todo ello en un recipiente –recuerden: cristal y loza, nunca plutonio–. El plato es operativo unas 8 horas después. En caso de optar por la vizcacha, lo mismo, si bien con la previsión de cortar la cola de rata, que es la más larga entre los roedores, y da yuyu. La vizcacha es el John Holmes del mundo animal.
EL PRESENTE, LO ÚNICO QUE TENEMOS / COMO LAS MANOS. Hasta la próxima, momento en el que les explico lo de la botarga/bottarga/boutargue. Un alimento y un aroma envasado por la naturaleza en un recipiente único, como sucede con nosotros.
EL ACCIDENTE. Uno se alimenta de recuerdos, y en mi dieta pesa un viaje de juventud con Diego, mi primo argentino, de melancolía certera y útil, por la Patagonia. Cocinamos como los griegos, con las manos, si bien en Viedma, un pueblo descrito por Darwin –en estos términos: simpatía inusitada,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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