COMO LOS GRIEGOS (IV)
La ‘bottarga’
Una suerte de charcutería marina. Una frontera, incomprensible, como todas las fronteras, pero en este caso épica
Guillem Martínez 22/08/2021
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BOTARGA/BOTTARGA/BOUTARGUE. La primera vez que comí bottarga fue hace mil años, en Bologna, cenando con los Luther Blissett, que hoy son, más o menos, los Wu Ming. En un siciliano extraordinariamente humilde y competente. Bologna es la capital gastronómica de Italia. Una ciudad no llega a ser capital gastronómica a través de sus buenos y grandes restaurantes, sino a través de sus malos y pequeños restaurantes. Es decir, a través de la cotidianidad. Es decir, a través de una solvencia colectiva sostenida en el tiempo, por parte de una sociedad que sabe lo que quiere, y que no acude a donde eso no se produce. En aquella cena, en la que teníamos que hablar de una novela de autoría colectiva, la liamos con otro objeto de autoría colectiva, la cosa bottarga, que uno de los Blissett pidió para agregar a su plato. Iniciada la sinfonía, el resto de la conversación fue extraordinariamente carnal, y circuló por todo aquello que se ve, se huele, se toca o se come. Me hablaron, extasiados, de diversos embutidos boloñeses, recuerdo. Y me volvieron a recomendar, por enésima vez en la vida, y también de manera infructuosa, que nunca comiera mortadela –en Bologna aún existe la tienda en la que se inventó la mortadela, en el siglo XIV; o, al menos, en Bologna hay una tienda que se da el pego de eso–. La mortadela es, en fin, un alimento que se parece sumamente al amor en que a) quita el hambre de cuajo, b) nunca tienes suficiente, y c) es preferible no saber de qué está hecho. La izquierda alternativa italiana es, estadísticamente, por otra parte, esa cena. Es leída, delicada, sexy, sabe que la carnalidad es una región de la inteligencia, como la igualdad, y tiende, por ello, a tener la sensibilidad solucionada. Lo que permite entender que comer –poder comer y, si se puede, elegir qué y cómo y con quién– es un hecho político. Por otra parte, es una izquierda, como su nombre indica, problemática. Y, por ello, intransigente con los opuestos a la libertad y la igualdad. El neoliberalismo, por ejemplo. El neoliberalismo, por definición, grita y engulle. Es un fanatismo, opuesto a la sensualidad, a la que transforma en objeto y substituye por su precio y estatus. En el momento de comer, insta a otra ceremonia, diferente a la que inventamos en el paleolítico, con las manos, y con la que, en líneas generales, no nos ha ido mal. Añoro, por otra parte, esa izquierda radical y sensual en España, biotopo de izquierdas en ocasiones más fascinadas con el léxico y el qué dirán, que con la bottarga, esa metáfora de lo material. El léxico, las palabras, son aire. A través de la laringe. Hola. Esto es “Como los Griegos”. Ya saben. Servir y comer lo que hemos hecho con las manos, y con el mayor grado de sensualidad que podamos. Hoy, la bottarga, a partir de ahora la B. Hay pocas cosas más sencillas y sensuales que una B.
EL FASCINANTE MUNDO DE LOS ENVOLTORIOS. Así, a palo seco, la B es un envoltorio. El mundo de los envoltorios naturales no te lo acabas. Es fascinante e incomprensible. Un huevo, un plátano, un limón son lo que son bajo un envoltorio planificado durante miles de años. Unas medias, ese envoltorio para piernas que llevan algunas damas y algunos caballeros, no son más que eso. Lo que explica el carácter sensual de los envoltorios naturales –la seda, en el caso de las medias– que envuelven algunos comestibles –las piernas, ya puestos–. Quizás el de la B es uno de los envoltorios más frágiles, sólo después de las medias. La B no es otra cosa que huevas de pescado. Pero, y he aquí la pirueta, envueltas en una membrana ovárica de escaso grosor, que encierra y contiene el todo. Esa membrana se extrae de pescados capturados en verano, cuando papá y mamá pescado le han hecho a la membrana ovárica lo que la primavera a los almendros. Sumergidas en salazón, prensadas y secadas, son un producto perplejo y milenario, que tarda casi 100 días en prepararse. El resultado es una suerte de charcutería marina. Una frontera, incomprensible, como todas las fronteras, pero en este caso épica. Las B pueden ser de varios pescados. Así, a lo bestia, hay dos tipos. A) La B de atún, que se come aparte. De hecho, no tiene las prestaciones culinarias del resto de B. En contrapartida, está que tira de espaldas. Por ejemplo, cortada en rodajas finas, y salpicadas con la sangre simpática de un limón, ese objeto con envoltorio amarillo. O medias amarillas, lo que le convierte en una fruta yeyé. Y B), el resto de B. Las hay de maruca, y yo las he visto de salmonete o de merluza. Pero la más I+D es sin duda la de mújol/llissa/muggine, un pescado que no es nada del otro jueves, salvo por su membrana ovárica. La B, de un pescado u otro, existe en ambas riberas del Mediterráneo, ese mar unido por sus gustos y separado por alambradas, cuchillas, y diversos buques armados, con diversas armas de fuego de diversos calibres. Y en el Atlántico. O, al menos, en Mauritania. Y en el Pacífico: en Japón, donde han meditado el pescado por siglos y en modo zen, hay también algo parecido. La B, más para acá, tiene dos epicentros. Cerdeña y Grecia, país en el que me dicen que se conciben las B más delicadas. Corre por ahí que Byron fue el que sacó la B de Grecia. Algo dudoso. Y eso que en Grecia Byron lo sacó todo, literalmente, al punto de morir de cólera. Por aquí abajo hay B, buenísimas y en otra lógica, en Alicante, Murcia y Cádiz. En Alicante, Murcia, Cádiz, Cerdeña, Grecia, o Lima, son carísimas. Salen más baratas si se compran molidas. Pero no cometan esa locura. Una B razonable puede salir por unos 8-15 euros. Pero cunde. Con una B de 100 gramos tienes para 6 ó 10 personas. O 240, si una de ellas no es mi hijo. Para escribir estas líneas, me he comprado una B sarda. Por 9 euros. Es, además, una B kosher, según asegura su envoltorio. Los productos kosher son, simplemente, de una calidad extraordinaria. Deberíamos comer productos kosher siempre que podamos. Los alcoholes de alta graduación kosher son, por otra parte, absolutamente puros e inocentes. Ignoran la cuchillada por la espalda. Al día siguiente de una ingesta llamativa, uno descubre las ventajas de todo ello. Y que el dios del perdón también existe en el Antiguo Testamento. Es el de Isaías, a quien Tolstoi quiso tanto. Y que nos quiere, a su vez, incluso en el day after a una bolinga.
EL OBJETO Y SU SENTIDO. La función de una B es, en primer lugar, ella misma. Es bellísima, un producto antiguo, natural, encerrado en sí. Como un limón o una pierna. Y también huele bien. Su función secundaria es su sabor. Y su tercera función, su secreto, su importancia y su sinsentido, es solventar un problema con un sencillo golpe de genialidad. Casi un chiste. ¿Qué le pones a la pasta cuando la haces con frutos del mar? Si dices queso, y si encima vas y lo haces, deberás abandonar la academia. Se le pone nada, o se le pone B, que se ralla, encima de la pasta y una vez servida, como si fuera parmesano, y como si no hubiera un mañana. El resultado hace que la frente se quiebre, de manera que, de repente, vemos claros mensajes invisibles que el mundo había dispuesto para nosotros, como lo es la sencillez inabarcable de una boca. O de una pierna. Rayos, ¿qué me pasa hoy con las piernas? Aquí van un par de recetas. Para hacerlas como los griegos. Con las piernas –hala, otra vez–. La primera resalta la importancia de la B incluso sin otros productos de mar en su perímetro. La segunda es para hacer olvidar la primera y, en principio, todo. Es una maravilla. Me la hizo una persona, con medias, una vez que quería olvidar algo de lo que, en efecto, no me acuerdo. Disfruten. Pero, en todo caso, no las hagan con pasta normal, la de cada día. Utilicen pasta trafilata al bronzo. Es unos céntimos más cara. Se hace con moldes de bronce, no de plástico. Lo que confiere a la pasta porosidad, la capacidad de vampirizar el sabor que la rodea. Que, siendo discreto, es profundo y turbador en estos dos platos de spaghetti.
LA BOTTARGA A PALO SECO. Se pone a hervir la pasta. Y, mientras, en una sartén se doran ajos reducidos a su mínima expresión, a través de cachitos retacos. No se corten con el ajo nunca jamás en la vida, que la valentía empieza, en la vida, con el ajo. Posteriormente se agrega tomate a trozos pequeños, si bien no tanto. Los tomates, previamente, han sido escaldados en modo plis-plas, para pelarlos. Y quién haya querido –yo no– les ha sacado las semillas. Los tomates deben de quedar poco menos que crudos. En el último momento del minuto y pico que estarán en la sartén, se les agrega ralladura de B. Se remueve. Se saca del fuego. Se olvida. Es tan rápido todo esto que aún habrá que esperar a que la pasta acabe de hacerse. Yo aprovecho esos instantes de paz para fumarme un pito. Y para pensar en una pierna. Se cuela la pasta. Se agrega a la sartén. Se le da vidilla. Y se sirve, rociada con perejil a trocitos, esa hierba cuyo sentido es recordar la hermosura del verde. Cada uno, en su plato, se sirve, rallada, la B que quiera. Si mi hijo está entre ustedes, ese es el momento de inmovilizarlo. No escatimen julius. Cuando prueben lo que han cocinado, sabrán que no saben nada, y que eso es bello.
LA CAPILLA SIXTINA DE LA BOTTARGA. Este plato no tiene nombre. No es italiano, pues integra berberechos, esa locura inglesa y española, y ajena a Italia. Salvini, de hecho, expulsaría a todos los berberechos que accedieran a la costa italiana. Se precisan un par o tres de latas por cada 500 gramos de pasta. Abran las latas. Para ello disponen de una lengüeta, que se suele estirar, pero pueden hacerlo, si así lo desean, con los dientes. Si es esa la opción elegida, les recomiendo los caninos. Se separa el líquido de lo sólido. Se reservan ambas texturas. En una pequeña cacerola, metan aceite –ojo para calcular el aceite: el aceite y el líquido de los berberechos formarán el volumen de la salsa; siendo generosos, intenten no pasarse con el aceite, que queda todo hecho un pringue–, y ajos picados, à gogó, sin timidez alguna. Se confita la cosa ajete, sin llegar al hervor –es decir, al frito– en ningún momento. Pasados 15-20 minutos, se le agrega perejil. Al por mayor. Otra vez por el color y, si son irlandeses, por Saint. Patrick. Y, ahora, zas, el líquido de los berberechos. Se sube el fuego y se deja llegar al hervor. Momento en el que se apaga el fuego de repente, sin piedad alguna, en modo BDSM, y se deja el invento lejos de la fuente de calor. Y –tachán– se agregan los berberechos, cuando el alma de esa salsa se serena. Se mezcla todo eso con la pasta. En caso de que no esté hecha aún, cigarrillo y pierna. Se sirve. Cada uno de los griegos reunidos se sirve, a su vez, la B que va rallando con sus propias manos. Observe la mirada de los reunidos en la mesa cuando lo prueben. Le recordará a la suya, aquel día en el creía que podíamos volar, como aquella Navidad / en que viste al despertar / juguetes de cristal. La suspensión del juicio, que nos hace niños, nos hace inteligentes, y eso es lo que luego posibilita que podamos hablar como personas. Es absurdo, en fin, hablar sin profundidad. Comemos, como los griegos, para ello.
LO SENCILLO ES LO INOLVIDABLE. La próxima semana tiro la casa por la ventana, y les hablaré de la sencillez suprema y absoluta: cocinar con nada. O con casi nada. Con una simple –¿simple?– cebolla.
BOTARGA/BOTTARGA/BOUTARGUE. La primera vez que comí bottarga fue hace mil años, en Bologna, cenando con los Luther Blissett, que hoy son, más o menos, los Wu Ming. En un siciliano extraordinariamente humilde y competente. Bologna es la capital gastronómica de Italia. Una ciudad no llega...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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