MEDITERRANEANDO. UN ROAD TRIP POR LOS PIGS (y VI)
This machine kills Ceccardi (y VI)
El autor inicia el camino de vuelta a casa, con una parada en Atenas, otra en Livorno y otra en la ciudad natal de Nostradamus, Saint Remy de Provence. Sueña ya con las vacaciones del próximo verano
Steven Forti 31/08/2021
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Arthur Evans era un cachondo. Quería ser una especie de Heinrich Schliemann, pero al millonario prusiano le había tocado la lotería al encontrar Troya. ¿Qué hacer pues para no ser menos? Evans no se desanimó. En 1899, en cuanto Creta se independizó de los otomanos, compró con el dinero de su familia una colina de tierra a unos cinco kilómetros de Heraklion y se puso a excavar. En un par de años, consiguió descubrir el palacio de Cnosos y acuñó el término de civilización minoica. Para no quedarse corto, reconstruyó el palacio del rey Minos con mucha fantasía, le puso un poco de cemento por aquí y un poco más por allá, interpretó los diferentes espacios según su imaginación y repintó las paredes a su gusto. ¡Supera esto, Schliemann!
Fue la imagen de esa especie de Port Aventura arqueológico la que me dio los buenos días. Había colas de turistas con cámaras de foto constantemente en las manos, guías con paraguas de colores que repetían las mismas historias en todas las lenguas habladas en Babilonia, tiendas de souvenirs y algún que otro menda que vendía botellitas de agua. Compramos tres sin pestañear para intentar suavizar la resaca brutal que llevábamos encima. El raki de Manolis aún me empapaba la boca. “¿Qué hacemos aquí? ¿No te bastaba con las estatuas raras?”, le espeté a KITT. “¿Vienes hasta Creta y no le echas un vistazo a Cnosos? ¿Eres lelo del todo?”, me contestó. “Además, todo lo que está aquí sí que es raro. Si hubiese nacido medio siglo más tarde, a Evans lo habrían hecho alcalde de Las Vegas”. En su brutalidad, KITT tenía toda la razón. Incluso Atenea, que estaba también afectada por el aguardiente cretense de la noche anterior, asintió con cierta desazón. A los arqueólogos no les tenía mucho aprecio. Cosas de dioses, imagino.
Tras realizar todo el recorrido bajo un sol de justicia, propuse ir a buscar una bodega de vinos para mantener el mismo nivel de alcohol en el cuerpo. A principios de verano había visto Otra ronda, una divertida peli danesa, y pensé que no estaría mal seguir el ejemplo de esos profesores cincuentones del país de Kierkegaard. KITT aceptó encantado y Atenea no se opuso. En los valles que se abren al sur de Heraclión, los olivos se entremezclan con las viñas, donde se cultivan variedades autóctonas de la isla desde los tiempos de Teseo y el Minotauro. La familia Stilianou lleva un siglo exacto manteniendo un par de hectáreas de tierras con vides de Vidiano y Thrapsathiri, que producen unos vinos blancos frescos y muy aromáticos. Lo que iba buscando, sin embargo, desde que pisé Creta era el Mandilari que se suele mezclar con el Kotsifali para crear un delicioso vino tinto muy tánico. “Se dice incluso que Lavrenti Beria, el jefe de la policía soviética en los años más duros del estalinismo, se volvía loco por el Mandilari. Parece ser que en la primavera de 1941, cuando entre rusos y alemanes seguía vigente aún el pacto Ribbentrop-Molotov, le pidió a los nazis que le trajeran tres cajas de ese vino desde Creta”, nos explicó KITT. “¿Lo has leído en la Wikipedia?”, le pregunté. “No, en una novela de Ben Pastor”, contestó todo orgulloso. “¿Y los nazis cumplieron?” “Sí. Y Beria se pilló una cogorza descomunal pocos días antes de que Hitler invadiese la URSS”, añadió nuestro Virgilio de andar por casa. Para no ser menos que Beria, decidimos comprar nosotros también tres cajas de Mandilari.
A la salida de la bodega, KITT empezó a dar unas vueltas raras por las colinas de Peza y Archanes mientras los tres cantábamos a grito pelado Y nos dieron las diez. “La versión en la que Sabina hace un dueto con Julio Iglesias es lo más”, nos dijo KITT más feliz que una perdiz. “¿Y a este qué le pasa ahora?”, le susurré a Atenea. “Será la botella de Mandilari que se ha soplado”, me contestó. En realidad, el cabrón estaba buscando un monumento de los suyos. Al cabo de media hora lo encontró: en un cruce de la carretera, al lado de una bandera griega se erguía un palo de cemento envuelto en alambre. “¿Y esto?”, le pregunté pensando que era una de las cosas más raras que habíamos visto en todo el viaje. “Aquí es donde secuestraron al general alemán Heinrich Kreipe en abril de 1944”, respondió. “Kreipe era un héroe de guerra del frente oriental y, unas semanas después de que lo enviaran a Creta, ¡zas!, dos agentes británicos, ayudados por la resistencia cretense, lo pararon en medio de la carretera y lo secuestraron. Consiguieron esconderse en las cuevas del Psiloritis y de ahí bajaron al sur de la isla hasta que llegó un barco inglés para llevarlo esposado a Egipto. ¿Mola, eh?”. “Toda una hazaña, la verdad”, le dije. “Uno de los agentes británicos era el escritor Patrick Leigh Fermor”, añadió Atenea. “A mediados de los años treinta, cruzó Europa andando y en Atenas se enamoró de una noble rumana con la que vivió en la isla de Poros. Pasaban los días pintando y escribiendo. Con el estallido de la guerra, los británicos lo utilizaron por su conocimiento del idioma y la geografía griega. Vivió dos años disfrazado de pastor en las montañas de Creta hasta dar con la manera de secuestrar a Kreipe. Léete sus libros, KITT, eso es mejor que la Wikipedia”, zanjó la diosa con los ojos de mochuelo.
“Vayamos a Rethymno para ver la fortaleza veneciana”, dije para romper el silencio incómodo, ya que KITT se había tomado a mal la reprimenda de Atenea. En el viaje nos quedamos dormidos y el cabrón aprovechó para jugarnos una de las suyas. Cuando abrimos los ojos, estábamos aparcados en las afueras de un resort de lujo cerca de la playa donde se rodó Zorba el griego. KITT estaba hablando con un guarda de seguridad para que nos dejara entrar y ver una estatua muy cutre de Poseidón. “Dios, esto no se le habría ocurrido ni a Evans”, espeté. “No lo habrían puesto ni en una rotonda de la Comunidad Valenciana en los años del pelotazo, mira lo que te digo”, añadió Atenea. KITT había cruzado ya todas las líneas rojas. Quizá influenciados por la historia de Kreipe, o recordando los métodos de Beria, decidimos atar y amordazar al cabrón para tomar las riendas de un viaje que se nos había ido completamente de las manos.
Los últimos días en Creta fueron de hecho muy hermosos. Atenea me llevó a un pueblecito costero, Sugia, lejos de todo y de todos. Nos quedamos a dormir debajo de un tamarindo, nos bañamos en las aguas turquesas y frescas del mar de Libia, jugamos al tavlí y tomamos jarras y jarras de marouvas, un vino similar al jerez que se hace con la variante de uva Romeiko. Habíamos perdido por completo la percepción del tiempo. “Es hora de emprender el viaje de regreso”, me dijo dulcemente una mañana Atenea. “Además, quiero llevarte a mi ciudad”.
Nos embarcamos en el puerto de Souda rumbo al Pireo. KITT quería ver el cementerio de guerra de los Aliados donde está enterrado el arqueólogo John Pendlebury –tuvo peor suerte que su amigo Leigh Fermor–, pero fuimos inflexibles. “Aquí los maiali de la división X Mas del ejército fascista italiano hundieron un barco inglés en 1941. ¡Son esos que vimos en el museo naval de La Spezia!”, consiguió decir el cabrón, después de haberse quitado, tras muchos intentos, la mordaza. No le hicimos ni caso y le volvimos a tapar la boca. A grandes males, grandes remedios.
Atenas nos acogió al amanecer. “Te llevo a dar un paseo por la colina del Acrópolis. A estas horas no hay nadie y se puede ver bien esta desastrada ciudad de la que soy protectora”, me dijo Atenea con una mueca que parecía una sonrisa. Ya se sabe, los dioses siempre tienen razón. La capital helena brillaba en todo su esplendor. Su encanto no se encuentra tanto en el Partenón y lo que queda de la época de Temístocles y Péricles: la suya es una belleza escondida que se debe buscar entre los escombros de los edificios de Kerámikos, en las tabernas de Exarchia o en las vistas del golfo Sarónico que ofrece la colina de Filopapo. Atenas debes vivirla, no basta con visitarla.
Seguimos luego hacia el norte. Con KITT amordazado todo era más fácil. Fueron unos días de paz y amor. Disfrutamos de las carreteras que cruzan las llanuras de la Tesalia, paseamos por las rocas de Meteora y sus monasterios, atravesamos el monte Pindo hasta llegar a Igoumenitsa. “Nunca había visto una ciudad tan fea”, dije al vislumbrar el puerto. También KITT asintió. Nos embarcamos en otro ferry que nos llevó al sur de Italia. “A partir de ahora me deberás llamar Minerva”, me susurró Atenea al bajar en el muelle del puerto de Bari. “¿Cambiará algo entre nosotros?”, le pregunté preocupado. “No, bonito. Incluso te irá mejor. Ya no soy la diosa de la guerra: los romanos me han rebajado al nivel de diosa de la sabiduría y de las artes”, me contestó. “También soy la protectora de Roma. Un día te llevaré”. “¡Yupiiiii!”, exclamé aliviado.
Subimos hasta Avellino, donde nos hinchamos de mozzarellas de búfala y regamos el babá –de por sí ya empapado de ron– con un par de botellas de Fiano, un vino blanco que, según algunos enólogos, es el mejor de toda Italia. La siguiente etapa fue Montefiascone, un pueblo a orillas del lago de Bolsena, en el norte del Lazio. Atenea –ay, perdón, Minerva– me llevó a la Rocca dei Papi, la residencia de los papas allá por la Baja Edad Media. “Durante el papado de Aviñón, aquí vivía el cardenal de Albornoz”, me explicó. “Pero lo mejor del pueblo es el vino”, farfulló casi incomprensiblemente KITT. “Tienes razón. Venga, que te quitamos la mordaza. Pero nada de monumentos raros, ¿entendido?”, le contestó. “¿Vamos a la cripta de la iglesia de San Flaviano? ¡Porfaaaaaaa!”, soltó inmediatamente KITT. “Vale”, zanjó Minerva. “Ahí está la tumba de un pavo que la palmó por haber bebido demasiado vino del pueblo”, nos explicó el revivido Virgilio en plan alumno empollón. “Resulta que el hombre era un tal Martino, el copero del obispo Johannes Defuk. Este acompañó a Enrique V de Alemania a Roma en el año 1111 para recibir del papa la corona de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Al obispo le gustaba el vino, así que le dijo a Martino que se adelantara en el viaje para señalarle los mejores caldos que fuera encontrando. Cuando el copero encontraba un vino bueno debía escribir la palabra latina est en las puertas de la taberna. En las de Montefiascone escribió est tres veces con puntos exclamativos incluidos.” “Pues a comprar un par de cajas”, exclamé. “Seguro que le habría gustado también a Beria”, añadió socarrona Minerva.
Al día siguiente, tras pasar por las carreteras perdidas entre los bosques del monte Amiata, tierra de mineros y cazadores, paramos en el puerto de Livorno. Livorno es una ciudad maravillosa, aunque digan lo contrario. Esto os lo contaré en otro viaje. No solo fue el puerto de la Florencia de los Medici y tierra de acogida de gente de todo el mundo y todas las religiones. Fue también la ciudad natal de uno de los más grandes poetas y cantautores italianos, Piero Ciampi.
En Livorno nos esperaba Bobo Rondelli, gran amigo, cantautor y tombeur de femmes de fama internacional. Bobo es el mejor heredero en vida, arte y espíritu de Ciampi. Entre unas copas de spumante bien fresquito y unos espaguetis con almejas, Bobo cogió una guitarra, colgada en la pared de la trattoria en la que se podía leer, escrito con un rotulador, This machine kills Ceccardi. “El año pasado, vino a Livorno Susanna Ceccardi”, nos explicó riéndose. Ceccardi fue la primera alcaldesa de la Liga en la Toscana ‘roja’. Salvini la presentó como candidata de la ultraderecha en las elecciones regionales. “Vino a hacer un mitin aquí al lado, en la plaza Garibaldi, un barrio donde viven muchos inmigrantes. Vino a provocar. Además, afirmó que se debía prohibir que en las escuelas se enseñase Imagine de John Lennon porque es una canción comunista”, continuó Bobo. “Mira, yo venía de la playa y me estaba tomando una cerveza. Pero, ya sabes cómo soy, cogí la guitarra y me fui a la plaza cantando Imagine mientras Ceccardi estaba hablando.” El vídeo se hizo viral. Al final, Ceccardi perdió y Toscana se quedó en manos del centro-izquierda.
En el mismo restaurante estaba comiendo también el Rey de la Ruina, un artista urbano barcelonés, que acababa de pintar la pared de un edificio cercano con el careto de Pietro Mascagni, el compositor livornés famoso por la Cavalleria Rusticana. “Mascagni era fascista”, nos dijo Bobo mientras mirábamos el mural. “Pero salvó en su casa a un antifascista que estaba escapando de las escuadras de Mussolini. Para mí, al final, eso es lo que queda de una persona”, zanjó.
Nos pusimos otra vez en marcha. En honor al nombre del Rey de la Ruina, KITT, que se había reanimado, quiso jugárselo todo en el Casino de San Remo. Obviamente le fue mal. No nos quedó otra que seguir la carretera rumbo a Barcelona. “Paremos por lo menos una noche en la Provenza”, dije yo entristecido porque el viaje se acercaba a su fin. KITT nos llevó a Les Baux-de-Provence, un pueblecito medieval, lleno de callejuelas, que domina el valle del Ródano desde una colina. Pasamos la noche tomando pastis y cantando los grandes éxitos de Charles Aznavour hasta que nos echaron del último bar que quedaba abierto. Al día siguiente, desayunamos en la cercana Saint Remy de Provence. “En la calle de al lado nació Nostradamus”, soltó de repente KITT. “Anda ya”, dije. Presos de la curiosidad, fuimos a ver si era verdad y sí, una placa encima del portal recordaba al hombre más amado, junto a Trump, por los conspiranoicos de todos los tiempos. A KITT le dio por abrir al azar el libro con las profecías del boticario francés: “El tirano Siena ocupará Savona, / El vencedor fuerte tendrá flota: / Las dos armadas de la Marca de Ancona, / Por miedo el jefe se examina”, leyó. “¿Qué carajo significa?”, pregunté. “Nada. Como todas las chorradas que escribió ese charlatán”, contestó tajante Minerva. “Él y Rasputín son los embaucadores más patéticos de la historia mundial. El problema es que hay aún gente que se cree sus memeces”.
Mientras cruzábamos los Pirineos y Barcelona nos esperaba con los brazos abiertos, pensé que quizás Nostradamus quiso decirnos que el año que viene nos pegaremos un buen viaje por Italia. “Quedan once meses por lo menos. A ver si te portas bien, guapo”, comentó socarrona Minerva mientras me atusaba los rizos con sus manos de diosa.
Arthur Evans era un cachondo. Quería ser una especie de Heinrich Schliemann, pero al millonario prusiano le había tocado la lotería al encontrar Troya. ¿Qué hacer pues para no ser menos? Evans no se desanimó. En 1899, en cuanto Creta se independizó de los otomanos, compró con el dinero de su familia una colina de...
Autor >
Steven Forti
Profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Miembro del Consejo de Redacción de CTXT, es autor de 'Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla' (Siglo XXI de España, 2021).
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