MEDITERRANEANDO. UN ROAD TRIP POR LOS PIGS (V)
¡Pongan más piedras en el Pachnes, malditos!
El autor pasa unos días en Anopoli y en sus tabernas, donde come estupendamente y conoce a varios personajes de novela picaresca
Steven Forti 24/08/2021
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Me contaba mi abuelo que en mi valle, allá por el Trentino, se peleaban para ver quién tenía el campanario de la iglesia más alto. Cada pueblo decía que era el suyo. Llegaron incluso a pegarse durante alguna fiesta. Un día los de Aldeno añadieron a escondidas unos diez metros más a su campanario. Sanseacabó. La iglesia quedó un poco descompensada, pero nadie podía negarles que su campanario era el más alto de todo el valle. Cosas que pasan en las tierras del Concilio de Trento. En Creta, en cambio, siguen peleándose por saber quién tiene la montaña más alta de la isla. Según se dice, el Timios Stavros, en el Psiloritis, tiene 2.456 metros, mientras que el Pachnes, en las Montañas Blancas, tiene solo tres metros menos. Los de la provincia de La Canea no se lo creen y, por si las moscas, cuando suben al Pachnes llevan piedras para que la cumbre supere, tarde o temprano, el Psiloritis. Se cuenta que alguna guerra de clanes puede haber empezado también por esto.
Mientras Atenea me estaba acariciando la frente, KITT nos había llevado al otro lado de las Montañas Blancas hasta llegar a Hora Sfakion, un pequeño puerto en la costa meridional de Creta. Desde ahí, los Aliados habían evacuado a más de 10.000 soldados en la primavera de 1941, tras la invasión de la isla por parte de los nazis. Antes de que nuestro Virgilio de andar por casa se percatara del monumento que recordaba esa hazaña, Atenea le dijo que siguiera por la única carretera que había. “Os voy a llevar a un sitio donde veréis algo de la verdadera Creta”, añadió. KITT no puso reparos y siguió canturreando una tras otra todas las canciones románticas que conocía de Ioannis Parios. Podría haber sido peor. Después de unos cuantos kilómetros entre barrancos, curvas y cabras llegamos a Anopoli, una aldea recostada en una pequeña meseta a la sombra del Pachnes. Los carteles en las carreteras estaban llenos de balazos. “¿Tradición local?”, pregunté. “Algo por el estilo”, contestó Atenea.
Aparcamos en una plazuela donde se erguía la estatua de un hombre barbudo y armado con apariencia muy noble. “¿Y este quién es?”, dije espontáneo. “Ioannis Vlachos, mejor conocido como Daskalogiannis, es decir ‘Juan el Profesor’”, contestó KITT que, al ver una estatua, se estaba poco a poco animando. “¿Y Wikipedia qué dice de él?”, volvía a preguntar para picarle. “Era el hijo de un armador de por aquí”, replicó el cabrón sin inmutarse. “Entró en contacto con agentes rusos que le animaron para que organizase una rebelión contra los otomanos. En 1770, Daskalogiannis cumplió con el trato y consiguió controlar parte de la zona de Sfakia: llegó incluso a acuñar moneda. Pero los rusos nunca enviaron la flota que le habían prometido y, al cabo de poco tiempo, los turcos sofocaron la rebelión y le capturaron. Lo llevaron a Candia, la actual Heraklion, lo torturaron, lo despellejaron vivo y lo ejecutaron”. “Nunca te fíes de los rusos”, sentenció Atenea, que algo de estrategia militar debía saber. “A los indepes tampoco les ha ido tan mal”, añadí yo.
Había llegado la hora de cenar y nos metimos en una taberna poblada de los incombustibles del pueblo. Campesinos y ganaderos, quemados por el sol, con sus barbas largas y pantalones militares que tomaban cervezas y fumaban Karelia. Kostas, el dueño, nos acogió con una sonrisa, un litro de vino rosado de la casa, unas excelentes costillas de cordero y un plato de brian, verduras asadas de su campo acompañadas por mizithra, un sabroso queso fresco de estas tierras. Luego llegó el turno del galaktoboureko –el tradicional pastel de leche griego– y, obviamente, del raki. En Anopoli se estaba muy bien: decidimos quedarnos unos días. Incluso KITT parecía relajado. Se hizo amigo de dos motoristas alemanes que llevaban dando vueltas desde principios de mayo. “Han hecho más de 17.000 kilómetros, pasando por Ucrania, el Cáucaso y Turquía”, nos contó todo excitado. “¿Lo hacemos también nosotros?”, preguntó animado como un niño. “Quizás el año que viene”, le contesté mientras un meltemi extrañamente suave nos refrescaba del sofocante calor del Mediterráneo oriental. Nada parecía poder estropear ese idilio.
Atenea nos llevó por caminos en los que no encontramos a nadie. Un día bajamos hasta la playa de Agios Pavlos que toma el nombre de una pequeña iglesia bizantina dedicada a San Pablo. Se dice que, ahí, el barco que llevaba el apóstol a Roma en el I siglo d.C. tuvo que parar por una tormenta.
Toda esa costa cretense está surcada por profundas y largas gargantas. KITT quería ir a la más famosa, la de Samaria. “Ahí se regugió el rey Jorge de Grecia para que no lo capturasen los alemanes en mayo de 1941”. “¿Te has vuelto incluso monárquico?”, le solté. “¿Te imaginas a Juancar caminando dos días por los Picos de Europa para salvar el pellejo? ¡Quiero verlo! En España se van al exilio en avión para acabar en un resort de lujo en Emiratos Árabes”, me contestó bravucón. En eso tenía razón. “Lo siento KITT, pero a Samaria no podemos ir. Está cerrada por riesgo de incendios”, dijo Atenea. “Pero iremos a otras dos gargantas, igual de bonitas y mucho menos turísticas”, añadió.
En la de Imbros pasaron, cansadas y famélicas, las tropas aliadas bajo el fuego de los Stukas alemanes para llegar a Hora Sfakion. “Entre ingleses, australianos y neozelandeses, había también unos setenta republicanos españoles”, nos contó Atenea mientras bajábamos por la garganta. “Resulta que, tras haber escapado a Francia en 1939, se alistaron en la Legión Extranjera francesa. Los llevaron a Siria y, de ahí, se sumaron a las tropas británicas de la CreForce. Algunos consiguieron ser evacuados a Egipto, otros acabaron en los campos de concentración, después de ser capturados por los nazis”. KITT tomaba apuntes.
Otro día nos llevó por un camino mucho más largo. De Anopoli bajamos hacia Loutro, una especie de pequeña Portofino cretense, y continuamos hacia el oeste por la costa, pasando por Fenix. “Aquí basta con que levantes unas piedras para toparte con algún antiguo pueblo. Minoico, micénico, helenístico, romano o veneciano, vete a saber”, comentó Atenea, mientras miraba hacia la isla de Gavdos. “Hace un tiempo, esta se llamaba Ogigia. Era la isla de Calipso”, nos explicó suspirando. “Tuve que convencer a mi padre para que le dijera a la ninfa que dejase salir a Odiseo rumbo a Ítaca.”
Seguimos hasta Marmara, una minúscula bahía que se encuentra en la desembocadura de la garganta de Aradena. “Esto parece el Gran Cañón”, dijo exultante KITT. Subimos toda la garganta, entre esqueletos de cabras que habían caído desde las alturas, matorrales punzantes y enormes rocas que se habían desprendido hace siglos. Sudados y exhaustos, llegamos a un puente de hierro que conectaba los dos lados del cañón. “¿Y eso?”, pregunté. “Lo construyeron los hijos de una especie de Amancio Ortega de por aquí, Paul Vardinogiannis. Se lo había prometido a los habitantes de Agios Ioannis, el pueblo donde nació, para que no se quedara aislado”, contestó Atenea.
Una vez arriba, KITT se puso a arrancar higos de unos árboles como si no hubiera un mañana. Aradena es hoy un pueblo fantasma. Higueras y olivos han crecido dentro de las casas derruidas. “Aquí os quería traer”, dijo nuestra diosa con ojos de mochuelo, una señal de sabiduría y perspicacia para los antiguos. “Está abandonado desde finales de los años cuarenta. Las dos familias principales se mataron a tiros entre ellas. Aquí tenéis el cementerio de una de ellas. Ahí, el de la otra”, nos explicó. “¿Guerra entre clanes?”, preguntó KITT. “¿Vendetta cretense?”, añadí yo, pensando inmediatamente en Sicilia. “Esto es lo que cuentan”, musitó Atenea. “Pero creo que la fecha no es casual. Esto pasó en 1947, en medio de la guerra civil griega. Posiblemente, una de las dos familias era comunista y la otra monárquica. De hecho, uno de los pocos supervivientes se escapó a Tesalónica. En Macedonia, sobre todo en las montañas fronterizas con Albania e Yugoslavia, los comunistas controlaban todo el territorio”.
Volvimos a Anopoli con una extraña sensación. Solo el vino fresco de Kostas pudo devolvernos un poco de serenidad. A la mañana siguiente, KITT estaba otra vez nervioso. Sin decirnos nada, nos llevó hacia el este: quería ver el monasterio de Preveli que, junto al de Arkadi, es el más famoso de Creta. “Aquí se levantó la primera bandera griega en la insurrección de 1821. Además, en el verano de 1941 se refugiaron unos cuantos centenares de soldados ingleses, australianos y neozelandeses que no habían logrado escapar de la isla”, nos explicó. “Los monjes los escondieron durante meses en sus celdas hasta que unos submarinos llegaron a la bahía de ahí abajo para llevarlos a Egipto”, añadió indicando una singular playa con palmeras, colonizada en la actualidad por los turistas. Antes de llegar al monasterio hay un extraño monumento de un soldado y un monje que llevan fusiles.
Estábamos hambrientos y buscamos una taberna. En Grecia, y en Creta especialmente, es casi imposible comer mal. No sabíamos a dónde ir, así que KITT echó un vistazo a Google para ver lo que había en los alrededores. “En Lefkogeia está la taberna de un tal Stelios, valorada con un 4,6. Comida casera y rica, por lo que dicen en los comentarios”. “Vamos, pues”, contesté. Nunca comimos tan mal. Por suerte, nos trajeron una botellita de raki que nos ayudó a digerir. Toda esa parte de la costa de la isla está abarrotada de turistas ingleses, alemanes e italianos así que nos escapamos lo más lejos posible. Tras subir y bajar por carreteras empinadas, acabamos en Lentas, otro pequeño pueblo costero. Todo parecía haber quedado en los años ochenta. “Necesito una cerveza”, exclamó KITT. Nos metimos en el Ostria, un bar construido con trozos de madera en una playa en las afueras del pueblo. No había nadie, solo un señor barbudo con una barriga imponente, cubierta por una camiseta con el careto de Che Guevara. Estaba durmiendo en una cama tendida en medio del bar al aire libre. “Tomad lo que queráis. Si no tenéis dinero, ya me lo daréis cuando podáis”, nos dijo con los ojos aún cerrados. KITT se hizo inmediatamente amigo de Babis, así se llamaba el hombre. Empezaron a hablar de la revolución cubana y de Camilo Cienfuegos, cuyo retrato estaba colgado de un enorme tamarindo. Atenea me enseñó a jugar al tavlí, el backgammon griego, mientras Babis nos ponía viejos casetes de Dionysis Savvopoulos. Cuando sonó Adeia Mou Agkalia, la versión que hizo de Into My Arms de Nick Cave, Atenea me besó dulcemente los labios. ¿Qué más se puede pedir que ser besado por una diosa en un bar de un comunista libertario griego en una playa aislada en el sur de Creta? Algo más tarde, Babis vino con un pote lleno de argila y empezó a esparcírnosla en la cara, canturreando alegre. “Eso bueno para piel”, nos dijo en su inglés macarrónico. Al contrario de los otros mortales, Babis, que había descubierto el secreto de la felicidad, podía atreverse a masajear la cara de una diosa.
“Vamos a la taberna de Manolis”, dijo KITT. “Si es como la de Stelios, vas tú solito esta vez”, le solté. “Esta es buena de verdad. Me la aconsejó Babis”, contestó el cabrón. Dicho y hecho. Babis no se equivocaba. La moussaka estaba deliciosa. Además, Manolis era otro personaje de novela picaresca. Pelo largo recogido en una coleta, larga nariz aguileña, barba de monje, risa a flor de piel. Nos contó que antes había sido camionero y que iba mucho al País Vasco. “En Ventimiglia he fumado la mejor marihuana de mi vida, my friend”, me soltó mientras no paraba de llenarnos los vasos con el inacabable raki. “El otro día me partí el pie”, nos dijo mientras se quitaba un zapato y nos enseñaba un pie hinchado, cubierto por una venda deshilachada. “El médico me dijo que debía estar seis meses en la cama. ¿Y cómo hago con la taberna? Le dije que mi medicina lo cura todo”, añadió mientras nos obligaba a otro brindis de ese aguardiente cretense. La noche se alargó cuando se sumaron a la mesa Ulrich, un señor alemán que decía haber trabajado con Tarkovsky, y su compañera, una bailarina francesa pelirroja que había vivido en Barcelona. Ulrich era majo y culto, pero era antivacunas y estaba obsesionado con todo el tema de la dictadura sanitaria. Al vigésimo brindis de raki, KITT estuvo a punto de desmayarse, así que nos fuimos a dormir.
“¿Y la visita a la cueva de tu padre en el Psiloritis?”, farfullé totalmente borracho mientras me agarraba al brazo de Atenea. “Zeus está siempre dando tumbos por aquí y por allá, transformándose en sátiros, ancianos, matronas, ríos, nubes o lo que sea para ligar con alguna ninfa o alguna muchacha. ¿Sabes que decía Ovidio de él?”. “Ni idea”, contesté. “Quis enim deprendere possit furta Iovis? Es decir, ¿quién podría jamás pillar a Zeus durante sus aventuras amorosas?”. No dije ni mu. Pensé solamente que si era él quien me pillaba a mí liándome con su hija me castigaría con una pena peor que la de Tántalo o la de Sísifo. “No te preocupes. Yo también soy una diosa. A ti no te va a tocar ni con una pluma, bonito. Solo tienes que portarte bien”, me dijo Atenea, que sabía leerme en el pensamiento. En ese instante, caí rendido en los brazos de Morfeo.
Me contaba mi abuelo que en mi valle, allá por el Trentino, se peleaban para ver quién tenía el campanario de la iglesia más alto. Cada pueblo decía que era el suyo. Llegaron incluso a pegarse durante alguna fiesta. Un día los de Aldeno añadieron a escondidas unos diez metros más a su campanario. Sanseacabó. La...
Autor >
Steven Forti
Profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Miembro del Consejo de Redacción de CTXT, es autor de 'Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla' (Siglo XXI de España, 2021).
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