MEDITERRANEANDO. UN ROAD TRIP POR LOS PIGS (IV)
Agapa Me
El autor recorre Creta, isla que nadie ha conseguido gobernar por las buenas o por las malas. En ella rigen leyes no escritas. Los que vienen de fuera no lo entienden y acaban provocando desastres o haciendo el ridículo
Steven Forti 17/08/2021
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Estaba huyendo en la cima de una montaña bajo un sol de justicia. Me perseguía una cigarra gigantesca. Buscaba algo para esconderme, pero no había nada. Nada. Ni una cueva, ni un árbol. No se vislumbraba ni un matorral en el horizonte. Había solo cabras. Y piedras, que intentaba esquivar para no partirme un tobillo. De vez en cuando me daba la vuelta y ese insecto monstruoso, más grande que un helicóptero, seguía siempre ahí. Y se iba acercando. Las piernas empezaban a cederme y me faltaba el aliento. No podía más. De repente me topé con un barranco. Tuve que pararme. Una de dos: o me tiraba, 500 metros de salto hacia las profundidades del mar azul, o me convertía en pasto de ese monstruo. La cigarra me miraba con sus ojos alienígenas inyectados de sangre. Le di la espalda y me tiré rezando un Pater Nostrum. Fue en ese instante en que me desperté empapado de sudor.
El sonido de las cigarras era ensordecedor y el calor insoportable. Atenea estaba acariciándome dulcemente la cabeza que tenía apoyada en su regazo. “¿Dónde estamos?”, farfullé atontado. “En las afueras de Chaniá. Has dormido de un tirón desde que te desmayaste en el templo de Poseidón y ahora has tenido una pesadilla. Todo está bien, no te preocupes”. “¿Y qué hacemos en Creta?”, le pregunté. “Quería volver a ver el lugar dónde nació Zeus, mi padre. Está en el otro lado de la isla, en el monte Psiloritis. Pero tuve que llegar a un trato con KITT. Así que hicimos una parada aquí para que pudiera ver la tumba de Venizelos y la estatua de Spiros Kayales. Ya sabes su manía con los monumentos extraños. Ven, te los enseño”. “¿Hace realmente falta?”, le dije. “Sí, porque la vista es preciosa”.
Entramos en el parque construido en memoria del más importante político de la Grecia contemporánea, Eleftherios Venizelos. Antes de convertirse, por primera vez, en primer ministro del gobierno heleno en 1910, había liderado la sublevación de Creta, la isla donde nació. La brisa del Egeo y la sombra de los pinos me espabilaron. La tumba de Venizelos era muy sencilla: una laja de piedra que mira al golfo de Chaniá. Al fondo se veía la península de Rodopou y el perfil de los Lefka Ori, las montañas blancas que dominan este lado de la isla. KITT estaba mirando asombrado la estatua de un hombre barbudo y armado que levanta una enorme bandera griega. “Es Spiros Kayales”, me explicó Atenea. “En 1897, cuando los cretenses se levantaron por última vez contra los otomanos para pedir la unificación con Grecia, Kayales recuperó la bandera abatida por las bombas lanzadas desde los barcos de las grandes potencias y se convirtió en una especie de mástil humano para sostenerla. Se dice que el almirante italiano Canevari paró el bombardeo y todos los marineros aplaudieron la hazaña heróica de Kayales”. “Esto tengo que contárselo a mis amigos independentistas catalanes”, dijo entusiasta KITT. “¡Apuesto a que van a hacer inmediatamente una estatua de Puigdemont que iza una estelada en la cima del Canigó!”. “Hombre, puedes decírselo también a tus amigos de Madrid”, le contesté. “No sé si es mejor un hombre que iza una bandera o uno que lleva una lata de petróleo como la de la plaza de Cascorro”, ironizó KITT. Incluso Atenea, que pasa olímpicamente de las rencillas políticas del siglo XXI, se rió gustosamente. “Por lo menos parece estar otra vez de buen humor”, me susurró al oído. “Después de descubrir lo del graffiti de Byron, se había quedado un poco deprimido. En todo el viaje en ferry desde el Pireo no me dijo ni mu. Se tragó una botella entera de ouzo cantando las canciones más tristes de Markos Vamvakaris, mientras tocaba un bouzouki imaginario. Los otros pasajeros se quedaron mirándolo con una mezcla de fascinación y desconcierto”, me contó.
Era aún pronto y decidimos bajar a Chaniá. La ciudad se estaba despertando perezosamente y no había casi nadie en el puerto de la que durante un tiempo se conoció como la Venecia del Este. Tomamos un freddo espresso sentados en un café al lado de la mezquita de los Jenízaros, mirando a la fortaleza de Firkas y al pequeño faro que cierra la muralla veneciana.
Luego nos pusimos otra vez en marcha. Seguimos el perímetro de la isla hacia el oeste, en busca de alguna calita aislada, pero todo el golfo de Chaniá está ya explotado por el turismo low cost. “Vamos al cementerio de guerra alemán”, dijo KITT. “Ahí no habrá nadie”. No se equivocaba.
El cementerio se erguía en una pequeña colina justo detrás del aeropuerto militar de Máleme. Lo construyeron en los años setenta un grupo de excombatientes alemanes para dar sepultura a los más de 3.000 paracaidistas fallecidos en la batalla de Creta. Tras haber conquistado Yugoslavia y la Grecia continental, a mediados de mayo de 1941 Hitler quiso tomar la isla en la que los ingleses llevaban desde hacía un año organizando la CreForce, una fuerza de resistencia compuesta por 40.000 soldados transportados desde Oriente Medio. Los alemanes lanzaron millares de paracaidistas en la operación Mercurio. “Fue la primera vez en la historia en que se realizaba un ataque con paracaidistas sin intervención de tropa terrestre”, nos contó KITT que –no tengo dudas– acababa de leerlo en la Wikipedia. Los bombardeos sobre Chaniá, Rethymno e Iraklion fueron brutales. Tras una semana de durísimas batallas, los alemanes se hicieron con el aeropuerto de Máleme y los ingleses se refugiaron en las montañas del interior. Unos 11.000 consiguieron ser evacuados desde el pequeño puerto de Sfakiá, en la costa meridional, hasta Egipto.
“La propaganda nazi dijo que la operación fue un éxito. Mentira podrida. Los paracaidistas murieron como moscas en los primeros días”, nos contó KITT que había visitado el pequeño museo en la entrada del cementerio. “Descargaron su rabia contra la población cretense que había luchado con los ingleses. El general Kurt Student ordenó represalias desde el primer día. En los pueblos del interior los alemanes mataron a centenares de hombres, mujeres, viejos y niños. Y siguieron así hasta el final de la ocupación de la isla, cuando capitularon en mayo de 1945. Un año antes, además, deportaron a los judíos que vivían en Creta: el barco que los llevaba a los campos de concentración en Polonia fue hundido por un bombardeo aliado en medio del mar Egeo”. “La guerra es esto: muerte y sufrimiento”, comentó Atenea que de combates algo sabía siendo la diosa de la guerra. “Et le nationalisme, c’est la guerre”, añadió KITT citando a Mitterand.
Un amigo me había hablado de la bahía de Balos. “Es preciosa”, me dijo hace unos meses. “¿Por qué no vamos ahí?”, pregunté. Atenea se quedó mirando hacia las montañas blancas sin decir nada: quizás pensaba en el cachondo de su padre. KITT pisó el acelerador sin pensárselo dos veces. Al cabo de un rato, acabamos en una infinita procesión de coches de alquiler que se metían en la destartalada carretera pedregosa que cruza la deshabitada península de Gramvousa. Tras una media hora de caravana, aparcamos donde pudimos y bajamos por un sendero empinado. La vista era espectacular, pero el lugar rebosaba de turistas. “Parece la Barceloneta”, escupió malhumorado KITT. Tenía razón. “Probemos en Falasarna”, aconsejé. “Quizás ahí tengamos más suerte”.
Falasarna era otra bahía de ensueño, pero nos encontramos con la misma situación. “Es mediados de agosto. ¿Qué os esperábais?”, dijo Atenea que volvía a la realidad tras unas horas de silencio. No lo olviden: Atenea siempre tiene razón. Que se lo pregunten a Odiseo. Seguimos pues por la vieja carretera de la costa hacia Sfinari, un pequeño pueblo que se yergue encima de otra bahía. Bajamos hacia el mar: no había nadie. Solo un par de tabernas. El sol estaba siendo engullido por las olas y debíamos recuperar fuerzas. Un hombre grandullón, con una barriga imponente, atizaba el fuego en una barbacoa casera, mientras cantaba con un vozarrón de barítono canciones melancólicas. “Kalispera, filé”, me soltó mirándome desde sus viejas gafas con una sonrisa de mercader libanés. Manolis, así se llamaba, nos sirvió enseguida una pata de pulpo y una barracuda pescados esa misma mañana por su primo. “Huélelo”, me dijo en griego. “Está fresquísimo”, añadió, por lo que entendí. Manolis no se equivocaba. Atenea pidió también una versión cretense de los dolmades. “En vez de utilizar las hojas de parra, hay quien pone el arroz y las especies en las flores de calabacín. Y las acompañan con un queso fresco muy suave. Están deliciosas”, nos explicó. KITT decidió bañarlo todo con un lefkó krasí, un vino blanco de la casa. En la taberna de Manolis se estaba divinamente. ¿Por qué irnos? Nos quedamos ahí un par de días. KITT se emborrachaba sin darnos la lata con monumentos raros y Atenea podía cuidarme mientras me contaba historias antiguas que me recordaban a las lecturas de Homero y Ovidio que había hecho en el instituto.
Al tercer día, como si fuese Odiseo retenido por Calipso en la isla de Ogigia, KITT se despertó ansioso. “¡Quiero ir a las montañas!”, nos dijo delante de un yogur griego enriquecido con fruta fresca y miel. Si KITT se volvía majara era un problema, así que esta vez no le dimos largas. Nos metimos por carreteras estrechas y zigzagueantes entre montañas y valles para llegar a la garganta de Topolia. “Creta está llena de gargantas que te dejan sin aliento. ¿Por qué has querido venir aquí?”, le preguntó Atenea. “Quiero ver la cueva de Agia Sofia”, contestó. Tras dos horas arriba y abajo en un lugar olvidado por todos los dioses del Olimpo, llegamos a una pequeña cueva con un ícono de Cristo traído desde Constantinopla por los cretenses que lucharon en la defensa de la ciudad frente a los otomanos a finales del siglo XV. Con tal de que se fuesen, Mehmed II les dejó llevarse lo que querían. “¿Hemos venido aquí por esto?”, le pregunté a KITT. “Sí, pero lo que más me interesaba era ver si estaban los esqueletos sin cabeza del obispo Misail Psaromilingos y de su hermano. Resulta que en 1347 se ofrecieron para ser decapitados por sus hijos”. “¿Y eso?”, comenté desconcertado. “Con sus cabezas querían pedir una amnistía a los venecianos que administraban la isla”.
No había esqueletos en la cueva. KITT se quedó un poco tristón. “Deberías buscar algo más alegre que hacer de vez en cuando. No puedes estar siempre mirando cementerios, estatuas raras o esqueletos decapitados”, le dijo con tacto Atenea, mientras comíamos una cabra al horno con queso y limón en una taberna que se anunciaba desde la carretera con un cartel muy ochentero. KITT se ensimismó y empezó a mirar el móvil. “Ha caído Kabul”, nos dijo abatido. “Los talibanes ya controlan todo el país. El aeropuerto de la capital se está convirtiendo en un infierno”. Afganistán es un poco como Creta. Nadie consigue gobernarlo, por las buenas o por las malas. Sean muyahidines, talibanes, rebeldes cristianos o ganaderos de las montañas blancas. En esos dos trozos de tierra, siglo tras siglo, rigen sus leyes no escritas: los que vienen de fuera no lo entienden y acaban provocando desastres. “O haciendo el ridículo”, zanjó Atenea.
Decidimos dirigirnos entonces hacia la remota región de Sfakiá donde nadie, ni los venecianos, ni los turcos ni los nazis, consiguieron imponerse a la población local. “A ver si hay cigarras también ahí”, pensé mientras KITT ponía Agapa me, la versión griega, cantada por Giannis Poulopoulos, de Abrázame de Julio Iglesias. “Os dejo un poco de intimidad”, soltó el cabrón mientras Atenea me besaba suavemente la frente.
Estaba huyendo en la cima de una montaña bajo un sol de justicia. Me perseguía una cigarra gigantesca. Buscaba algo para esconderme, pero no había nada. Nada. Ni una cueva, ni un árbol. No se vislumbraba ni un matorral en el horizonte. Había solo cabras. Y piedras, que intentaba esquivar para no partirme un...
Autor >
Steven Forti
Profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Miembro del Consejo de Redacción de CTXT, es autor de 'Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla' (Siglo XXI de España, 2021).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí