Memorias de la Revolución de Saur
Hace más de cuarenta años, los comunistas tomaron el poder en Afganistán para crear una sociedad más igualitaria y acabar con el feudalismo. El autor, que recorrió el país en los 70, plantea algunas de las claves de su derrota
Jonathan Neale (Jacobin) 23/08/2021
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El 28 de abril de 1978, hace más de cuarenta años, los comunistas lograron hacer una revolución en Afganistán. Mi amigo Tahir Alemi fue uno de esos comunistas. Era un buen tipo, generoso y amable, y quería cambiar el mundo.
Tahir era profesor de literatura pastún en la Universidad de Kabul. Su estirpe era antigua. Su padre era un pequeño campesino que vivía en el poblado de Nangarhar, cerca de la frontera con Pakistán. La familia trabajaba su propia tierra y hasta tenía un aparcero, signo de que le iba mejor que a la mayoría. – Tahir amaba a su padre, a sus hermanos y a su madre, pero en un momento tuvo que enfrentarse a los valores que pregonaban.
En los años 1970, Afganistán era un país feudal. El poder no estaba del lado de los empresarios urbanos, sino de los grandes terratenientes que vivían en las fortalezas de las zonas rurales. A veces había dos señores en un poblado, a veces uno solo. En ciertas áreas, muchas aldeas estaban bajo el dominio de un solo hombre. Había muchos campesinos como el padre de Tahir, que con suerte tenían un peón, pero trabajaban su propia tierra.
Debajo de ellos estaban los aparceros, que eran probablemente la mitad de la población y a los que se les permitía quedarse con un tercio de la cosecha. En el poblado de Tahir, los aparceros representaban solo un quinto de la población porque la tierra era bastante buena. A todos los aparceros, trabajadores y pastores se les pagaba lo justo para comprar tres panes naan por cada dos adultos y dos por cada dos niños. Es decir, 2.000 calorías por adulto y 1.300 por niño. No podían comprar más comida.
A comienzos de los años 1970, viajé a Afganistán como antropólogo. Las personas con las que me encontré habían sido nómadas con rebaños de ovejas, pero su situación había empeorado con el tiempo. Su nivel de vida era equivalente al de cualquier afgano pobre. Las mujeres usaban dos vestidos en toda su vida, uno cuando llegaban a la pubertad y otro cuando se casaban. Una familia común solo poseía una pequeña taza de té. Comían carne con emoción una vez al año, durante la fiesta del profeta. Para saborear mejor el pan, cocinaban una sopa con tréboles y otras verduras de hoja que recolectaban. Dos de las tres familias más ricas de aquel pequeño poblado de treintaitrés hogares competían entre sí dándonos muestras de hospitalidad a mi esposa y a mí. En una ocasión especial, una familia fritó un huevo para convidarnos. La otra nos invitó un guiso con una pequeña papa. Nadie más lograba acceder a esos ingredientes.
Por supuesto, sostener una explotación de esa magnitud –de dos tercios a cuatro quintos de la cosecha quedaban en manos de los propietarios de la tierra– implicaba prácticas crueles y violentas. Las ejercían los señores locales junto a sus guardaespaldas y matones, siempre con apoyo del gobierno. Mohammed Zahir Shah –rey de Kabul– y su familia, habían consolidado su poder privilegiando en cada distrito a un señor que actuaba como su lugarteniente. “Antes era directamente una tiranía”, me contó Tahir una vez. “Los tipos venían y mataban a toda tu familia. Ahora, en cambio, es una democracia. Ya no se meten con la familia: se la agarran con uno solo y como mucho llegan a arrancarle los ojos”. Era un chiste. Nos reímos.
Afganistán era un país pobre, conformado en gran medida por zonas áridas, desiertos y montañas. El gobierno no tenía suficiente poder como para cobrarles impuestos a los grandes terratenientes ni a los pequeños campesinos. En cambio, debía contentarse con los aranceles aduaneros. Desde 1842, los gobiernos afganos se habían apoyado en distintas formas de subsidios extranjeros, que provenían sobre todo de Gran Bretaña. Desde los años 1950 en adelante, Afganistán empezó a “desarrollarse”. Durante la Guerra Fría, Rusia y Estados Unidos se hicieron cargo, en concepto de asistencia, del 80% del presupuesto civil y de la mayor parte del presupuesto militar del país. Los rusos cubrían casi dos tercios de los gastos y los estadounidenses el tercio restante. La industria y el desarrollo económico eran marginales. El dinero que llegaba terminaba sobre todo en el ejército, en la escuelas y en la burocracia estatal. Bastó para que miles de estudiantes empezaran a asistir a la Universidad de Kabul y cientos de miles a las escuelas. La vieja clase dominante de terratenientes era muy pequeña y no podía cubrir todos los cargos docentes y estatales necesarios. Las personas que se habían beneficiado de la nueva educación eran hombres como Tahir, hijos de campesinos pertenecientes a cierto estrato medio. Sus padres y abuelos siempre habían odiado silenciosamente a los grandes terratenientes y al gobierno, y sus hijos educados continuaron la tradición.
Estos jóvenes docentes soñaban con un Afganistán moderno y desarrollado. Una vez, en la provincia de Helmand, Tahir y yo presenciamos, junto a una muchedumbre de curiosos sin voz, una manifestación de estudiantes de la escuela secundaria. Subían por turnos a una pequeña tarima desde la que gritaban sus consignas: “Muerte a los kanes”. Kan era la palabra con que designaba a los grandes terratenientes. La reivindicación de los jóvenes no era abstracta. Su programa político era matar a esos hombres en su distrito.
“¿Esto existe en Estados Unidos?”, me preguntó Tahir.
Le dije que sí, que yo había formado parte de protestas parecidas. Me contó la historia del “tres de aqrab”: en 1965, un grupo de estudiantes de Kabul se había manifestado fuera del parlamento y tres habían muerto a causa de los disparos. Él había estado ahí.
Los jóvenes hombres y mujeres de esta nueva clase urbana, compuesta sobre todo por docentes como Tahir, empezaron a ensanchar las filas de los partidos islamistas y comunistas. La Hermandad era una organización islamista. Jóvenes con títulos universitarios, pertenecían a la misma clase que Tahir y terminaron dirigiendo la resistencia contra los rusos. Los comunistas estaban divididos en dos. Una tendencia era Parcham (la Bandera). Sus miembros estaban bien formados, pertenecían a estratos urbanos y sostenían una política más moderada. La otra era Jalq (el Pueblo). Sus militantes en general no habían accedido a la educación, provenían de familias rurales y en general eran pastunes. Tahir se unió a Parcham. En 1973 las organizaciones comunistas crecían más rápido que la Hermandad.
Una vez acompañé a Tahir a la casa de su padre y caminamos y recorrimos los poblados que rodeaban Nangarhar. Tahir había sido seleccionado por la universidad para ser mi “guía” durante las primeras etapas de mi trabajo de campo. A cambio, cobraba tres veces su salario mensual, es decir, tres veces lo que ganaba un trabajador corriente. Yo todavía estaba aprendiendo la lengua, así que Tahir oficiaba de traductor. También redactaba informes regulares sobre mí, que entregaba a la policía secreta. Ambos lo sabíamos, pero no decíamos nada.
El matrimonio de Tahir estaba arreglado. Su esposa nunca había ido a la escuela. Había muchas cosas de las que no podía hablar con ella. Se había casado para complacer a su familia, que había elegido una chica del pueblo con la esperanza de mantenerlo cerca. Durante los primeros años del matrimonio ella vivía con sus padres y él la visitaba cuando podía. Tahir intentó desarrollar una relación real. Otras mujeres de las ciudades y del campo iban a la escuela y a la universidad. De hecho, en Parcham y Jalq había muchas compañeras mujeres. La liberación de las mujeres era una parte central del sueño por un mundo mejor. Tahir ansiaba mudarse con su mujer a Kabul. Cuando eso sucediera, me prometió, yo la conocería, porque él jamás la obligaría a recluirse.
En 1972 hubo una sequía, efecto incipiente del cambio climático. Una parte del norte sufrió la hambruna. Estados Unidos enviaba alimentos. El gobierno apilaba las bolsas de granos en las plazas de las grandes ciudades. Los soldados custodiaban la proveeduría y los funcionarios la vendían a un precio diez veces mayor del normal. Para comprar algunos granos, los pequeños campesinos terminaban vendiéndoles sus tierras a los kanes feudales por casi nada. Los que no tenían tierras se sentaban a esperar la muerte. Un periodista francés me preguntó por qué no saqueaban las bolsas apiladas. “El rey tiene aviones”, decían, “y los usará para bombardearnos”.
Pero el rey y su gobierno habían perdido prácticamente todo el apoyo de la población. Mohammed Daoud, primo del rey, había sido un primer ministro despiadado y cruel hasta 1963. Se había inclinado más hacia los soviéticos, mientras que el rey prefería a los estadounidenses. En ese momento, Estados Unidos estaba poniéndole fin a la asistencia a causa de Vietnam y la mayor parte del dinero llegaba de Rusia. Entonces, Daoud montó un golpe de Estado con apoyo soviético. No encontró ninguna oposición. Después de la hambruna, nadie estaba dispuesto a morir por el rey.
La organización del golpe estuvo a cargo de los jóvenes oficiales comunistas, especialmente los de la tendencia Jalq. Como los docentes, los oficiales provenían de las capas medias del campesinado y pertenecían a la primera generación de sus familias que accedía a la educación. En general habían sido entrenados por la Unión Soviética.
El golpe no cambió nada importante. Aunque la retórica de Daoud era de izquierda, el poder permaneció en manos de los grandes terratenientes. Pero la universidad y las escuelas primarias y secundarias se convirtieron en lugares de gran efervescencia política, especialmente en los pueblos más grandes y en las ciudades. Algunos docentes hacían proselitismo por la Hermandad, otros por Jalq y otros por Parcham. Los estudiantes debatían. Parcham sostenía que había que colaborar con la dictadura de Daoud. Jalq apostaba a una revolución completa.
Los comunistas eran cada vez más. En abril de 1978, Daoud ordenó el asesinato de Mir Akbar Kyber, dirigente comunista. Ambas tendencias de partido confluyeron en una gran protesta durante el funeral en Kabul. Daoud detuvo a todos los dirigentes de ambas organizaciones y ellos sabían que sus vidas pendían de un hilo. Entonces, un dirigente llamado Amin logró iniciar un golpe de Estado bien organizado. Los mismos oficiales del ejército y de la fuerza aérea que lo habían llevado al poder, mataron a Daoud y a toda su familia. Como sucedió con el rey, nadie estaba dispuesto a luchar por Daoud y los comunistas triunfaron.
Los comunistas anunciaron la revolución, a la que bautizaron como la “gran revolución de abril”, siguiendo el modelo de la Revolución de Octubre. Aprobaron dos leyes con el objetivo de convertir el golpe en una revolución. La primera fue la reforma agraria: repartirían la tierra de los grandes propietarios entre los aparceros. Había muchas zonas en las que el gobierno no tenía ningún medio de garantizar la reforma agraria, pero en Helman, donde los jóvenes gritaban “Muerte a los kanes”, los comunistas empezaron a tomar las tierras y a redistribuirlas.
El segundo fue la abolición del excrex, las donaciones que hace el marido a la familia de su novia a cambio de su mano. Eran sumas de dinero bastante grandes, que a veces representaban dos o tres años de ingresos de una familia promedio. Pero más importante era todavía el lugar simbólico que ocupaba esta práctica, considerada por muchos como el signo más evidente de la opresión de las mujeres.
Las relaciones entre los hombres y las mujeres no eran la caricatura sexista a la que nos tiene acostumbrados la propaganda islamofóbica. Es cierto que en algunos poblados había familias que mantenían recluidas a sus mujeres y solo les permitían salir vestidas con la burka. Pero como mucho cuatro o cinco, de un total de doscientas. En la mayoría de los hogares pobres, las mujeres tenían que trabajar en el campo junto a los hombres. Como sea, al igual que en otros países, la opresión era real. Los comunistas estaban decididos a transformar las cosas. La ley sobre el excrex se mantuvo en un plano formal, aunque en algunas áreas las mujeres empezaron a bailar en público.
Las medidas sobre la distribución de la tierra y el matrimonio precipitaron una rebelión dirigida por los mulás. Los mulás no eran como los islamistas de la Hermandad, que solían ser hombres formados, ingenieros y teólogos. Los mulás eran campesinos pobres, con una educación que apenas alcanzaba para leer farsi y recitar el Corán en árabe. Las capas más acomodadas de la sociedad los trataban con desprecio. Pero tenían una larga historia de resistencia popular.
En efecto, Afganistán nunca había sido conquistada. Los británicos la invadieron en 1838-1842 y de nuevo en 1878-1880. En ambas oportunidades, los sectores más acomodados aceptaron el oro de los invasores –entregado, literalmente, en grandes bolsas– y no ofrecieron resistencia. Pero las dos veces los mulás predicaron con pasión en las aldeas y en los poblados hasta desatar las yihad, revueltas populares que expulsaron a los británicos. Durante los años 1920, un nuevo gobierno reformista a cargo del rey Amanullah intentó “modernizar” el país siguiendo el modelo de Ataturk en Turquía y Reza Shah en Irán. Amanullah insistió en poner fin a la reclusión de las mujeres ricas y quiso garantizarles el derecho de usar vestidos occidentales. Después intentó aplicar un impuesto sobre los grandes terratenientes y los pequeños campesinos del sudeste, pero todo esto provocó una nueva revuelta de los mulás. Más tarde, Habidullah, un trabajador devenido bandido, dirigió una insurrección popular en Kabul. Con apoyo británico, la familia real logró sofocar la revuelta, pero el experimento social de Amanullah había llegado a su fin.
Después de los años 1930, los mulás siguieron presentándose como los guardianes de la ortodoxia, aun cuando el islam de los afganos siempre había sido más bien flexible y para nada ortodoxo. Los mulás predicaban un islam conservador y se oponían a la liberación de las mujeres en la misma medida que al imperialismo cristiano de Gran Bretaña y Estados Unidos y al ateísmo de la Unión Soviética. Para la mayoría de los afganos, hombres y mujeres, el islam ocupaba el centro moral de sus vidas.
En las grandes ciudades los comunistas contaban con bastante apoyo en las escuelas, en las universidades, entre los funcionarios estatales y en sectores afines
Después de la Revolución de Saur, los mulás comenzaron a organizar la resistencia al gobierno. Como lo habían hecho contra los británicos y contra Amanullah, convocaron a la población a oponerse a la dominación extranjera. La revuelta comenzó en las montañas y en las fronteras, donde el gobierno siempre había sido más débil, y se propagó hacia los valles y las ciudades. La resistencia les planteaba un problema terrible a los comunistas. Como no contaban con el apoyo de la mayoría, tuvieron que recurrir a la violencia.
Es cierto que la Revolución de Saur había surgido de un golpe dirigido por una camada de oficiales jóvenes. Pero el ejército de Afganistán estaba formado por reclutas provenientes de todos los rincones del país, sobre todo de las familias de pequeños campesinos y aparceros. Esos soldados seguían órdenes, pero no estaban convencidos en términos políticos. El proceso no había logrado generar ninguna revuelta urbana ni luchas campesinas por la tierra. En ese sentido, la Revolución de Saur fue un golpe conducido desde arriba con escaso apoyo de la población.
Es verdad que los comunistas despertaban cierta simpatía en las ciudades. En las elecciones libres de 1973, previas a la toma del poder de Daoud, habían ganado la mayoría del parlamento en Kabul. En las grandes ciudades contaban con bastante apoyo en las escuelas, en las universidades, entre los funcionarios estatales y en sectores afines. Pero en un país prácticamente rural eso no era suficiente. Confrontado a la prédica pasional y a los levantamientos rurales, el nuevo gobierno comunista solo atinó a enviar a sus soldados a detener a todo el mundo. Eso provocó más disturbios y entonces empezaron a torturar a la gente, lo que a su vez contribuyó a fortalecer la revuelta. Durante veinte meses, los comunistas y su ejército perdieron el control en casi todo el país. En diciembre de 1979 solo gobernaban tres provincias de un total de treinta y cuatro. En veintiocho provincias, el ejército controlaba solo las ciudades y los poblados más grandes, pero los insurgentes controlaban las zonas rurales. En tres provincias los insurgentes habían tomado el poder incluso en las ciudades.
La presión dividió a los comunistas en tres bandos. El grupo Parcham, dirigido por Baback Karmal, sostenía que había que tejer una alianza con todas las fuerzas progresistas del país. En la práctica, esto implicaba plegarse a la religiosidad musulmana, callarse la boca frente al excrex y la opresión de las mujeres y detener la reforma agraria. Esta política se adecuaba al consejo de la KGB y de los generales soviéticos, que consideraban que la revolución social era una idea insensata y prematura. El problema con este enfoque era que los mulás –y el resto de la población afgana– no eran estúpidos.
Para los militantes más radicales del grupo Jalq, la táctica de sus oponentes implicaba también traicionar el sueño compartido de una Afganistán moderna, sin sexismo ni pobreza. Pasaron pocos meses hasta que el partido purgó a los parchamíes. Unos pocos, como Karmal, lograron exiliarse en la Unión Soviética y en Europa del Este. Los jalquis apresaron al resto.
Pero la resistencia seguía creciendo en las ciudades. Fue entonces que el grupo Jalq se dividió en dos. Taraki, novelista proveniente de un clan de pastores y nómades y a la vez el dirigente más experimentado, no encontraba más solución que convocar a las tropas soviéticas a reprimir la resistencia. Por su parte, fiel a su nacionalismo, Mohammed Amin, dirigente más joven proveniente de un área rural de las afueras de Kabul que había estudiado Ciencias de la Educación en la Universidad de Columbia, jamás consentiría la invasión de las tropas soviéticas.
Entonces, la KGB le sugirió a Taraki que matara a Amin. Taraki intentó pero fracasó, porque la mayoría de los jalquis más radicalizados también se oponían a las tropas rusas. Finalmente, fue Amin el que mató a Taraki.
Mientras tanto, la resistencia rural seguía creciendo. Amin se comunicó con Estados Unidos para pedir apoyo contra los soviéticos. Los estadounidenses se negaron. El gobierno soviético, temiendo que Amin lograra aliarse con los Estados Unidos o dirigir una rebelión, fortaleció su voluntad de asesinarlo. Pero ningún comunista afgano estaba dispuesto a hacerlo. Frente a los ataques violentos de los que era objeto, Amin se volvió cada vez más cruel y multiplicó las detenciones, las torturas y las ejecuciones.
Los tanques soviéticos llegaron a la frontera el 24 de diciembre de 1979. La Revolución de Saur había terminado. Los soviéticos ejecutaron a Amin y lo pusieron en su lugar a Babrak Karmal, recién llegado de su exilio moscovita. Las cárceles se llenaron de Jalquis. Lo más triste era que todo lo que decían los mulás y los islamistas educados sobre los comunistas, a los que concebían como instrumentos del ateísmo extranjero, parecía volverse realidad.
En la primavera de 1980, las protestas nocturnas de la ciudad occidental de Herat se propagaron rápidamente hacia Kandahar y luego a Kabul. Los funcionarios de Kabul, uno de los bastiones comunistas más importantes, hicieron huelga contra la ocupación rusa. Las estudiantes de las escuelas de mujeres de Kabul, que habían sido fieles partidarias de la liberación de las mujeres y del comunismo, se reunieron en el patio y empezaron a gritarles a los hombres afganos para que se levantarán contra el invasor.
La ocupación rusa duró ocho años y se consolidó con tanques en las ciudades y con bombardeos aéreos en las zonas rurales. De una población total de veinte millones de afganos, un millón fue asesinado, otro millón sufrió alguna amputación a causa de los ataques y seis millones se exiliaron. Cuando todo terminó y los tanques soviéticos abandonaron el país, los caudillos islamistas tomaron el poder. El sueño del feminismo y del socialismo había muerto.
– Todas las ideas sobre la liberación de las mujeres fueron envueltas por un manto de sospecha.
Es cierto que entre los militantes hubo algunos que eran realmente crueles. Pero la mayoría eran como Tahir, personas dignas que soñaban con un mundo mejor. Cuando se tomó la decisión de imponer el socialismo contra la oposición de la mayoría, todas las batallas estaban perdidas.
Muchos militantes radicalizados en los años 1960 y 1970 aceptaban la idea de que el comunismo y el socialismo requerían una dictadura comandada por una minoría. A fin de cuentas, Karmal había aprendido política en las cárceles de Kabul, Tarki en Bombay y Amin en Nueva York. Los comunistas afganos solo hicieron lo que la izquierda global pensaba que había que hacer para cambiar el mundo. Por más terrible que haya sido, su tragedia no deja de ser la misma que se repitió en otros lugares.
Cuando conocí a Tahir, sus ojos se llenaban de lágrimas al hablar de la ignorancia y del sufrimiento de los campesinos con los que nos cruzábamos. Los comprendía y los amaba, y sabía perfectamente por qué era tan difícil convencerlos. Hace unos años estaba tomando una cerveza en Londres con un amigo afgano. Le pregunté si de casualidad conocía a Tahir. Sí, me dijo, un buen tipo, muy amable.
“Un parchamí”, agregó.
“Sí”, le dije, “un parchamí”.
Resulta que durante el otoño de 1978, justo antes de la invasión soviética, mi amigo había estado preso con Tahir en Jalalabad. Él logró salir, pero Tahir no. Mi amigo no tenía la certeza, pero estaba bastante seguro de que Tahir había sido ejecutado.
Espero que se haya equivocado. Pero sé que no.
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Este texto se publicó originalmente en Jacobin.
Traducción de Valentín Huarte.
El 28 de abril de 1978, hace más de cuarenta años, los comunistas lograron hacer una revolución en Afganistán. Mi amigo Tahir Alemi fue uno de esos comunistas. Era un buen tipo, generoso y amable, y quería cambiar el mundo.
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Jonathan Neale (Jacobin)
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