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Historias como esta no me las explicaban. Las escuchaba mientras, se suponía, jugaba. Eran como el juego, como novelas, o como los recuerdos de ancianos, que también son, básicamente, fragmentos dotados del mínimo sentido posible, pero efectivo, lo suficiente como para ser algo sólido y con significado. Esta historia empezaba, supongo, en algún punto de 1944. Se corrió la voz de que el maquis no debía seguir en la montaña. Los grupos fueron bajando. Muchos de ellos, españoles. Ya no tenía sentido seguir escondidos. La persona que explicaba esta historia narraba el descenso hasta el punto convenido. Allí vieron a los americanos. Cientos, miles. Un oficial que hablaba francés les recibió. Les pidió las armas. No querían ya gente con armas. Se las dieron. Algunos, no obstante, las recuperaron, con dinero, pagando a un suboficial muy dispuesto a ello. La idea era seguir, por su propia cuenta, el avance hacia España. En general, el grueso de ellos estaba, no obstante, agotado. Eran siete años de guerra, y una sola victoria. Suficiente. Se les propuso incorporarse al ejército francés. Pero ni ellos querían, ni lo quería el ejército francés. Luego, les dieron de comer y les dejaron deambular por entre aquella masa humana, que parecía, más que una región de la guerra, una fábrica bulliciosa, en pleno funcionamiento. Pasearon por entre aquel escenario de la guerra sin pertenecer, por primera vez, a ella. Percibieron un olor extraño, que se hacía más matizado y profundo conforme avanzaban en su primer paseo desordenado y tranquilo en años. Descubrieron, de pronto, el origen de todo ese olor. Eran los presos alemanes. Ante sus ojos había cientos, miles de ellos. Sentados o de cuclillas. Algunos les sonreían, otros miraban al vacío. Estaban también cansados de la guerra. Era perceptible que se habían entregado sin luchar. Estaban cercados por una alambrada improvisada, leve, simbólica, incapaz de contener a una persona, pero que ahora contenía a miles de ellas, sin ninguna voluntad, por tanto, para huir. Eso es la derrota. Absoluta. El narrador de la historia explicó otra imagen de la derrota, que percibió por sí mismo. Era el mismísimo olor que desprendían los prisioneros. Era ya identificable. Era olor a cuero. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que los alemanes iban repletos de cuero. Correajes, cinturones, marroquinería, guarnicionería. El calzado mismo era de cuero de altísima calidad, con clavos de acero en la suela, robusta. Un trabajo costoso. El olor de todo ello, inapreciable en una persona, ahora, con tantas personas reunidas, era una ola constante de puro cuero. Los soldados americanos no olían así. Vestían de algodón. Sus correajes eran de algodón. Sus botas apenas tenían trazos de cuero. Como ellos mismos, vestidos de civiles, con telas rotas, pero con los colores estridentes y alegres de los años 30, cuando se dejó de fabricar y pensar ropa. Pero los alemanes no vestían así. Su vestuario no solo era carísimo, sino que requería mucho tiempo y dinero. Sus uniformes, ahora que los veían sin miedo y con pausa, eran una ruina, una inutilidad, una región importante de la derrota, ya inapelable, que habían sufrido. El olor a cuero era una suerte de olor a riqueza no solo desaprovechada, sino dilapidada, absurda, cruel. Ilustraba que el enemigo había calculado, hasta el más mínimo detalle, mal. Aquí acababa la historia.
La riqueza desaprovechada, dilapidada, hoy también es un objeto absurdo, cruel. Una región de la derrota. Los cálculos, atroces, despiadados, son perceptibles en un paseo desordenado, en un recibo, en la cocina. Las alambradas hoy son robustas. Muros. No son símbolos. Hace tanto tiempo que están que no las vemos. Solo las ven los que intentan sobrepasarlas. Lo consiguen. Con el tiempo también ganarán. Y bajarán de la montaña. No habrá piedad posible con nosotros. Pero lo que me inquieta, lo que me turba de manera absoluta, es una sola pregunta: ¿A qué olemos? Cuando nos vean a todos juntos, ¿a qué oleremos? ¿Cuál de entre todos nuestros olores les turbará y les hará comprendernos?
Historias como esta no me las explicaban. Las escuchaba mientras, se suponía, jugaba. Eran como el juego, como novelas, o como los recuerdos de ancianos, que también son, básicamente, fragmentos dotados del mínimo sentido posible, pero efectivo, lo suficiente como para ser algo sólido y con significado. Esta...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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