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Entre socarrón y brillante, allí donde escampa pero aún queda lluvia en el cuerpo, su estilo ha ido conformando un espacio vital habitado por la reflexión, la perplejidad, la rabia, la necesidad de no engañarse y la búsqueda de un interlocutor (un tú que escuche y no solo que comparta sino también que se incomode). Le dio nombre, Los domingos, y lo hace vibrar dominicalmente en CTXT en forma de artículos de… ¿opinión? El editor y crítico Ignacio Echevarría ha seleccionado un puñado bien generoso de ellos para la editorial Anagrama, con ese mismo nombre, Los domingos. Hablamos, claro, del periodista Guillem Martínez (Cerdanyola del Vallés, 1965).
¿Los domingos es un día que pide leer, más que escribir?
La c).
Cuando leyó la antología que preparó Ignacio Echevarría de sus artículos, ¿qué le sorprendió?
En primer lugar, su precio. Ignacio me pidió que, a cambio de su selección e introducción, le invitara a un restaurante en el que, por lo que vi en su web, debían de servir pájaro bobo, T-Rex u otros animales en serio peligro de extinción. Como comprenderá, me inventé un dolor lumbar, que desde entonces me acompaña, para escaquearme del asunto. En segundo lugar, me sorprendió la organización filológica de los textos. Ignacio buscaba que los textos explicaran al lector cómo la sección evolucionó, de unos textos más largos a otros más cortos, incluso mínimos, y con otra idea biográfica, más depurada. Le rogué que sacara unos cuantos de esos textos largos. Que (soy un genio) son los que Jorge Herralde me explicó que le gustaban más. Lo que es un indicativo del criterio de Ignacio, y del descriterio mío. En tercer lugar, me sorprendió el sentido biográfico que organizó Ignacio. El libro es, en ese sentido, también una biografía en postales. Las biografías, de hecho, son postales. Inconexas. Ignacio, por último, aportó, construyó un volumen, y no otro, de Los domingos, con gran empaque literario, diría, aportando, de entre todas las lógicas posibles, una concreta, sólida. Hay una idea de literatura, de belleza y de desasosiego, identificada y potenciada por el editor. Cuando escribes, nunca acabas de saber si haces un túnel o un pozo. Ignacio, el editor, ha creído en el túnel. Igual sí que tendríamos que ir a ese restaurante. Es imposible no querer a ese hombre.
La verdad es un valor al alza. No se puede salir a la calle sin que te caigan varias en la frente
Del ingente caladero temático, ¿cómo escoge el asunto del que va a escribir?
Por su anti-asunto. Por el sitio imprevisto al que preveo llegar. No es un libro de un autor al que le pasan cosas curiosas, de esas que les pasan a los autores, esos seres magníficos a los que no paran de pasarles cosas. Eso no sucede porque no soy autor, sino periodista. Y porque los hechos, lo narrado en esas historias, son reconocibles porque son universales, si bien conducen a su opuesto. O, al menos, hacia un punto no esperado, o no presumible, en el que –la intención es esa, al menos– se produce un momento de sorpresa y de perplejidad. Una bofetada. Es la ventaja de envejecer. Comprendes que un momento biográfico, una vivencia anterior, una lectura anterior, un hecho anterior eran, precisamente, lo que escondían. Lo que en ocasiones ocasiona temblores. Lo que resignifica los hechos y, en ocasiones, los hace explosivos. La vida son mensajes, crueles, en una botella, que te lanzas a ti mismo, a tus yo del futuro, aunque no lo sepas. La vida, en general, carece de instrucciones, y uno no sabe esas cosas hasta que es demasiado tarde. En ese sentido, yo le he hecho trampas a la vida. Se le pueden hacer muy pocas. Y una de ellas es escuchar a las personas mayores que tú, las pocas veces en las que esos mamones dicen algo en serio. En general, y gracias a ello, he ido sabiendo cosas de la vida diez años antes de su inauguración. Lo que, por otra parte, no evita el desastre, pero permite saborearlo. Permite ser un gourmet de tus propios desastres. Todo el mundo tiende al desastre. Hasta Letizia I, a la que aparentemente le va todo mejor que bien.
Que vivamos en un momento en el que la verdad sea un valor a la baja, ¿cómo afecta al periodismo? ¿Y al ser humano?
La verdad es un valor al alza. De hecho, cada día hay más verdades y más cotizadas. No se puede salir a la calle sin que te caigan varias en la frente. Lo que fastidia, pues la verdad tiene, últimamente, forma de ladrillo. Hay tantas verdades incuestionables vibrando que la vida ya es la Teoría de Cuerdas de la Verdad. Todo es verdad. Y, más aún cuando es sentimiento, algo más importante que la verdad. Y eso, en efecto, afecta al periodismo –y, por lo mismo, al ser humano– haciéndolo más tonto que Pichote. Pichote, y esto es importante para entender el presente, era un personaje del siglo XVII madrileño que estaba tan fascinado con su polla que se la cortó, se la puso en un pote con vinagre, e iba por ahí, exhibiéndola. Pichote, su forma de exhibir la verdad, le convierten en un personaje de rabiosa actualidad. San Pichote debería ser festivo. En nuestra época, el Antropopichotismo, la transformación en verdad de objetos sin importancia alguna, afecta a la capacidad del periodismo y del ser humano para discernir, ya no entre la verdad y la mentira, sino entre lo cierto y falso, o entre lo mejor y lo peor. O entre el culo y las témporas. Todo ello impide la inteligencia. Esto es, la libertad.
La brutalidad no se puede traducir. Mi trabajo consiste en seguirla por la calle, como un viejo verde
Marx ya habló del fetichismo de la mercancía, usted retoma el asunto en uno de sus textos. ¿Cómo es posible que no nos agote convertirnos en empresa, en mercancía, en producto?
Pues a mí me agota, me extenúa ser una mercancía. Uno de los hechos más impactantes de mi vida, y sin duda el más turbador, fue descubrir, muy pronto, que yo no era yo, sino que era una mercancía, y que era identificado como tal. Vender mi cuerpo –en fino, mi capacidad de trabajo; que no es otra cosa que vender tu cuerpo–, y ser reconocido y evaluado por lo que gano o no por ello es, sencillamente, inhumano, además de agotador. No creo que nos acostumbremos nunca a ser mercancías. Sólo lo consigue algún santo o algún psicópata.
Esa “brutalidad” que tanto nos cuesta ver, que tan próxima nos queda, ¿en qué se traduce?
La brutalidad no se puede traducir. No tiene paralelos. Es como la albahaca, pero al revés. No pudiéndose traducir, sí que puede invisibilizarse. En términos generales, la brutalidad es el poder. Vive en instituciones, desde donde se desparrama en forma de invisibilidad. Mi trabajo consiste en seguirla por la calle, como un viejo verde. Pero, y aquí viene lo cachondo, en tanto que invisible, la brutalidad puede vivir en tu propia casa. O en tu bolsillo. Mire, ahora mismo ha pasado entre nosotros, zas.
De las costumbres que han ido modificándose, sé (como todo lector suyo) que le aterra la posibilidad de “perder la costumbre de la cena” pero ¿cuál de ellas estaría encantado de ver mutar o desaparecer?
Que te traigan la cuenta después de cenar. Y más si vas con Ignacio.
¿Merece la pena (o la alegría) “el gesto de la decisión de que nada vale nada”?
Esa frase está extraída de un texto de mi libro, por lo que habrá que preguntarle su significado a ese texto. No la recuerdo, pero no debe ser una frase literal, sino que está al servicio de, supongo, un plan. En general, los textos del libro tienen la estructura del soneto. Un ir creando para, luego, llegar a un sitio. El libro sería prosa poética si no fuera por elementos que aproximan la cosa a un campo de minas. La poesía en prosa es algo ilimitado, como demuestra José Martí. Y seriamente limitado y condenado a sí mismo, como demuestra José Antonio. Martí y J.A. son la cara y la cruz del género en castellano. En casa somos muy de Martí y de los campos minados.
¿Por qué resulta “absurdo” hablar de memoria colectiva?
Se trata de una brutalidad invisibilizada de esas. Hay que visualizarla, dejarla en pelotas. Y observar que está repleta de cicatrices. Por lo general, la memoria colectiva suele ser un ejercicio de Estado, ese pollo que, fundamentalmente, provoca cicatrices. La memoria individual, siendo otro invento parecido, es decir, también falso, se gestiona de otra manera. La memoria es imaginación. Del recuerdo de un caballo y de un hombre nace un centauro. Recordar es, por tanto, fabricar centauros, o enfrentarte al hecho descorazonador de que nunca viste un centauro, sino un hombre y un caballo. Y que tenían sentido. Un sentido turbador e inesperado. Mayor que haber observado un centauro.
¿Se puede vivir sin belleza?
La mayoría de la humanidad lo hace. Otro alto porcentaje la confunde con otros atributos. Es lo que a Imelda Marcos le pasaba con los zapatos. La belleza es lo contrario a Imelda Marcos, la esposa ideal del señor Pichote. Es diversa, inaudita, radical. Y punk. Una gamberra. La reconoces cuando la ves, la escuchas, la tocas, o la lees. Si pasa por tu espalda, lo sabes. Verla de frente ya no tiene palabras. Es una castaña en toda la frente, que te impide, en primer lugar, pensar. Y, luego, te permite pensar mejor. Es posible vivir sin belleza, pero duele mucho. Cuando produces belleza, el día que lo consigues, produces una verdad mayor que la verdad, y eso es como para irte a cenar fuera y volver a casa dándole patadas a una lata. No hay nada comparable a fabricar belleza. Justifica una vida. Y no me estoy pasando. Te aleja de ser mercancía. Es una protesta. La protesta.
(Con cierta retranca, como la del artículo a este respecto:) ¿Con el comunismo se vivía mucho peor?
El comunismo fue una pesadilla en el Este. En Oriente, ni te digo. En Occidente fue una región de la belleza, esa rebelde. El capitalismo actual, el neoliberalismo, es una suerte de comunismo de Oriente. Sólo tienes acceso a determinados artículos, servicios y derechos si perteneces al partido. Lo divertido es que no hay partido. Ese partido está en tu cabeza. Y en tu cuenta corriente. Lo sorprendente es que sea más importante lo de tu cabeza que lo de tu cuenta corriente. O, al menos, he visto pobres de rigor comportándose como miembros del Politburó de ese partido, y exigiéndote una autocrítica.
He hecho, hago, Los domingos, un compromiso intenso conmigo, y un intento de descripción de una realidad más profunda y oscura
Sin llegar al extremo de dormir con él cogido de la mano, ¿cómo reconocer a un muerto?
Esa me la sé. Los entierran, los queman, o los llevan al CSI. Lo divertido, lo fascinante, y lo dificultoso, es reconocer a los vivos. Yo soy muy malo en eso. Cuando encuentras a uno es un festival, el germen de la amistad o del amor. Una persona viva es el germen de todo. Todo el mundo debería tener una en casa, en vez de masa madre o máquina de remo.
“La felicidad se parece a la infelicidad en que está donde menos se la espera”. Para usted, ¿qué territorio (anímico, geográfico, espacial) se aproxima más a ese estado de gracia?
Los cuerpos.
Camba, Wenceslao Fernández Flórez, Umbral, Pla, Larra, Sánchez Ferlosio… de entre los articulistas patrios, ¿por cuál de ellos siente especial querencia?
Ferlosio come aparte. Angulas de Aguinaga mutantes. Y Larra condensa a todos los que usted cita. Como todos los periodistas, incluido aquí el menda, Larra tiene sus momentos plomizos, de obsesión, de reiteración, de lío, de autoplagio. Pero asume a los otros. Y los supera, en tanto es el primero, el que tenía menos herramientas, y el que las tuvo que inventar. Lo que nos permite a todos ser más libres y chulos. Por ejemplo, Larra utiliza el humor para explicar lo sórdido, o apuesta por lo irreal para explicar lo real cuando es inexplicable, dramático, tormentoso. En ese sentido, sus últimos artículos son la pera. Su vida –es decir, también su muerte; de un tiro, de puro desánimo ante la imposibilidad de regeneración política en España, ese llenapistas, esa constante– explica un gaje del oficio que, si lo tienes, te impide la indolencia, tu subasta pública, y con ello, me temo, tu acceso a la primera y segunda residencia: tomar partido, por ningún partido, en la realidad que describes. Lo que mola. Pero que suele conducir a impregnarte de lo que describes, lo que mola mucho menos, porque suele comportar cierta desesperación. Eso último, gracias al precedente de Larra, y a su ensayo de solución con una pistola, lo tengo solventado. A través del concepto de lo urgente y de lo importante. Suelo pasar de lo primero. También he cultivado cierto desapego. En términos políticos, España, Cataluña, Sudán, Estados Unidos, las Islas Feroe no me duelen, en tanto son irregenerables y valen su peso en guano, que es el nombre fino y caro de la mierda. Hay que describir la política, pero sin formar parte de ella, sin ser una región de una institución, y sin creer que la política conduce, por lo común, a algún sitio propio que no sea ella. Los caminos que van a algún sitio, de hecho, están alejados de la política. Es la vida colectiva y la privada, esos hechos políticos. Un torrente que, en ocasiones mágicas, impregna la política –un poco menos a la empresa, esa otra política–, y la acojona, o la avergüenza, y produce cambios. Sucede más veces de lo que uno cree. Que no nos disparen en la cabeza es una prueba. Para evitar la solución ideada por Larra, también he hecho, hago, Los domingos, un compromiso intenso conmigo, y un intento de descripción de una realidad más profunda y oscura, incluso, que la política. Me limpia. Y me ensucia, con otros materiales, inquietantes, pero míos.
¿El último libro que le ha emocionado?
Los tres cerditos, explicados por mamá.
Entre socarrón y brillante, allí donde escampa pero aún queda lluvia en el cuerpo, su estilo ha ido conformando un espacio vital habitado por la reflexión, la perplejidad, la rabia, la necesidad de no engañarse y la búsqueda de un interlocutor (un tú que escuche y no solo que comparta sino también que se...
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