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Cuando alguien dice que llega en 10 minutos, miente, pues nunca jamás –nunca, jamás– ha pasado nada en 10 minutos. Es más, las cosas, las grandes cosas, las cosas en verdad categóricas no suceden en minutos, sino que lo hacen en siglos, en décadas, en años. O en segundos, que es como se rompe un vaso, como se rompe todo, por extensión. Por eso mismo es extraña la que tal vez es la reunión más trascendente del siglo XX. La Conferencia de Wannsee, Berlín, en 1942, en la que se decide la Solución Final. Duró tan solo 90 minutos. Nada. Eso indica que, por fuerza, la reunión fue mucho más larga. Empezó siglos antes. Ganó ruido en 1918, e intensidad en los años 20. En 1933 ganó forma, con la Ley para la Restauración de la Función Pública. En 1935, desmesura, con la promulgación del corpus legal englobado bajo las Leyes de Nuremberg. En 1939, brutalidad más allá de lo comprensible, con la invasión de Polonia y el inicio explícito, ruidoso, explosivo, del exterminio. La reunión de Wannsee es, en todo ese tramo, un episodio breve, de 90 minutos. Funcionarios de segundo nivel coordinando diversos cuerpos del Estado, ya coordinados, para hacer algo, que ya hacían.
Lo sabemos todo sobre esos 90 minutos. En 1947 los norteamericanos encontraron, en las ruinas de la Cancillería, la única copia de una transcripción que aún se conserva. Fue hecha por Adolf Eichmann, y supervisada, revisada, recortada en sus excesos léxicos, por su superior, Reinhard Heydrich, que convirtió aquellas páginas en un texto átono. Se sabe que Heydrich tomó la palabra en la reunión durante 60 minutos. Nada. El resto fue intercambio de preguntas y comentarios. En aquellos 90 minutos todo transcurrió como la seda. Hubo apenas dos temas que supusieron breves desvíos. De unos minutos, esa futilidad llena de vacío. Erich Neumann, representante del Vierjahresplan –un centro de planificación económica–, defendió que algunos judíos no fueran exterminados, en tanto su trabajo era fundamental para la industria armamentística. Heydrich le explicó que eso ya estaba contemplado. El otro inciso fue iniciativa de Wilhelm Stuckart, del Ministerio de Interior, católico, redactor de dos de las Leyes de Nuremberg. Objetó sobre la aplicación de la Endlösung der Judenfrage en matrimonios mixtos. En esos casos propuso la disolución del matrimonio, y la esterilización del cónyuge de raza no correcta. En minutos –nada– fue convencido por Heydrich. Es importante, en todo caso –y tal vez eso sea la originalidad no prevista, la estridencia dentro de la estridencia en la reunión–, el argumento esgrimido por Stuckart, en ese trance y durante unos minutos –nada, otra vez–, para defender la esterilización frente al asesinato. “Los judíos son nuestros enemigos de raza”, dijo, “pero no de especie”.
Se trata de una grosería, una atrocidad. Pero, según creo –corregidme–, se trata también de la primera aparición del concepto especie –humana– en la política. Por primera vez, alguien, en el marco de un Estado, no hablaba de ‘humanidad’, de ‘el mundo’, de ‘todos’, de ‘el pueblo’, de ‘la raza’, o de ‘nosotros’, o de otros lugares comunes. Sino de ‘especie’, una palabra que –salvo en aquella reunión, donde la palabra fue solo un ruido– supera a todas las anteriores en su intensidad y alcance. Que es, incluso, lo contrario a algunas de esas palabras aludidas, la prueba de la barbarie cotidiana en su uso, aún hoy. El emisor de la palabra ‘especie’ –la que podía haberlo detenido todo, si hubiera existido más allá de su sonido– en aquella reunión de 90 minutos, no fue un héroe. Era el mal absoluto. Como todos los presentes tenía muy presente su futuro. Es decir, su léxico, sus maneras, las tácticas para escalar cargos y sobrevivir. Tal vez dijo ‘especie’ en un alarde, para exhibir personalidad, dominio sobre una disciplina, para obedecer y solventar una orden con un adorno. Un cálculo personal. Sobre la calidad, alta, de la capacidad para el cálculo personal de las 15 personas allí reunidas: de los que sobrevivieron a la guerra, sólo dos –tres, con Eichmann, condenado en Israel– fueron sentenciados a muerte, y solo uno cumplió una pena menor. La irrupción del concepto ‘especie’ en la política, en fin, no fue muy lucida. Fue, incluso, indigna. Pocos minutos en una reunión de minutos –nada– entre asesinos –todo–, especializados en el cálculo personal.
El mundo está herido. Desde hace siglos, años. No minutos. En ocasiones nos lo demuestra en segundos, terribles, de fuego, diluvio y enfermedad. Es el neoliberalismo apurando el vaso. Peligra algo que ya no es Estado, economía, paisaje, población, personas, conceptos cotidianos que aparecen en los noticiarios. Peligra la especie, ese concepto categórico e inabarcable. Ninguna especie anterior a nosotros, los Sapiens, había tenido acceso al concepto especie. Los homos anteriores a nosotros no sabían que eran especie. Nosotros sí. Y eso lo cambia todo. Es nuestro patrimonio y nuestra herramienta. Permite vernos iguales, en relación, unidos por un hilo que nos supera y obliga. Especie tal vez es el único concepto que permite hablar de lo que está pasando. Permite saber que lo que está pasando no es propio de nuestra especie, en tanto atenta contra nuestra especie. Lo que es un grado máximo de agresión. Sabemos que hay palabras feroces e inapelables, que sólo aluden al alma y confirman y sacuden su volumen. Especie es una. Grandiosa. A pesar de haberse pronunciado por primera vez en el peor de los sitios, especie es la palabra mayor jamás pronunciada, por lo que pronunciarla y entenderla y oírla sólo puede ser el trueno y el rayo y la lluvia. Romper el cristal, y ver todo claro desde la ventana. Pero temo –y este era el sentido de estas líneas, cuando empecé a escribirlas– que la palabra se vuelva a pronunciar en una reunión de 90 minutos, integrada por funcionarios de segunda, capaces de obedecer con un amplio abanico de palabras, y con el tatuaje del cálculo en su cabeza. Y que solo sirva, como así fue hace años, para expulsar a parte de la especie de ella misma. Para calcular el alcance de la expulsión. Para otro genocidio.
Cuando alguien dice que llega en 10 minutos, miente, pues nunca jamás –nunca, jamás– ha pasado nada en 10 minutos. Es más, las cosas, las grandes cosas, las cosas en verdad categóricas no suceden en minutos, sino que lo hacen en siglos, en décadas, en años. O en segundos, que es como se rompe un vaso, como se...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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