COMO LOS GRIEGOS (VII)
El mejillón
Empezamos a comer mejillones antes de ser humanos. Aún lo hacen algunos primates. Nuestra aportación fue cocinarlos, después de miles de años de comerlos crudos, abriéndolos con las manos o con herramientas de piedra
Guillem Martínez 18/09/2021
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PEQUEÑOS GRANDES VIAJES. En la juventud salvaje nos juntábamos cuando teníamos algo de pasta, pillábamos un coche cutre, cruzábamos la frontera y, zas, en breve estábamos en Sète, un pueblo divertido, en la laguna de Thau, Languedoc, una prueba viviente de que el Mar Menor podría seguir vivo. Allí, en Sète, nos poníamos hasta el XXXX de ostras. Por, como quien dice, cuatro francos. Un franco iba a 25 pesetas, y 25 pesetas eran en euros, a su vez, 1/4 de galón y 8/3 de yarda. La ostra de Bouzigues –así se llaman las ostras de Sète– eran también divertidas. No eran como las normandas, carnosas, palabras mayores. No eran las bretonas, del Sur o del Norte, –mis prefes–, cultivadas, afinadas, redondas. No eran las ostras firmes de la Vendée, ni las incomprensibles de Charante-Maritime, ni las extrañas de Aquitania. Eran mediterráneas, sencillas, furiosas, como nosotros. Eran además, curiosamente, las primeras, el primer intento humano de cultivar ostras para el consumo, una idea de la fase optimista del siglo XX. Inciso: rayos, en un plis me han salido de carrerilla las siete cuencas ostreras de Francia, lo que significa que debo escribir algún día sobre ostras. Y dejar de babear, que tengo el teclado perdido. Fin del inciso. Bueno. Ostras, Sète. Eran más saladas que cualquier otra ostra francesa, lo que las hacía identificables y únicas, dos cosas gloriosas en una cita. Eran un chute de yodo, sal, mar. Una fiesta sencilla en la boca, siempre sorprendente. Pero, dentro del asombro de cada viaje, había otro. Los mejillones de Bouzigues. Más baratos que las ostras y que eran servidos, y comidos, crudos. Otra vez el yodo, la sal, el mar, pero también algo explosivo, que no era una ostra, sino otra ambición y decisión, autosuficiente en sí sola. Hola. Esto es ‘Como los griegos’. Ya saben, cocinar con las manos y la felicidad e inteligencia que ello provoca. Hoy, mejillones. Es curioso que este articulete haya empezado con un viaje, porque los mejillones, a su vez, son un sello, una prueba del viaje. Concretamente, del Gran Viaje.
LA ESPECIE Y LAS ESPECIAS. Empezamos a comer mejillones, ostras, bivalvos –mejillones a partir de aquí, ya que hablamos de mejillones– antes de ser humanos. Aún lo hacen algunos primates. Nuestra aportación fue cocinarlos, después de miles de años de comerlos crudos, abriéndolos con las manos o con herramientas de piedra, como los griegos, cuando no había griegos. El primer griego que cocinó un mejillón pudo ser el Homo Erectus. Que, de hecho, es el que empezó a cocinar de manera definitiva y sin posibilidad de vuelta atrás. Hace 1,5 millones de años. Se dice rápido. Cocinar no solo es humano, por tanto, sino que también es liarla, por lo que el Erectus –tenía nombre de tipo extrovertido– por fuerza tuvo que hacer algo con el fuego y los alimentos, además de ponerlos en contacto. Mezclarlos. Aportar hierbas, miel, frutas, sal. Cacharros que se encontraba. Comer animales y, luego, cocinarlos, en todo caso, lo cambió todo. Contrariamente a una primera impresión, los Homos –todos– no hemos sido nunca carnívoros. Al menos, no exclusivamente. No podemos comer sólo proteína cárnica, o moriríamos intoxicados. Pero comer carne en nuestra dieta y, luego, cocinarla, afectó a nuestro destino. Posibilitó, por ejemplo, reducir el tamaño de nuestras tripas, grandes consumidoras de energía, lo que nos dio la oportunidad de invertirla en nuestro cerebro, que cada vez fue más grande desde que, sin abandonar los vegetales, le dimos chance a las cosas que corren, reptan, nadan o vuelan. Todo esto, si les gusta, está en Cenando con Darwin –Crítica, 2021–, gran libro –¿de gastronomía evolutiva?– del profesor de Ecología Evolutiva Jonathan Silvertown. En el libro se detallan, por cierto, dos alimentos fundamentales para ese subidón cerebral en el tiempo. Uno es a) el tuétano, al que tal vez tuvo acceso, vía herramientas de piedra manufacturadas –guau–, el Australopithecus, el posible ancestro de nosotros, la familia Homo. El tuétano, el primer colacao, esa cosa repleta de proteína que nos hizo niños fuertes y listos y valientes, está presente, es una cita elegante, en el ossobuco italiano. Y es el único sentido de las moelles, tan frecuentes en Les Landes, un alimento portentoso, que quita el frío de un sopapo, y que simplemente son fragmentos de fémur de vaca, sin carne alguna y con toda la médula, hechos al horno. El otro alimento (pre)históricamente importante son los moluscos, aka b) el mejillón. Un alimento rico en ácidos grasos omega-3, esenciales para el desarrollo de un cerebro sexi. Por otra parte, y con esto sigo con Silvertown, este alimento explica también un viaje, ya aludido en el anterior punto. Una aventura, una juventud salvaje. De la Humanidad.
El primer griego que cocinó un mejillón pudo ser el Homo Erectus. Que, de hecho, es el que empezó a cocinar de manera definitiva y sin posibilidad de vuelta atrás
EL CÍRCULO. Nosotros, los Sapiens, tenemos 200.000 años. Estamos en la flor de la vida. Apenas hemos vivido la mitad que los Neandertales, esos boomers con los que compartimos un antepasado común, de más de 500.000 años –y que, por cierto, también se ponía tibio a mejillones–. Hace 195.000 años, en nuestra más tierna infancia, nos pasó algo terrible. Un enfriamiento glacial y una sequía hicieron que nuestro país, África, se volviera inhóspito. Eso supuso un ERE a la especie. Se calcula que quedamos unos 10.000, localizados en Sudáfrica. De los cuales, solo unos cientos en edad reproductiva –una de las edades más interesantes, por cierto–. Se supone que allí, en ese punto y momento, nos salvó la vida el mar y su amigote, el mejillón. La prueba de que comíamos mejillones como posesos es el yacimiento de Pinnacle Town, en el límite marítimo sudafricano. Se trata del montículo de desechos de conchas más antiguo creado por nuestra especie. Por supuesto, se trata de conchas cocinadas. Nos gustaba buscar, cocinar y comer mejillones como si no hubiera un mañana. El indicio de ello es que nos gustaba apilar los restos, las conchas, en montículos, en ocasiones, de varios metros. Tal vez eran el recuerdo de juergas vividas, un calendario de años de felicidad, el monumento al hecho de que comer es divertido. Un hecho social. Nuestro ADN, pero también esos montículos –los esqueletos de cientos de festines–, explican el viaje del Sapiens por la costa africana. Explican nuestra llegada a la costa árabe, hace 72.000 años. En Europa, hace unos 50.000 años, los Sapiens apelotonaron conchas junto/con/sobre/tras las de los Neandertales, otros aficionados al género. Los pilones de conchas, más antiguos que los europeos, prosiguen en Asia, donde los Sapiens confundieron sus conchas, otra vez, con las de los Neandertales, pero también con las de los Denisovanos, y con las de los descendientes del primer emigrante africano, el Homo Erectus. El ADN, y las conchas, confirman la llegada del Sapiens a Australia hace 45.000 años. Y a América hace 16.000. Un preciocismo, en verdad hermoso: cuando Darwin, la primera persona que empezó a intuir la lógica de toda esta aventura evolutiva humana, llegó a Tierra de Fuego, el último recodo de América y el último destino del Sapiens, constató este hecho: “Los habitantes, que viven principalmente del marisco, (….) regresan por intervalos a los mismos lugares, como es evidente debido a los montículos de conchas viejas, que a menudo llegan a pesar varias toneladas. Esos montones se pueden distinguir desde una lejana distancia”. Tal vez fueron nuestra primera bandera, que nunca debimos abandonar. Darwin, en cierta manera, sin saberlo aún, nos explica un viaje en círculo, que empieza y acaba en un mejillón. Consistió en coleccionar conchas. Lo que explica que El Gran Viaje lo hicimos sin saberlo. Sin saber que nos desplazábamos. Creyendo, incluso, que éramos de algún sitio determinado. Aún lo creemos, me temo. Y aún, con alambradas, sin mejillones –algo estamos haciendo mal como especie–, nos desplazamos así. Cuando Darwin ve los montículos de mejillones de los Yaganes, ve, en fin y simplemente, a los recién llegados, a los más jóvenes de nosotros. Disfrutando de la juventud salvaje. Como hacíamos en Sète.
BUENO, YA, ¿PERO Y LAS RECETAS? Les paso dos. Una es pre-humana. Lo que le da cierto interés. Es lo que tomábamos en Sète y, en general, lo que tomábamos antes del Erectus. Mejillones crudos rociados con unas gotas de limón, un cítrico que no conoció el Erectus. Es preciso contar con un limón. Para ello será necesario un limonero. Pueden plantarlo, de manera que en 4 ó 5 años tendrían un limón. O no. Si se quiere evitar todo ese enojoso trámite, tengo entendido que pueden conseguir limones, previo pago, en el DIA. Son precisos también mejillones. Grandes, no pequeños. Y, por encima de todo, frescos, seguros, fiables. Un mejillón fresco, como una ostra fresca, debe estar vivo. Su muerte, en ese sentido, puede presagiar otras. Adquieran los mejillones en un punto de confianza ciega y absoluta, por tanto. Es preferible una pescadería a un estanco. Y es aconsejable también que esa pescadería no sea de su ex, o de un vocal del CGPJ. Limpie los mejillones. Y ahora empieza el festival. Del fracaso, pues nunca jamás –nunca, jamás– he conseguido abrir los mejillones crudos con la elegancia de un atractivo ciudadano de Sète. Se me rompen. Siempre. En todo caso, y por si les sirve, envuelvo el mejillón en un trapo, e introduzco un abridor de ostras, o un cuchillo –jamás un hacha viking– en el vértice puntiagudo del mejillón. El resultado, desastroso, se rocía con limón, y resulta una fiesta. Pura locura. Una alegría que une, en un sabor perplejo, Sudáfrica con Tierra de Fuego. El sabor del mundo cuando era viaje y joven y nuestro. El festival gustativo compensa el aspecto, lastimoso, de mejillón abierto a golpes de cabeza por un Australopithecus.
Un mejillón fresco, como una ostra fresca, debe estar vivo. Su muerte, en ese sentido, puede presagiar otras
LA SEGUNDA. Les paso una segunda receta por si, como el Erectus, ya tienen cierto dominio sobre el fuego. La ofrece el ya citado Silvertown. Es del siglo XV y, además, inglesa. Pero no huyan, que presagia el mejillón belga. Bélgica es, tras la mejillona, el sujeto que más ha observado con deseo al mejillón. Los accesos belgas al mejillón son, sencillamente, fantásticos. Un continuo quedarse contigo. Transcribo la receta de A Boke of Kokery, que en su día transcribió un monje inglés. “Coge unos buenos mejillones, échalos en una olla. Añade cebollas picadas y una buena cantidad de pimienta y vino y un vinagre ligero. Tan pronto como comiencen a abrirse, retíralos del fuego y sírvelos con su mismo caldo en un plato caliente”. Et voilà.
EL FUTURO. La semana que viene, si el otoño tiene los santos XXXXXXX de venir, les explicaré cosas de otoño. En caso contrario, un plato iniciático. Un primero, vamos, esa cosa con la que se inician las comidas.
PEQUEÑOS GRANDES VIAJES. En la juventud salvaje nos juntábamos cuando teníamos algo de pasta, pillábamos un coche cutre, cruzábamos la frontera y, zas, en breve estábamos en Sète, un pueblo divertido, en la laguna de Thau, Languedoc, una prueba viviente de que el Mar Menor podría seguir vivo....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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