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Alberto Rodríguez ha perdido su escaño. Por una rojez.
En el testimonio del policía supuestamente agredido por el diputado canario en 2014, el agente dice sobre la rodilla con la que habría dado el pie de Rodríguez: “Cuando me quité el pantalón, esta estaba un poco enrojecida”. Síntoma que, admite, había desaparecido al día siguiente, como se empeñan en subrayar los magistrados Polo García y Puente Segura en su voto particular discrepante con la sentencia (p. 13).
Es lógico que a un policía las rojeces se le curen solas. Como también se curan por sí mismas, dándoles tiempo, en algunos líderes políticos. Felipe González y Alfonso Guerra ya parecen estar del todo sanados de su rojez juvenil, por ejemplo.
Pero la derecha española sabe desde hace tiempo que no todas las rojeces son igual de inocuas. Bastante más peligrosa es la “rojez forzosa”, por citar el titular de un artículo que escribió, en marzo de 1938, el escritor Wenceslao Fernández Flórez. En el texto, publicado en el ABC de Sevilla, describió a un grupo de voluntarios de las Brigadas Internacionales que habían caído presos: “Una colección étnica de individuos a los que el fanatismo, el paro prolongado, la embriaguez habitual sin recursos, el ansia de aventuras … habían llevado a la zona roja, desde Francia, desde Bélgica, desde Checoslovaquia, sarta de locos, de vagos o de criminales”. Un perfil que contrastaba con el de seis de sus compañeros españoles que, según Fernández Flórez, habían intentado pasarse al lado rebelde, y a los que los extranjeros habían fusilado. “[E]s falso”, concluyó Fernández, “la suposición de que al otro lado exista una causa que tenga algo que ver con España. Entre ellos, todo es importado: las ideas, los víveres, las armas y los que las empuñan con más tesón. Hasta los ladrones y asesinos indígenas, que tuvieron exclusivamente a su cargo los primeros meses de la revolución, fueron manejados por rusos expertos en matanzas”. Fernández Flórez lo tenía claro: la rojez es sinónimo de extranjería y criminalidad. Es antiespañola.
Así también lo entendió, como sabemos, el doctor Antonio Vallejo Nágera, teórico del “gen rojo”, que sus investigaciones le permitieron asociar, científicamente, a la inferioridad mental. El marxismo atrae, decía, a “psicópatas antisociales”. Los experimentos que practicó sobre brigadistas internacionales presos durante la guerra le confirmaronun “predominio de los temperamentos degenerativos”.
“¡Cuánta rojez!” se decía, con asco, después de la guerra cuando un republicano se sentaba en algún lugar público, como recuerda el socialista valenciano Enrique Chulio, entrevistado por el historiador Ricard Camil Torres Fabra. También Murcia se hallaba infectada, como indica la historiadora Fuensanta Escudero Andújar, quien cita a las autoridades franquistas afirmando que la provincia había “pasado, del antiguo caciquismo a la rojez”. Y se quejaban: “No se ha realizado en el momento oportuno, a raíz de la liberación, una auténtica limpieza”.
Esta es, sin duda, la rojez que representa Alberto Rodríguez. De otro modo, ¿cómo se explica que se negara a adaptar su indumentaria al decoro parlamentario? ¿O que se atreviera a afirmar, ante los togados del mismísimo Tribunal Supremo, que “lo que se está poniendo aquí en tela de juicio es el derecho a reunión y a manifestación en nuestro país”?
Así que, en efecto, Rodríguez perdió su escaño por una rojez. Una de las que no se curan solas, sino de las que exigen una limpieza. De ella se ha encargado, mopa en mano, el Tribunal Supremo, en honor a una larga tradición patria. Que se haya tenido que hacer violando la separación de poderes –esa cursilería francesa– es lo de menos.
Alberto Rodríguez ha perdido su escaño. Por una rojez.
En el testimonio del policía supuestamente agredido por el diputado canario en 2014, el agente dice sobre la rodilla con la que habría dado el pie de Rodríguez: “Cuando me quité el...
Autor >
Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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