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¡A la mierda el trabajo! No ni ná. A la mierda el job sharing, el coworking, la gig economy, el workation, los salarios emocionales y ya, de paso, a la mierda el coliving, el nesting y el wardrobing. A la mierda los que bautizaron la pobreza en inglés para que pareciera cool. A la mierda los explotadores. A la mierda vivir para trabajar. Y encima malvivir. A la mierda un sistema que te hace pobre aunque te deslomes, de cabeza, cuerpo, alma o pack completo. A la mierda los que permiten que las y los trabajadores solo sobrevivan. Son muchos millones en el mundo. En España 3,2, según la última encuesta de condiciones de vida del INE, y eso sin contar con los que no cuentan. Sin pan, y aún menos rosas.
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En abril de este año, casi cuatro millones de personas que trabajaban en Estados Unidos, el 2,7% de toda la fuerza laboral, dejaron sus empleos. Era la cifra más alta desde que se inició el registro en el año 2000. A partir de entonces, el fenómeno se ha ido repitiendo mes a mes hasta llegar al récord de 4,4 millones de abandonos laborales en septiembre. Lo denominaron the Great Resignation o the Big Quit, y se empezó a analizar en primavera. Al principio era más fácil, ya saben, los trabajadores son vagos de fábrica y con ayudas al desempleo se quedan en casa. Pero ya no cuela: muchos estados suprimieron estos beneficios a principios de junio y a nivel nacional se eliminaron en septiembre. Si borramos este argumento de la ecuación, la cosa se pone algo fea para el capitalismo.
El economista Paul Krugman se preguntaba a principios de mes si la gran renuncia no era también un gran replanteamiento (Wonking Out: Is the Great Resignation a Great Rethink?). (Les abro otro paréntesis. Llevo días leyendo sobre el asunto en el Financial Times y evitan entrar en el fondo. Quizá no les guste ese fondo). En un artículo en The New York Times, el Nobel ofrecía los distintos análisis que se manejan para entender los abandonos laborales masivos –para él siguen siendo algo misterioso. “Life is full of surprises. But there are surprises, and then there are surprises”–. Entre esas explicaciones están las grandes ayudas que recibieron las familias durante la pandemia, que dejó a muchos con más dinero en efectivo de lo habitual; el miedo a volver al trabajo en un país que vivió una fuerte ola pandémica en agosto y que aún colea; o la imposibilidad de hacerlo porque hay una grave crisis del cuidado infantil –empleos muy mal pagados y costes que pueden llegar a los 2.500 dólares mensuales– (aquí piensen en las mujeres).
Hay una cuarta opción, que no invalida las anteriores, con la que se queda Krugman y a la que yo me aferro: durante la pandemia, alejadas de sus rutinas, muchas personas fueron conscientes de que sus trabajos eran malos o pésimos y que habían estado soportando mucho más de lo es posible aguantar. Y empezaron a plantearse alternativas que en 2019 ni siquiera atisbaron. Y se convencieron de que el esto es lo que hay ya no era suficiente. Y decidieron dejar sus empleos basura. Y otros muchos se contagiaron e hicieron lo mismo. Parece que los que trabajan en Goldman Sachs tampoco están contentos con las jornadas de más de 90 horas semanales, pero como poco cobran más de 150.000 dólares al año, así que me preocupan menos.
La gran renuncia dejó a Estados Unidos sin trabajadores en restaurantes, hoteles, tiendas, fábricas… Las y los precarios dijeron basta, y las grandes empresas de estos sectores –Starbucks, Costco, Walmart, Amazon– se vieron forzadas a subir los salarios si querían abrir sus puertas. Todas están ya por encima de los 15 dólares la hora que el presidente Biden aprobó en abril para los trabajadores públicos externos y autónomos. Menos da una piedra. Y sí, la inflación en Estados Unidos ha llegado al 6,2%, el peor dato registrado en 30 años, pero los salarios han aumentado un 4,2% de media; en hostelería, un 8,1% en el tercer trimestre respecto al año anterior. De nuevo la piedra.
Mientras muchos trabajadores dejaban sus empleos, otros muchos se quedaban pero ya no se conformaban. Así llegó una ola de huelgas, con un pico en octubre, striketober lo llaman, en la que han participado decenas de miles de personas. Hubo paros en Kellogg’s, una multinacional agroalimentaria con 14.000 trabajadores; en Deere & Co, la mayor fabricante de maquinaria agrícola de Estados Unidos, con 10.000 empleados; paró el personal sanitario en todo el país, y también profesionales de la industria cinematográfica en California. Según la Universidad de Cornell, este año ha habido huelgas contra 178 empresas. Y otro dato: la confianza en los sindicatos es la mayor desde 1965. Entre los que tienen entre 18 y 29 años, alcanza el 78%.
Músicas de subversión llegan también desde otros lugares del mundo. En Italia, los datos de abandonos laborales han hecho saltar algunas alarmas: en el segundo trimestre del año, 484.000 trabajadores dejaron sus empleos, un 37% más que el trimestre anterior, y un 85% más sobre el mismo trimestre del año pasado. Y también está China, donde una pequeña revolución millennial, el movimiento de los tumbados (lying flat), amenaza el paradigma de explotación laboral. La propuesta es sencilla, consiste en hacer solo lo necesario para ir tirando, pero encierra un giro radical: fuera la vida centrada en la producción y el consumo. Esto sería menos importante si el país no tuviera un gravísimo problema de natalidad, la mayor amenaza a medio plazo para la economía. Cómo será que desde este año el gobierno permite que las parejas casadas puedan tener un tercer hijo. Además en China, donde últimamente pasan cosas y las conocemos, un grupo de trabajadores de las principales empresas tecnológicas inició una campaña en internet, Workers Lives Matter, para denunciar la cultura del 996: trabajar 12 horas diarias, seis días a la semana. El Supremo del país dictaminó este verano que el 996 es ilegal y el presidente Xi Jinping dice que está trabajando en ello. Otra vez la piedra.
La adhesión al principio productivo es un riesgo constante para nuestra vida y para el planeta, pero hasta que consigamos ser más allá de lo que trabajamos, y no tener que trabajar para sobrevivir, abracemos the Big Quit, entreguémonos a la Great Resignation, al striketober, al Workers Lives Matter y a todo lo que tambalee al sistema, aunque solo sea un poquito. Y compremos más libros y menos papel higiénico, que los asustaviejas, agoreros de apagones y carestías varias, no se salgan con la suya. ¿A ustedes no les pone pensar en cuatro millones de personas diciéndole a su jefe que no, que así no? A mí, no ni ná. Disfruten de estos rayos de esperanza, que ya conocen lo que ocurre con las alegrías en la casa del pobre.
Justo cuando acabo esta columna escucho en la radio que los trabajadores del metal en Cádiz inician una huelga indefinida por desacuerdos en el nuevo convenio colectivo. Ellos son hoy mi padre. ¡Que viva la lucha de la clase obrera!
¡A la mierda el trabajo! No ni ná. A la mierda el job sharing, el coworking, la gig economy, el workation, los salarios emocionales y ya, de paso, a la mierda el coliving, el nesting y el wardrobing. A la mierda los que bautizaron la pobreza en inglés...
Autora >
Vanesa Jiménez
Periodista desde hace casi 25 años, cinturón negro de Tan-Gue (arte marcial gaditano) y experta en bricolajes varios. Es directora adjunta de CTXT. Antes, en El Mundo, El País y lainformacion.com.
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