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Yván Pozuelo / Profesor de secundaria

“Pongo a mis alumnos dieces que son a las desigualdades sociales lo que las gafas a la miopía”

Pablo Batalla Cueto 2/11/2021

<p>Yván Pozuelo.</p>

Yván Pozuelo.

P.B.C.

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Yván Pozuelo (Gijón, 1974) se proclama rebelde de la “rebelión del diez”, abandera un método pedagógico alternativo y singular, y eso le ha costado caro: una inhabilitación de ocho meses que no ha arredrado a este hijo de la emigración española a Francia, profesor de francés e historiador de la masonería. En esta entrevista desentraña los detalles de su rebeldía.

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Yván, si no me equivoco, todo este calvario suyo se desencadenó a raíz de una entrevista en la prensa. Allá explicaba un método que pasa por siempre poner dieces a sus alumnos.

Una entrevista en prensa de 2019 en la que yo presentaba el libro que escribí sobre cómo llegué yo a poner dieces: ¿Negreros o docentes? La rebelión del 10. Efectivamente, a raíz de la misma se me abrió una información reservada y después un expediente de dos mil quinientas páginas.

¿Cuánto tiempo hace que practica el método que allá expone?

Ocho o nueve años. Y los que me expedientaron firmaron en ese tiempo todos mis dieces; supieron de ellos, yo les hablé de ellos en las juntas educativas, los pasillos y las cafeterías, pero nunca me dijeron nada. Fue la entrevista lo que les molestó, pero como no pueden decirlo así, porque sería un ataque a mi libertad de expresión, se acogen a que yo publicité una mala práctica. Si lo era, ¿por qué nadie me dijo nada hasta entonces? Más tarde verificaron que no es cierto que yo ponga dieces a todos mis alumnos; que no es exactamente así. Pero el proceso siguió adelante. Añadieron a la acusación la palabra mayoritariamente y me atacaron por otros flancos: que mis clases no estaban bien programadas, que no coordinaba bien el departamento de francés, que mis registros no eran veraces… Un truquillo distinto cada dos o tres meses durante dos años de persecución que lo que pretendían era que yo cayese en depresión y me pusiera de baja, cosa de la que me libraron la ayuda de otros profesores y de mis alumnos y sus familiares y mi carácter; ser capaz de aguantar esta presión y seguir yendo al aula todos los días incluso sabiendo de las patéticas vigilancias que se me hacían.

Entonces, ¿no es cierto que siempre ponga dieces a sus alumnos?

Yo siempre pongo dieces; los pongo a diario. Cuando pongo nota a mis alumnos, les pongo un diez. Pero no siempre les pongo nota. Cuando el ejercicio no está del todo bien, no se la pongo, sino que les invito a seguir esforzándose hasta que lo hacen bien, y entonces les pongo el diez. Que yo siempre ponga dieces es algo que hay que entender en el contexto de mi aula. Detrás de todo esto hay una cierta religión del lenguaje, también. Esta gente lleva fatal que uno no hable de educación como el manual de una lavadora; que introduzca un margen de ironía, de provocación, de sarcasmo, de sátira, todo eso que yo creo que también es bueno que se enseñe a los alumnos para sobrevivir en esta jungla. Mi objetivo es poner siempre dieces, porque yo estoy seguro de que todos somos diferentemente dieces, y mis alumnos me lo demuestran. Me lo demuestran de un modo que no pasa por memorizar las cosas. Pero es que la ley no dice nada de memorizar. Estoy seguro de que los que me han castigado, todos los cuales tienen el bachillerato hecho, no podrían pasar un examen de tercero de la ESO de física y química, matemáticas, biología…

Cuando pongo nota a mis alumnos, les pongo un diez. Pero no siempre les pongo nota

¿Cómo acuñó usted este método que sigue?

Yo soy historiador de la masonería, y conozco bien la preocupación que tenían las logias masónicas por la instrucción pública, la construcción de escuelas, la innovación pedagógica, los métodos alternativos… Siempre he estado en contacto con el tema, siempre me ha interesado. Pero me resultaba curioso que todo este espíritu innovador desaparecía en el momento de poner nota. Se decían estas cosas bonitas de que todos somos buenos, de la motivación, etcétera, pero seguía evaluándose al alumno.

¿Qué clase de ejercicios hace con los alumnos en clase? ¿Qué ejemplos puede ponernos del desenvolvimiento de esa pedagogía suya?

Te voy a contar lo que yo estaba haciendo el día que entró en mi clase de segundo de bachillerato el primer inspector, que además entró, contra lo que es lo normal, sin previo aviso y diez minutos después de comenzada la clase. Mis alumnos y yo habíamos estudiado y traducido un discurso de Macron sobre el brexit y cada uno tenía que dramatizar, como si fuese el presidente de la República, algunas frases leyéndolas en un teleprompter que yo había preparado, lo que introduce un punto de dificultad mayor que el de leer un texto normal. Me gusta utilizar esos discursos, entre otras cosas, para señalar a los alumnos errores de pronunciación que estos políticos cometen a menudo: por ejemplo, errores en la liaison, derivados de hablar muy lento. El inspector se encontró con eso y con que los que ya habían hecho el ejercicio estaban utilizando su móvil para, sirviéndose de un programa de rimas, redactar sonetos explicando sus sensaciones a las puertas de acabar el curso, con los cuales haríamos después un rap entre todos. A la hora siguiente, yo tenía una clase de primero de la ESO, con veinticinco alumnos, y allá el inspector se encontró con que los chicos estaban haciendo un caligrama. No todo el mundo sabe lo que es un caligrama: mis alumnos sí, y quién fue su creador.

Guillaume Apollinaire, si no me equivoco.

Exacto. En este caso, escribíamos un caligrama contra la violencia como parte de un proyecto eTwinning: en otros momentos he hecho otros sobre el exilio, sobre el amor romántico… Pero eso tampoco gustó al inspector. A la hora siguiente, pasamos a segundo de la ESO, también con veintipico alumnos, y vio que estábamos haciendo unos vídeos con la receta de los crêpes. Quienes ya habían hecho el vídeo escuchaban y corregían los de los demás, y quienes todavía no rodaban el suyo en los pasillos del instituto, incluso haciendo stop motion y estas cosas. Todo eso tampoco gustó nada al inspector. Y a sus majestades tampoco les gusta nada un ejercicio que yo hago todos los años en segundo de bachillerato, que es leer el primer capítulo de L’esprit des lois de Montesquieu y otros textos de Voltaire, Diderot, el discurso de la desigualdad entre los hombres de Rousseau… Leemos estos textos, los traducimos y pido a mis alumnos que redacten una versión propia de estos textos, transformándolos para actualizarlos con base en su vida y en el momento presente. Pues bueno, los inspectores dijeron que tampoco. Que era demasiado nivel. En mis clases, parece ser, o hay poco nivel o hay demasiado, pero nunca lo que hago es bueno. Tampoco lo es que hagamos exposiciones orales sobre personajes famosos que conmigo no son Nadal o Hitler, sino Greta Thunberg, Marat, Marie Curie… ¿Que hay errores? ¿Que los alumnos no hablan como yo? Normal: si hablasen como yo, serían franceses, sabrían ya francés. Pero están aprendiendo. Y como están aprendiendo, yo les dejo utilizar el diccionario francés-español o aplicaciones de Internet de las que les explico cómo usarlas correctamente, en lugar de pedirles que se lo sepan todo de memoria. Si los profesores que preparan sus exámenes, gente que ha superado no sé cuántos niveles y oposiciones, miran libros para prepararlos, ¿por qué no van a poder ellos mirarlos para rellenarlos? Me rebelo contra un método que no tiene sentido. Por cierto, lo que más molestó no fueron los dieces de la ESO, que hasta me concedían, sino los de bachillerato.

Mis dieces, en ese curso al que sigue la EBAU, descuadran todo el sistema de asignación de matrículas de honor, y eso es intolerable

¿Por qué?

Porque mis dieces, en ese curso al que sigue la EBAU, descuadran todo el sistema de asignación de matrículas de honor, y eso es intolerable, me parece a mí, para algún que otro profesor o ingeniero o persona relevante de la política asturiana que no soporta que los dieces de sus hijos, los dieces de verdad, los dieces obtenidos con profesores particulares, con academias, con toda otra serie de ayudas que las personas privilegiadas reciben desde que nacen, valgan lo mismo que los dieces que no son de verdad. Yo oigo a muchos profesores, tal vez a la mayoría, decir que están en contra de la EBAU, pero la EBAU, que pregunta por el cinco por ciento del conocimiento adquirido, que no está ni en la ley de bachillerato ni en la de la ESO, y para pagarle la cual a algún alumno que no podía pagársela yo he puesto dinero en algún bote, sigue en pie. Existe una hipocresía tremenda en torno a todo esto.

La seguridad del diez, ¿no facilita que los alumnos no se esfuercen; que se duerman en los laureles?

No, no: es exactamente lo contrario. Conmigo, todos saben que confundirse es normal, que no es algo que haya que penalizar. El miedo al error ya no existe, y yo he comprobado que eso es un motor de motivación. Nadie se duerme en los laureles. Y mis alumnos, con mi método, no aprenden más que con el tradicional, pero no sufren estrés, miedos y angustias innecesarios a esas edades, y hasta los pierden. Yo tuve un alumno que no decía una sola palabra ni en francés, ni en español, porque era excesivamente tímido, pero salió del instituto y empezó a hablar francés, inglés, italiano, griego… Ahora tiene un puesto bastante importante en el mundo cultural asturiano, incluso participando en los TED a nivel internacional. Fui paciente con él, porque sabía que era tímido, no cortito. Todavía se confunden estas cosas. Si hay caracteres diferentes, si no todo el mundo tiene el carácter necesario para hacer exposiciones orales, ¿por qué no personalizar el método, por qué no pedirle al tímido algo escrito, o hablar con él en petit comité? Yo siempre digo que mis dieces no son más injustos que las gafas de algunos alumnos.

¿Cómo es eso?

Las gafas son un instrumento artificial para que el que tiene dificultades para ver vea como todos los demás. Y mis dieces son unas gafas de la cognición y de las desigualdades sociales; son a las desigualdades sociales lo que las gafas a la miopía. Y poner dieces no es lo fácil, como me han dicho a veces. Lo fácil es coger un libro de texto y corregir a partir de un solucionario, cosa que yo jamás he hecho en veinte años de enseñanza. ¿Que a veces alguno no quiere hacer nada? Pues lo observo, le meto un poco de presión, hablamos y al final hace lo que tiene que hacer. Nunca me olvidaré de la emoción y la felicidad de una alumna que nunca sacaba buenas notas y a la que yo puse un diez; de cómo la abrazó su compañera de pupitre y la felicitó, casi más contenta por el diez de su amiga que por el suyo. Seguí pasando por las mesas y a cada cual, cuando todo estaba perfecto, le ponía el diez, e iba viendo la misma reacción una y otra vez. Los que no tenían el ejercicio perfecto veían que los demás sacaban un diez y también lo querían, pero yo no lo pongo si no está todo perfecto: les digo que se corrijan ellos y se ponen un siete, un cuatro, un nueve, lo que ellos consideren. Me preguntan entonces si les doy otra oportunidad y yo les digo: “Por supuesto que te la doy”. Y siguen esforzándose hasta que sacan el diez.

¿Ha recibido quejas de padres por este método?

Alguna he recibido, sobre todo de padres de alumnos de diez en el sentido tradicional, que no estaban contentos porque pensaban que la educación secundaria obligatoria o el bachillerato tienen la misión de fabricar bilingües. Querían aprovechar el sistema público gratis para recibir una formación de escuela oficial de idiomas. A todos ellos les hice leer los decretos de enseñanza secundaria y de bachillerato y los que se refieren a las escuelas oficiales de idiomas: comprobaron que eran diferentes. Y les explico que cada uno de mis alumnos tiene un diez por razones diferentes. Lo acaban entendiendo, y lo cierto es que, más allá de estas reticencias iniciales, nunca he tenido una sola queja, una sola denuncia. Otros padres no entienden que al año siguiente venga otro profesor y sus hijos tengan un dos o un tres en vez de un diez. Pero les digo, primero, que también ocurre al revés; y segundo, que, evidentemente, métodos distintos arrojarán resultados distintos, pero eso no es mi culpa. Yo trabajo lo que puedo con las horas que tengo y con los medios que tengo, que son los de la educación obligatoria pública. No es lo mismo poder llevar a tus alumnos a Francia que no poder, o disponer de dos horas que de cinco. Y a lo que me niego es a que utilicemos la asignatura de francés, como algunos quieren, solo para los buenos, como una especie de burbuja de oxígeno. No, no: a mí me los mandáis a todos. Y a los alumnos que con otros profesores sacarían un dos o un tres, yo les corregiré, les haré repetir el ejercicio y lo repetirán hasta que saquen el diez. Y evaluaré solo lo que sucede en el aula: no evalúo padres, academias, profesores particulares… Corrijo lo que hacen en clase conmigo, que es donde se pueden igualar las desigualdades que hay fuera entre padres con tiempo y sin tiempo para dedicar a sus hijos, o entre alumnos con y sin profesor particular. Yo solo quiero que se aplique la ley.

¿Se considera respaldado por la ley?

Por supuesto. La ley nos obliga desde hace quince años a trabajar y a evaluar por competencias, pero seguimos en la inercia de lo que hace quince años que no está en la ley. Yo he roto con esa inercia y pensaba que el servicio de inspección sabía lo que ponía en la ley, pero por lo visto no lo sabe: me dicen que tengo que seguir escrupulosamente el currículum, cuando es contradictorio con las instrucciones y circulares que se publican desde hace años en cuanto a la atención e inclusión de la diversidad. Si no les gusta eso que dice la ley, que lo quiten. Pero hasta entonces, yo pienso cumplirla.

Yván Pozuelo (Gijón, 1974) se proclama rebelde de la “rebelión del diez”, abandera un método pedagógico alternativo y singular, y eso le ha costado caro: una inhabilitación de ocho meses que no ha arredrado a este hijo de la emigración española a Francia, profesor de francés e historiador de la masonería. En esta...

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Autor >

Pablo Batalla Cueto

Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).

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