COMO LOS GRIEGOS. SPECIAL EDITION
Huevos fritos con caviar
Descubran que la vida solo pasa una vez, y que debemos asaltar el palacio en el que guardan el caviar
Guillem Martínez 24/12/2021
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-UNA COSA SIEMPRE LLEVA A LA OTRA. Este verano estaba comiendo albóndigas pieds-noirs como un poseso, en casa del artista plástico empordanès Cyril Torres. Su madre, nacida en Argelia en modo Camus, es una ex-pied-noir. Las albóndigas pieds-noirs son, a su vez, albóndigas adhoc, pero más grandes. Carecen de salsa alguna. Se comen frías, con la mano, como lo hacía Eva, esa fresca. Comerlas es, así, como comer una manzana, al punto que uno, cuando se aplica, espera llegar a la semilla de la albóndiga, que nunca llega. De ahí su nombre: albóndiga, o manzana-pied-noir-sin-hueso, en hitita. Lo siguiente sorprendente de aquella velada fue que Cyril me trajo un cenicero –un cacharro diminuto de cristal; una miniatura inservible para un fumador que se ha ganado ese título a pulso–, y me miró esperando una reacción por mi parte. Como no emití ninguna, Cyril me explicó el cenicero. Se trataba de un ex-tarrito de caviar, desprovisto de su tapa y de su contenido, que para la campaña navideña vende cada año la, supongo, prestigiosa marca Lidl. Por 9,99€ –lo repetiré: 9,99€; lo diré otra vez: caviar a 9,99 los 15 gramos–. En ese momento puse a Dios por testigo –concretamente, a Kali, una diosa con cierta agresividad, de la que tanto hablaba Kipling siempre que podía–, de que en diciembre atracaría un Lidl y me llevaría todas sus existencias de caviar. Cosa que he hecho, con una media Mimí en la cabeza, esta mañana. Pero cuando llegué al Lidl, ya había pasado Cyril, en modo OAS/sin piedad alguna, de manera que solo he pillado el caviar justito para esta sección. Hola. Esto es ‘Como los griegos’, una sección que cocina con las manos para hablar de la vida, esa cosa que sucede en la cabeza y en las manos. En el caso de hoy la vida nos depara esturiones, sus huevos, los huevos de las gallinas, un plato histórico con huevos de gallina y de esturión, que alude a un colectivo humano, en el que brilló y fue catalizador un humano llamado Manuel Vázquez Montalbán. Y de cómo todo eso junto provocó la única revolución con consecuencias palpables que ha ocurrido por aquí abajo en los últimos 50 años. Si lo hago bien, al final del artículo vivirán en su piel el vértigo de la Revolución, que no es otra cosa que su sello: saber que, en la medida de lo posible, se ha triunfado sobre el mal y los malos. Pero vayamos por partes, que toda esta historia empieza, como ya habrán adivinado, mal-muy-mal y en los Andes.
-ANDES POR DONDE ANDES, NO ANDES POR EL CONDE DE LOS ANDES. En 1824, Fernando VII, un adelantado a su tiempo –su tiempo era una peli de Peckimpah–, nombra Conde de los Andes al último virrey del Perú, en agradecimiento a la labor realizada –visto lo visto, la República del Perú–. Llegado a este punto, omito la edición II, III, IV del Conde de los Andes y me centro en el V, o nos darán las uvas. El Conde de los etc. V es otro gran ideólogo y renovador de su tiempo. Nacido en 1909 fue, progresivamente, bebé, niño, adolescente, adulto, abogado, economista, politólogo, fundador de FE, combatiente, excombatiente, Gobernador Civil, Procurador en Cortes, miembro del Consejo Nacional del Movimiento, miembro de chorrocientas reales académicas, miembro del Consejo Real de Don Juan, Premio Nacional de literatura, y firme defensor del proyecto de Reforma Política de Suárez. Llega a vivir cinco minutos más y hubiera sido bajista de los Burning. Pero a ese pack simbólico, que no tiene desperdicio, se agrega otro, más profundo y determinante, incluso. Con el pseudónimo de Savarín, fue el crítico gastronómico del ABC hasta su fin, en 1978. Desde ahí asentó el gusto durante ese periodo geológico llamado Franquismo, en el que España, en efecto, se fosilizó, de manera que se le quedó en la cara esa expresión perpleja de dinosaurio petrificado. Parece que ríe. Pero está muerto.
Con el pseudónimo de Savarín, el Conde de los Andes asentó el gusto durante ese periodo geológico llamado Franquismo, en el que España, en efecto, se fosilizó
-EL FRANQUISMO COMO SABOR Y OLOR. Savarín fue el formulador de un gusto sin evolución posible, pues ya estaba concluido. Ese gusto era el siglo XIX. La cocina romántica, burguesa, contundente, no-mercy, formulada en su exceso y exclusividad a través de la alta cocina francesa de, otra vez, el XIX. El Franquismo, si uno lo mira fríamente, es eso. Retroceder al XIX. Pelarse el XIX y darle otro sentido, de manera que fuera posible otro XX, improbable en otro punto del planeta. Abortar una evolución natural. Retroceder, por medios salvajes –el fascismo, una guerra, el asesinato, el aceite de ricino, la ejecución, el trabajo forzoso, la confiscación, el exilio, el racionamiento, el pluriempleo, el registro a media noche, la delación, el interrogatorio, el despido, la lista negra, la subnormalización, el medio-polvo, los calcetines a cuadros y el olor a anís–, hacia un ideal del nacionalismo del pasado. La Restauración, un programa nacionalista que nace en el XIX para detener el XIX. El republicanismo, el federalismo, a la AIT y, ya puestos, a todo aquello que se alejaba de una hipotética identidad católica española –una teta, por ejemplo–. Es violento hacer retroceder un país a otro siglo. Es una violencia ya íntima. Y prolongada. Que llega, por narices, a la cocina. La cocina del Franquismo realiza esa proeza a través de un XIX más XIX que el XIX. Es un corpus culinario grasiento, pesado. Y al que no estabas invitado. Un banquete cuyo sentido era negar el acceso a los invitados. Era la alimentación y la gastronomía como privilegio. La crueldad.
-EL PLACER COMO OPOSICIÓN. Pero los chicos y chicas pop de los 70 tenían otro mundo en sus corazones. Era un mundo vinculado, generacionalmente, a Europa. Y, desde los 60, en Francia se empezaba a formular la Nouvelle Cuisine, de la mano de tipos listos como Henri Gault. Esto es, un giro absoluto en la alta cocina. Se trata de la ligereza, de enviar a tomar por XXXX a la harina, de optar por salsas más humanas y livianas. Es una apuesta por el sabor primigenio y su mezcla calculada y meditada. Es la sencillez y el ingenio. También se opta por otra presentación de los platos. Muy visual. Bonita. Bella. Comer vuelve a ser una fiesta. Y no un funeral, o una ceremonia de Estado, esa cosa que requiere pobres mirando con la nariz pegada al cristal. El restaurante deja de ser ese sitio cursi y clasista. Pasa a ser un punto igualitario, democrático. El servicio no te chulea, y le importa una higa como vayas vestido. Manda el chef –un currante que se ensucia–. El maître y el camarero son unos mandados, neutros y, en el mejor de los casos, simpáticos y apasionados. Esa aventura se cuela, por aquí abajo, en la cocina vasca, a través de sus chefs. Y, de otra manera –colectiva, muy ideologizada, de forma incluso gramsciana y con criterio liberador–, sucede en la cocina catalana. Es en esa cocina donde sucede la Gran Aventura. A través de la cocina catalana –un colectivo de emisores y receptores, ambos sedientos de experiencias antiguas y nuevas, y que crean una comunidad de gusto– se realiza la Gran Revolución –el placer es la mayor oposición, que decía Epicuro– y, visto lo visto, la más constante en las izquierdas locales. Es su legado. Puedes disfrutar de ese mundo igualitario y sexy, que pudo haber sido, en un restaurante de alta cocina planetario que haya sido salpicado por el fenómeno –es improbable no haberlo sido–, y, de forma aún más extensa, en cualquier restaurante humilde y honesto, en el que suceden hoy cosas improbables en los 60. En los que transcurre, sin que nos demos cuenta, la Aventura.
Vázquez Montalbán inicia su cruzada, grupal y personal, sensual y gastronómica, entre los 60 y 70
-L’AVENTURE C’EST L’AVENTURE. A esto todo que sucede se le podría denominar la Cocina de la Experiencia, que queda muy BCN. Y explica lo que pasó. En BCN, de hecho existía una cultura culinaria previa, opuesta al condeandeanismo. Por ejemplo, a través de la revista Destino, y de Luján, Cunqueiro y Pla. Que –Pla, siendo eso, come aparte– aportaban periferia cosmopolita, vivida, exótica, extinguida en la Restauración Franquista. Era otro acceso a la cocina más open your mind. Y efectiva: la generación de los niños de la guerra conoció, por ejemplo, el albariño en el Destino de los 50. Y tuvo acceso a él y lo probó en los 70 –sí, la Restauración Franquista fue certera–. Manuel Vázquez Montalban –MVM–, no obstante, va más lejos que todo eso. Inicia su cruzada, grupal y personal, sensual y gastronómica, entre los 60 y 70. Pero no escribe ningún libro al respecto hasta el 77 y su determinante L’art de la cuina catalana. Es el libro, en cierta medida, responsable de la revolución en el gusto y en la restauración catalana. Crea una expectativa sostenida, y abierta a posteriores evoluciones. Por lo mismo, es el km0 de la revolución gastronómica del siglo XX-XXI, ese cambio colectivo que se abre a lo nuevo y, con él, a la siguiente alta cocina. La molecular o postmoderna –no me gusta ese nombre, que todos, tras la muerte de la Modernidad, somos postmo; un bocata de jabugo, hoy, es tan postmo como tú–. En todo caso, por lo tardío del libro, la cosa tuvo que empezar antes. Por lo que hablo con Pau Arenós, compi de mi generación, el gran discípulo gastronómico de MVM, y un señor que escribe muy bien –no se pierdan su último libro del ramo: Nadar con atunes, Debate, 2021–, que va y me plantea lo siguiente. “MVM formó un gusto vertebrado en dos pilares. Uno es la Cocina Añorada. Es decir, la cocina de la madre y de la abuela, comida en casa y en ciertos restaurantes humildes y honestos. El otro pilar son los restaurantes aspiracionales. Aquellos a los que quería ir y, con el tiempo, fue”. Para aquella generación pop, la primera nacida en cultura de masas, la experiencia –esto es, la maravilla, que puede habitar cualquier serie cultural– era importante. Pero también la alta cultura. Y, por lo mismo, la alta cocina, de la que se extraía una experiencia similar, en su turbación, a la del chiringuito. Esto es trascendente. Es un trayecto diferente al del Conde de los Andes. Es la vertebración del gusto a través de la experiencia, del yo, no de las reglas y el estatus. Es el éxtasis en la cabaña y en el palacio. Un palacio que, en aquella época, recupera la cabaña. Es la obscenidad, la transgresión. La libertad. La Aventura. Y sí, cuando vas al palacio sale por una pasta. Algo que un día MVM me formuló así: “Puedes, debes tener un póster de la Venus de Botticelli en casa. Pero una vez en la vida debes ir a verla, a Florencia”. Todos, en fin, tenemos derecho al caviar, como tenemos derecho a Botticelli. De hecho, es más nuestro, que sabemos su maravilla, que de ellos, que solo saben y valoran su precio.
-EL CAVIAR. Precisamente, el caviar fue determinante en la apuesta palacio de MVM. Según me dijo Pau, hace años, hay un momento de cambio, de apuesta, de nueva etapa en MVM, que consiste en cruzar la frontera –la literal y la otra–, e ir a un restaurante de alta cocina francesa a tomarse unos huevos con caviar, esa unión de dos portentos. El creado por la gallina/la cabaña, y el creado por el esturión/el palacio. Hablando recientemente de ello, tanto Pau como yo ignorábamos qué plato era ese. Por lo que hemos reconstruido –él, vamos, que es el que sabe–, puede ser un plato de Michel Robert-Guérard, aka Guérard, que creó, al menos, un par de propuestas en esa línea –helado de huevo con caviar, y huevos en cáscara con caviar–, que podrían ser el sentido de aquel viaje iniciático. Ese plato, sea cual fuere, fue reformulado –así lo dice MVM en su Contra los Gourmets, un libro fundamental, del que les hablaré otro día– por Antonio Ferrer, y bajo el nombre artístico de ‘huevo frito con caviar’. Básicamente, y ni más ni menos, es un huevo frito, con cacho mono, no excesivo, de morcilla de Aragón, y caviar, como para una boda, en la yema. Este es el plato que les pasaré hoy para, apoyados en esta revolución cultural por Lidl, cruzar la frontera que conecta lo popular y el pop con la alta cocina, por el mismo punto que la cruzó MVM. No se lo pierdan. Aventúrense con la Aventura.
-LA RECETA. Vayan a Lidl. Échenle spray de pimienta a Cyril y háganse con el caviar que puedan. Verán que es caviar. Esto es, huevos de un pez del género Acipenser. Si bien no es beluga, sevruga u osetra. Ni es del Caspio. Es de la costa americana del Pacífico. USA, por cierto, fue un gran consumidor de caviar en el XIX y principios del XX. El caviar era entonces y allí un matahambre barato para muertos de hambre. Lo contrario que en Rusia, donde fue un secreto aristocrático, desvelado por la revolución soviética. En la URSS –conocí ex-niños de la guerra que me lo atestiguaron–, el caviar se utilizaba como a) caviar, pero también como b) colacao –se mezclaba con la leche, que quedaba negra, en el desayuno de los niños–. Gracias a la firma Petrossian, que hizo el primer contrato comercial del Oeste con la Rusia revolucionaria, el caviar ruso llegó a Europa como producto de lujo. Fue un ni fu ni fa hasta que Charles Ritz, el hijo del fundador de la cosa Ritz, lo metió en su carta, momento en el que lo descubrieron los condesdelosandes planetarios. En los 90, cuando cae el muro, por cierto, el caviar iba regalado. Me recuerdo a mí mismo, en una habitación de un Intercontinental, comiendo caviar a cuchara, que me vendía un chico listo en bolsas de plástico, como se vende la chicha peruana. Bueno, al turrón. Nota de cata del caviar Lidl: resulta fofo, su explosión de sabor no es comparable al caviar del Caspio. Ni, mucho menos, al iraní, que es lo más. Pero da el pego. Y, más, por ese precio. Háganse con una morcilla aragonesa. Si no pueden, con una de cebolla. Doren una rodajita escasa. Reserven en plato. Hagan un huevo frito. Pónganlo sobre la morcilla. Espolvoreen el huevo con caviar. Descubran que la vida solo pasa una vez, y que debemos asaltar el palacio en el que guardan el caviar.
-LA IZQUIERDA CAVIAR. Y paladeen el concepto ‘izquierda caviar’. Es como llaman las nuevas derechas española o catalana a las izquierdas que no entienden un Estado nacional con los ingredientes de la Restauración. Y tienen toda la razón. No nos contentamos con grasa y fécula. Precisamos el caviar. Y la energía. Y la Sanidad. Y la Educación. Derechos que pretenden volver a ser caviar, bajo la tutela de otros condes de los Andes. Cuando prueben el huevo con caviar sabrán, recordarán, que todo es nuestro. Y que estamos siendo sumamente amables y poco conflictivos con cosas como esas, que explotan en nuestra boca y alma.
-UNA COSA SIEMPRE LLEVA A LA OTRA. Este verano estaba comiendo albóndigas pieds-noirs como un poseso, en casa del artista plástico empordanès Cyril Torres. Su madre, nacida en Argelia en modo Camus, es una ex-pied-noir. Las albóndigas pieds-noirs son, a su vez,...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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