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El cassoulet

Pese a su presencia constante, el hambre no ha tenido nunca un severo interés político. Salvo el militar

Guillem Martínez 12/11/2021

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-PELU Y MAQUI. Mi pelu cree que soy un hombre de mundo –y no un hombre del mundo, como ella lo es en señora–, y me informa, alarmada, pidiendo explicaciones, de que en la zona rubia de mi ciudad se están acaparando alimentos. No legumbres, como hizo mi mamá en la huelga del 76 –no la busquen en Wikipedia; fue la famosa Huelga General Política; sólo triunfó en 3 municipios del cinturón de Barcelona; no había internet, y nos pensamos que toda España era eso/así; no es eso/así; ni siquiera lo es Catalunya, otro contrario a todo aquello; mi mamá, entonces, compró alubias como para una boda; nos las comimos en los siguientes 358 años; rayos, he visto cosas que jamás podrías imaginar; y no acaba de molar; bueno sí que mola, pero te deja sin interlocutores; la infancia está para compartirla; una infancia excesivamente excepcional, que no es el caso, te condena a la tercera edad muy pronto, en la adolescencia; vaya, qué paréntesis más largo; lo aprovecharé, ya puestos: ¿no ven la vida seriamente entristecida y oscura cada año, cuando se cambia al horario invernal?; un día haré un artículo que sea un paréntesis; lo veo–. Acaparan latas. Lo que nos lleva a dos conceptos. Concepto a) o acaparamiento. Concepto b) o latas. Este articulete va de b) latas. Pero por lo mismo –estoy muy de paréntesis– va también de otro concepto, o c) que, aún no se cómo, acabará saliendo. El exilio. Pero empecemos por a) o acaparamiento.

-NADA ES PARA SIEMPRE. Acaparar, como casi todo, es miedo. Miedo a no disponer. Es un miedo injustificado, pues así, en términos generales, somos la primera o segunda generación que dispone. El análisis dental de fósiles de cazadores-recolectores, neandertales y sapiens, del Paleolítico, demuestra que pasábamos, cada tanto, escasez de alimentos. Era nuestra normalidad. Que fue subnormalizada, ampliada e intensificada en el primer Neolítico, cuando no dominábamos lo de las semillas y la domesticación del pollo. El Neolítico es el lugar del crimen, el momento en el que nacen conductas aberrantes, que hoy consideramos normales. Como trabajar, obedecer, o sufrir hambre por razones no paleolíticas. Desde el Neolítico, periódicamente, revisitamos el Neolítico, ese momento en el que comer dejó de ser una región de la habilidad para pasar a ser la región de un cálculo, no necesariamente tuyo. Podemos ver esos errores de cálculo en nuestros antepasados, en nuestra propia biografía, o en la cola de un comedor social. Son errores continuos, constantes, pero que sorprendentemente no provocan miedo en amplios, pero estrechos, sectores. Son, de hecho, lo habitual, nuestro paisaje desde el Neolítico. No tengan miedo, en ese sentido. No es bueno vivir con miedo. Agría el carácter. Para evitar el miedo, hablen del hambre. En el XIX, era lo normal, al punto que Victor Hugo hace nacer esa maravilla denominada Les misérables del hambre cotidiana, que intenta paliar Jean Valjean mangando un pan. El hambre, al contrario que su miedo, el acaparamiento, no nos debe sonrojar. Fue nuestra compañera durante miles de años, y nuestra pareja sentimental desde hace 10.000. En ocasiones es nuestro vecino/a. Y, en otras, nuestra mesa. En tanto que prima anoréxica del neoliberalismo –ese error de cálculo constante, institucionalizado e invisible–, el hambre puede, incluso, dormir con nosotros, y acompañarnos a la compra. Fíjense en ella en la calle. Antes más discreta, se pasea a su bola desde 2008, sin que nadie aluda a ella. Imaginen las calles de otros países.

-LAS LATAS. Pese a su presencia constante, el hambre no ha tenido nunca un severo interés político. Salvo el militar. Desde el invento de la guerra –un invento asiático, de pastores, no de cultivadores–, el hambre ha sido un arma. Defensiva. Una campaña no es tanto militar como logística. Y un ejército es, además de lo que es, la capacidad de alimentarlo. Sin alimento, no hay ejército. La ausencia de alimentos derrotó a los persas frente a los griegos. Y fue el hambre, no el Papa, quien detuvo a Atila a las puertas de Roma. Napoleón, un tipo listo, sabía eso. Dio cancha a los primeros científicos nutricionistas, que le vendieron la moto de que se podía alimentar un ejército con pastillas que los soldados llevarían en el bolsillo. Esas aportaciones fracasaron, pues, en breve, se descubrió que las personas no sólo necesitan, en el trance de alimentarse, nutrirse, sino también saciarse e, incluso, divertirse, dos humanismos que no aportan las pastillas, esas cosas que, según cómo, aportan muchos otros humanismos. La Navy UK supuso otra vía de investigación, más afortunada. En el siglo XVIII descubrieron la capacidad de elaborar y conservar, de manera casi satisfactoria, caldo de carne concentrado –tenía el aspecto de la actual salsa Bovril; mola–. Junto con la milenaria galleta reseca, y junto con modernísimos y experimentales brebajes, que aportaban vitamina B y C contra el escorbuto, ese es el material que posibilitó la gesta del capitán Cook: apurar el planeta e inventariar los últimos territorios no conocidos en Europa. Y en eso, en la primera mitad del XIX llegó lo que los ejércitos esperaban. Su gran esperanza. La mezcla de lo que soñó Napoleón y de lo que se comió, sin patatas, el capitán Cook. La lata de conservas. Que resultó un gran fracaso inicial. En defensa de la lata se debe señalar que, como Pi i Margall, la fisión nuclear o la minifalda, fue una adelantada a su tiempo. Era tan puntera que llegó, incluso, 100 años antes del invento del abrelatas. Su puesta de largo fue, además, un desastre. Programada como el alimento estrella de la expedición británica al Polo capitaneada por John Franklin, en 1845, la lata supuso, literalmente, el exterminio de toda la tripulación. La razón, intuida en aquella época, pero demostrada hace poco, fue el material con el que se sellaban las latas. Plomo. Wala. La lata, el alimento esperado por los ejércitos, resulto ser algo más esperado aún por los ejércitos enemigos.

-LA LATA. Una vez domesticada, la lata aportó lo previsto. Más un plus. La transformación de los alimentos. No son lo mismo los alimentos mutados por su conservación en lata que sus originales frescos. Cuando empecé a leer papeles, en los 70, de peque, me pelaba cada semana las críticas de Xavier Domingo, en Cambio16. Libertario, con la sensibilidad solucionada, gamberro –tres componentes de la niñez, fáciles de comprender por un niño, pero brillantes y turbadores en un adulto–, escribió un día una crítica gastronómica sobre las almejas en lata, que me rompió la frente y me hizo más libre. Domingo defendía las almejas enlatadas, las encumbraba, las ubicaba en una experiencia paranormal, en tanto que no eran almejas, sino otro animal mitológico, transmutado. Sucede eso con la simple lata de sardinas en aceite de oliva, con una anchoa, con una lata de locos, ese molusco magnífico y sin paralelo de Chile. Y sucede –menos, pues se aleja menos de su modelo fresco, lo que también es admirable– con una lata de cassoulet. Rayos, había empezado a escribir todo esto para hablarles del cassoulet.Y mira.

-EL CASSOULET. Cassoluet es la adaptación francesa del palabro occitano caçolet / cazuelita. Es literalmente eso. Una cazuela simpática, ligeramente cónica y elaborada en Issel, Languedoc, que da nombre al gran plato occitano. De hecho, es una receta que se elabora coast to coast, desde la Aquitania a la Provenza. Hay chorrocientas lógicas del plato, dispares, pero no contradictorias. El plato consiste, así a lo bruto, en un 30% de carnes, y en un 70% de judías secas –las de Tarbes, que tienden a derrumbarse como mantequilla, tiran–, hierbas y jugo –esto es, lo que la cosa suelte, más la aportación de grasa de oca o pato–. Las tres principales variables son a) la de Toulouse –en esa opción prima el cerdo como carne; y, guau, la saucisse de Toulouse, una botifarra/longaniza muy meditada–, la de b) Carcassonne –“más que un cassoulet es una simple pata de cordero con frijoles”, dijo Anatole France, en lo que sin duda es una injusticia–, y la de –tachán-tachán–, c) Castelnaudary, tal vez el cassoulet más esférico. Bello, bueno e incompresible, las carnes son diversos trozos de cerdo, la salchicha de Toulouse y pato u oca confitados. Una obscenidad. El modo de elaboración es, en cualquier caso, complicado. Por un lado se hierven las alubias, con tomate, cebolla, ajo y finas hierbas. Y mucha grasa de pato/oca –esa grasa convierte un ladrillo en una delicia; ahora que lo pienso, me comería uno ya–. Y, comparativamente, muy poca agua. Lo justo para que no te detenga la OMS. Paralelamente se cocina, otra vez en grasa de ánade, las carnes. Con, otra vez, vegetales y hierbas. El polvazo, el punto de locura, lo trascendente, se produce cuando se juntan ambas cosas, ya cocinadas, en la cazuela. Es entonces cuando se somete el todo al horno. Para ello se rocía el contenido de la cazuela con harina de galleta. Conforme el calor crea una costra, se rompe, y se vuelve a poner otra capa de harina de galleta. Así 8 veces –defienden en Toulouse–, o 7 –doctrina Kim Il Castelnaudary–. Toda esta manufactura es un lío. Por todo ello, esta receta no debería aparecer en esta sección. Pero hay otra forma –sencilla, barata, estupenda– de acceder al cassoulet.Tomen nota de la receta.

-EL EXILIO. Cuando tenga 15 años, considere que no es bueno ni razonable que en el mundo haya hambre, y apúntese a la CNT. Trabaje de día, y de noche, estudie como un poseso. A los 17 años alístese voluntario a la Roja y Negra. Vaya a conquistar Zaragoza. Váyase a salvar Madrid. Luego se pela la campaña de Teruel. Cómase Belchite. Ingiera la Batalla del Ebro. Salga de Barcelona pitando y disparando a los malos. Intérnese en un campo francés. Escape de un campo francés. Participe del maquis. Gane una guerra, para variar. Cásese con otra exiliada. Tenga un hijo en Albi. Váyase a París, olvidando definitivamente sus estudios, para trabajar como albañil. Adquiera la nacionalidad francesa. Vuelva a España en los 60. En cada viaje, reciba en la casa de su familia, en la que está hospedado, la visita de la Guardia Civil, que sabe que la nacionalidad española es un don de Dios, que no se pierde al adquirir la francesa. Cuando su familia le hable de política, animados, esperanzados, no les diga lo que sabe, no diga lo que pasará finalmente, no les rompa la ilusión. Traiga, en cada viaje, libros de Ruedo Ibérico. Explique a los niños de la casa que no pueden hablar de esos libros en el cole. Y, por encima de todo, traiga el Peugeot 504 –bellísimo, carrocería de Pininfarina, pero afrancesada, discreta– hasta los topes de regalos. Coches metálicos para los niños. Cientos. Que sepan que han venido a jugar. Y para los adultos comida, como si la postguerra aún continuara eternamente. Quesos exóticos, divertidísimos. Latas de foie, botes de cristal de foie. Foie fresco, para hacerlo en casa. Enseñe a prepararlo. No escatime el Saint-Émilion Grand Cru. Cuele de vez en cuando un Dom Pérignon. Los niños, unos catetos, lo escupirán, haciendo más muecas que un mono comiendo limones, pero algo quedará en su coco. Haga de cada día una juerga, un banquete. No hable de vidas perdidas, de dolor, de desasosiego, de la brutalidad. Y el día que se vaya, cuando los adultos le abrazan y lloran, y los niños se cuelgan de su cuello y le matan a besos, y huelen en su ropa el olor de otro país, no diga el secreto. El secreto: en la despensa ha dejado una lata de algo que nadie conoce, y que se llama cassoulet. Algún día, en el frío, la abrirán y comerán, y sabrán que la vida es incalculable como el mar o una boca, que es salvaje como el bosque, más grande y amplia y colorida que el Franquismo. O lo que venga. Y que el mundo es hermoso. Y hambriento. Y que el exilio más cruel, sin retorno y sin sentido, lo tuvo. Un conocimiento exhaustivo del hambre, esto es, de la injusticia. Pero también de su contrario. No es la comida. Es la alegría. La euforia.

-PELU Y MAQUI. Mi pelu cree que soy un hombre de mundo –y no un hombre del mundo, como ella lo es en señora–, y me informa, alarmada, pidiendo explicaciones, de que en la zona rubia de mi ciudad se están acaparando alimentos. No legumbres, como hizo mi mamá en la huelga del 76 –no la...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).

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