COMO LOS GRIEGOS
La sopa de ajo
En ocasiones, mi hijo me pide ‘sopetes’. Y yo se las hago raudo. Plis-plas. En ese trance, cada vez que pelo un ajo pienso en mamá, y en los millones de ajos que peló. Y disfruto de su venganza. Que soy yo
Guillem Martínez 4/11/2021
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– EL POR QUÉ DE LAS COSAS. Este artículo, que se titula La sopa de ajo, se podría haber titulado La venganza. De hecho, explica la sopa de ajo, pero más aún a mi mamá, que fraguó su biografía –esto es, también su venganza; muy buena; esférica; antológica– frente a miles de sopas de ajo. En otro orden de cosas, mi mamá, y con esto ya vamos al turrón, defendía, en todo caso, que la sopa de ajo la había inventado un rey francés. La cosa iba así: el rey se fue de cacería, sufrió un temporal, y se quedó colgado en un molino, sin alimento alguno, salvo pan y ajo. Y, con todo ello, el rey, zas, inventó la sopa de ajo. Todos sus acompañantes le rieron la gracia, fascinados. Es más, ninguno le dijo al rey que la sopa de ajo ya estaba inventada. Varias veces. El presente artículo, por otra parte, no solo pretende explicar la sopa de ajo, sino, más aún, darle la razón a mamá. Lo que costará un poco al principio. Pero nadie dijo que, incluso el amor más sencillo y profundo, el que tenemos por nuestras mamás, fuera fácil.
– INVENTAR LA SOPA DE AJO. En efecto, el duque de Saint-Simon narra que el joven Luis XIV se fue de caza, sufrió un temporal y se quedó aislado varios días en Versalles, entonces un refugio cutre de caza. Fue allí, explica el duque, donde el rey empezó a fraguar la idea de convertir Versalles, un edificio de tercera, lejos de París, en una Corte. En cierta manera, el rey inventó, en esos días de frío, lluvia y desabastecimiento, su venganza frente a una Corte que le había amargado la infancia. Esa venganza sería desmesurada y fría, y consistiría en dominar, con arbitrariedades absurdas y crueles y cotidianas, una Corte desplazada a un palacio edificado en mitad de la nada. Luis XIV, por tanto, no inventó la sopa de ajo, sino que inventó la venganza cruel y meditada. Algo que ya estaba inventado. Como, mismamente, la sopa de ajo. Por lo demás, es difícil que Luis XIV inventara la sopa de ajo, pues no es un producto de la vida cotidiana francesa. En la Larousse Gastronomique no existe esa entrada. Es más, en francés no existe la frase cotidiana inventar-la-sopa-de-ajo. Otras frases hechas, emitidas desde el mismo filón del ingenio –como réinventer le fil à couper le beurre–, vienen a rellenar, con gracia, esa función. Y sí, en Francia hay varias sopas de ajo, conforme vas descendiendo a Provenza. Pero se alejan no solo de la popularidad, sino de la rotundidad e, incluso, del concepto sopa. Son, definitivamente, otra cosa. Lo que nos lleva a la pregunta: ¿qué es una sopa?
– NO ME QUITE EL PAN. Una sopa no es un caldo. No es prima del caldo, en tanto ni siquiera es la primacía del caldo. De hecho, una sopa puede ser lo contrario al caldo. Puede ser, incluso, algo sólido. Todo esto se entiende mejor si observamos la etimología de la palabra sopa. Viene del germanismo suppa, que aludía a algún tipo de sopa, de ingesta común en el Norte. La palabra suppa se coló en las lenguas latinas, como chiste, pero adquirió sentido gracias a un fantasma que no existía. La palabra indoeuropea que dio paso al germanismo suppa y al latinismo sucidus. Esto es, sucio. Sucidus, a su vez, es la monda. Era un adjetivo que aludía a la humedad, sin más aportación. Pero se especializó en aludir a la humedad de la lana recién esquilada y sin lavar, esa guarrada impactante y maloliente. De manera que sucidus desplazó su sentido hasta ser algo, en verdad, sucio, si bien sucidus ha creado en castellano palabras en verdad sensuales y placenteras, como suculento o succión –rayos, me acabo de meter en un jardín; salgo rápidamente; alehop; aquí no ha pasado nada–. El emparentamiento de sucidus con suppa, y con la actual palabra sopa, explica lo que es una sopa frente a un caldo. Algo sucio. Algo menos nítido. Algo completamente diferente. Otra densidad y otra lógica. Y todo ello gracias al elemento diferenciador de la sopa, lo que le da su personalidad. El pan. En italiano y catalán aún se conservan ecos de ese hecho en las palabras, respectivamente, inzuppare y sopar. Explican la acción de comer zuppa/sopa. Esto es, sumergir el pan en un líquido, impregnándolo de él. Una sopa es, literalmente, eso. Pan y líquido, que lo impregna. Así son las zuppe napolitanas, esas cosas para mojar pan. Y hacer chiribitas. Y así son, nítidamente, espectacularmente, las sopes mallorquinas, ese fósil, esa explicación visual y conceptual de lo que fue una sopa hasta poco después del medievo. No se pueden morir sin probarlas o, en efecto, morirán, gratuitamente, para siempre y sin sentido. En la Península, una variación de todo eso es la sopa de ajo. En catalán, que es como lo decía mi mamá, sopetes –ni siquiera decía d’all/ de ajo; simplemente, sopetes; no era necesario más–, ese nombre que aún aludía, con la sencillez de un diminutivo, al hecho de que fer sopetes/mojar el pan era una forma de comer algo muy determinado. Un mundo. La sopa.
– ANCHA ES CASTILLA. La sopa de ajo, siendo prima de la sopa castellana, no lo es. Es más, no es castellana. Es, junto a colarse en la cola de la charcutería, o ocupar toda la acera, uno de las pocas dinámicas panibéricas, intactas a través de los tiempos. Como esos otros fenómenos paranormales, la sopa de ajo existe, con variaciones llamativas, en todas las cocinas peninsulares. La sopa de ajo es, así, el federalismo, esa palabra inventada por Pi i Margall unos meses antes que la pronunciara Proudhon. La sopa de ajo es el escudo, la bandera y la lógica de una España federal con capital en Lisboa. Es, por tanto, poco probable que –lo siento, mamá– fuera reinventada por un rey francés. Es mucho más probable que fuera un uso hispano-romano, corriente ya en épocas pre-musulmanas. Un sello de una comida sencilla, divertida, contundente. Y radicalmente ubicada en la pobreza. Su receta no es tanto una receta como un recuerdo. Unos movimientos. Un ballet. Una coreografía de manos. Un rito. Que culmina, en todo caso, en lo placentero. Sucede algo parecido con el sexo. Quizás por ello –tenía razón mamá–, hacer una sopa de ajo es, cada vez, inventarla, nuevamente y por ocasión primera. Por lo que puede ser inventada, en efecto, hasta por un rey, un miembro de un colectivo con poca memoria y no muy innovador de por sí. Una sopa de ajo es algo básico, antiguo, casi tribal, que te saca de un aprieto, si bien puede resultar agradable hasta la turbación. Como el sexo, otra vez. Rayos, vaya día que llevo.
– LA RECETA. La receta de la sopa de ajo no es necesario memorizarla. Cuando uno quiere inventarla, sale sola. Si quieren darle la razón a mi mamá, háganla vestidos de rey francés. Si lo hacen así, empiecen, con cuidado de que no se les deslice la jarretière, agarrando un cacharro, al que se le echa aceite. De oliva, no de cetáceo, no aceite mineral de motor Repsol. Se calienta. Ajos picados mucho o poco –en casa somos de mucho para casi todo–. Pásense tres pueblos con el ajo, que esto, precisamente, se llama sopa de ajo, y no sopa moderadamente de ajo, o sopa de ajo con sentido de la responsabilidad de Estado. Se doran los ajetes. Se echa pan chungo, del día anterior. O, si son del siglo XXI, pan de hace 10 años –no sé qué pasa, pero el pan cada vez dura más, o parece estar en un limbo en el que nada es ni duro ni blando; el peor infierno es el limbo–. Cuando el pan está impregnado de ajo, aceite y calor y color, se agrega pimentón. Y rápido, que el pimentón se degrada con el calor, se le agrega agua a continuación. Del grifo o, si van sobrados, o siguen en el rol de rey, de Evian. Si no confían en sus habilidades, opten, sin duda alguna, por agua de Lourdes. Obra milagros. Que hierva el todo. Pero no se pasen, que esto no es caldo, sino sopa. Mientras hierve les explico que el pimentón es un americanismo. Esto es, la última incorporación a la sopa de ajo, que durante muchos siglos tuvo otro color y sabor. Más aburrido, por tanto. Antes de apagar el fuego se echa un huevo –por bigote–, y se agita la cosa, para que se desintegre en la sopa. La yema, amarilla, crea unas figuras alegres, mientras que la clara opta por unos hilos blancos, muy simpáticos. Lo del huevo es una variante. La más difundida. El huevo hace mucha compañía, pero pueden pasar de él. La sopa se sirve en el plato. Verán que es una sopa, en la que el pan ya se ha mojado y unido al líquido, con la intensidad del fuego y el perfume del ajo, que en este trance se ha transformado hacia la suavidad, hacia el perfume.
– LA VENGANZA. Les he explicado la sopa de ajo, y la venganza de un rey que no inventó la sopa de ajo, sino la venganza, es decir, la sopa de ajo ya inventada. Pero no les he explicado la venganza de mi mamá a través de la sopa de ajo. Mi mamá empezó a trabajar en una fábrica en un punto entre los 12 y los 14 años. No quería ir a ese cole. Pero cada mañana se levantaba a las 4.30 para acudir puntual a la cita. A esa hora, su pueblo, que con el tiempo fue el mío, estaba en su eclosión humana. Cientos de personas ocupaban las aceras para ir a la fábrica. Mi mamá volvía a su casa hacia las 14.00. Era una casa vacía. Ella misma se preparaba la comida. Sopetes. Que comía solita. En esos almuerzos, me dijo, planificó su venganza. Una venganza sencilla, como la sopa de ajo. Pero difícil e improbable, y que requeriría toda una vida. Consistiría en crecer, en tener hijos, y en darles todo el cariño del mundo. Consistió en que esos hijos nunca jamás comieran solos, y en hacer lo imposible para que estudiaran. Inventar esa venganza, en efecto, era más complicado que inventar la sopa de ajo. Era algo sin precedentes. Y fue y lo hizo. Mi mamá, esa generación de niños que se comió una guerra, una y pico, o dos, y que las perdió, y que pagó tributo inmolando su infancia y su juventud en una fábrica, fue disruptiva. Acabó con todo lo recibido, no lo transmitió. Hicieron cosas que nunca jamás podrías imaginar. Dejar de pegar a sus hijos, incluso de gritarles. Protegerles de la brutalidad de la familia, del trabajo, de la religión, del dinero. Y les dieron, además, algo nunca otorgado. Lo mejor. Continuamente. En ocasiones, todo eso era una sopa de ajo. En ocasiones, mi hijo me pide sopetes. Y yo se las hago raudo. Plis-plas. En ese trance, cada vez que pelo un ajo pienso en mamá, y en los millones de ajos que peló. Y disfruto de su venganza. Que soy yo.
– EL POR QUÉ DE LAS COSAS. Este artículo, que se titula La sopa de ajo, se podría haber titulado La venganza. De hecho, explica la sopa de ajo, pero más aún a mi mamá, que fraguó su biografía –esto es, también su venganza; muy buena; esférica; antológica– frente a...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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