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VIRGINIA HERNÁNDEZ / ALCALDESA

“Debemos poner en valor, no el campo de hace sesenta años, sino la vida rural de ahora”

Pablo Batalla Cueto 11/12/2021

<p>La alcaldesa de San Pelayo (Valladolid), Virginia Hernández (1988).</p>

La alcaldesa de San Pelayo (Valladolid), Virginia Hernández (1988).

Cedida por la entrevistada

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Uno de los municipios más pequeños de la provincia de Valladolid (51 habitantes, pero los hay más deshabitados) tiene una alcaldesa joven y de izquierda: Virginia Hernández (Valladolid, 1988), que al frente de la candidatura local de Toma la Palabra se convirtió en regidora de San Pelayo en 2015. Filóloga de formación, Hernández se ha convertido en este tiempo en una referencia nacional del ruralismo progresista y feminista. Conversamos con ella sobre idealizaciones del campo, soluciones para la despoblación y los claroscuros de la insurrección de la España vaciada.

Se habla de que la pandemia ha animado o acelerado cierto regreso al campo que ya se había iniciado en años anteriores. ¿Lo están notando en San Pelayo, en su provincia?

Noto que personas que tenían en el pueblo su segunda residencia, y acudían a ella los fines de semana o en épocas como la Semana Santa o el verano, han ampliado el tiempo que pasan en ella. Fuera de eso, creo que la vuelta al campo es anecdótica. Las personas a las que acabo de hacer referencia suelen ser gente jubilada. Entre la gente de mi edad, es posible que haya aumentado el deseo de ir al campo y la consciencia de que la ciudad no era el espacio idílico que se nos había vendido, que haya decrecido esa ilusión de irse a Madrid o a Barcelona a hacer las américas, pero instalarse en el campo es muy difícil, porque los problemas del campo siguen ahí: problemas de acceso a la vivienda, de malas comunicaciones y telecomunicaciones…

Ha escrito alguna vez que “solo nos salvaremos con la llegada de gente nacida en las ciudades y sin vinculación previa con el medio rural”. Y que eso nos obliga a hacer por “engrasar las relaciones entre los que estaban allí de toda la vida y los nuevos”, no siempre fáciles.

Muchas veces, la gente de los pueblos percibimos que, desde la ciudad, se habla de nosotros con condescendencia. Se dibuja una Arcadia feliz, una escena bucólica, o todo lo contrario, porque no hay término medio: gente basta, inculta, poco refinada.

Los progresos en los pueblos suele abrirlos quien tiene una vinculación familiar con el municipio pero ha tenido vivencias fuera de él 

Usted ha escrito que “se nos menosprecia por garrulos o, por el contrario, la gente nos imagina como si fuésemos seres celestiales en un poema pastoril de Garcilaso de la Vega”.

Eso es. Pero también desde los pueblos se percibe a los de fuera como gente que no sabe adónde viene, que no se adapta… En algunos pueblos, sobre todo cerca de las ciudades, se llegan a generar dos comunidades completamente diferentes: los de toda la vida y los forasteros, recluidos en un chalé, en una urbanización, sin tejer vínculos de comunidad con sus vecinos. Es importante desechar los prejuicios mutuos y escucharse mutuamente. Muchas veces pasa que gente que ha venido de fuera, de la noche a la mañana, pretende imponer sus ideas a una comunidad que quizá, ciertamente, lo que esté haciendo no está bien, pero de quien también se puede aprender; y también sucede que, entre los locales, funcione una endogamia que los haga no tener los oídos suficientemente abiertos a lo que pasa en el resto del mundo. Mi experiencia es que los progresos en los pueblos suele abrirlos quien tiene una vinculación familiar con el municipio pero ha tenido una serie de vivencias fuera de él.

La ciudad, la endiablada ciudad turbocapitalista, tiene mucho que aprender del campo, pero también hay ciertas sensibilidades, vamos a decir, progresistas, que provienen sobre todo de la ciudad y que sería bueno que el campo asimilase. Estoy pensando, por ejemplo, en el trato a los animales. ¿Lo comparte?

Sobre las fricciones que se generan a veces entre gente proveniente de la ciudad y los habitantes tradicionales del campo que comentaba antes, este es un ejemplo clarísimo. Sí: cuando se viene de la ciudad a lo mejor genera espanto ver cómo trata alguien en el pueblo a un animal. Pero esa persona proveniente de la ciudad debería comprender que ese animal ha sido percibido hasta prácticamente el día de hoy como una herramienta de trabajo, no como una mascota. Tenemos que hacer el ejercicio de comprender la realidad del otro y por qué hace lo que hace. 

En mi pueblo, que no está lejos de Tordesillas, hemos vivido con relativa cercanía el asunto del Toro de la Vega. Y yo estoy en contra del Toro de la Vega, pero creo que el movimiento animalista, que llegó a Tordesillas como una masa urbana –porque era fundamentalmente urbana– y un ataque frontal, no hizo el suficiente ejercicio de comprensión de que hacerlo así cerraría filas en el pueblo, ni de que no somos lo que somos con independencia del entorno en el que hemos nacido o nos hemos criado. El otro día me preguntaban con horror por la gran afición de los jóvenes a la caza que parece ser que hay en Tierra de Campos. Yo les respondí que quizá si en Tierra de Campos hubieran puesto una escuela de rock sería menor el porcentaje de chavales a los que les gusta la caza y mayor el de los que tocan la guitarra y la batería. Si solo se puede ir a cazar, lo lógico es que acabe gustando ir a cazar, y que los cazadores se defiendan cuando alguien les diga que la caza es mala. No se les ha ofrecido otra alternativa.

Cuando se va al pueblo buscando salida a un conflicto personal concreto, en cuanto este desaparece, desaparece la necesidad del pueblo y esa persona vuelve a la ciudad

Asistimos a una oleada nostálgica que tiene ya declinaciones políticas y que, entre otras cosas, se despliega, como acaba de comentar, en imágenes arcádicas de la vida rural, y en particular de la vida rural tradicional. ¿Cuáles son sus sensaciones con respecto a este debate?

Yo siempre digo que esta imagen idílica se le pasa a cualquiera en cuanto aparece una moto de cross y te revienta la siesta. O que pregunten a mi abuela cómo se vivía en el campo hace sesenta años. A mí me encanta escuchar las historias de cuando era la fiesta o de cuando había una boda en aquella época; todos aquellos actos comunitarios. Había menos individualismo, es cierto. Pero tampoco había proyectos personales, ni fines de semana, ni días de descanso. El trabajo rural se parecía a la esclavitud: veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Y quien resistió en el campo hace sesenta años solió ser, o porque era rico, o porque literalmente sobrevivió. Lo que tenemos que poner hoy en valor no es el campo de hace sesenta años, ni tan siquiera el de hace treinta: es lo que nos aporta la vida rural ahora, en 2021, con respecto a la ciudad.

Relacionado con esto, hay una idea del mundo rural como un espacio de salvación contra el que también advierte. Se acordaba en un artículo reciente de “aquel chico que apareció una tarde en San Pelayo diciendo que había buscado en Google cuál era el pueblo más pequeño de Valladolid porque le había dejado la novia y se quería venir a vivir”.

Es un perfil del que tenemos experiencias sobradas en el pueblo, sí, pero que las asociaciones que se dedican a articular a la gente de la ciudad con los pueblos se suele desechar, porque no es un perfil repoblador. Cuando se va al pueblo buscando salida a un conflicto personal concreto, en cuanto el conflicto desaparece, desaparece la necesidad del pueblo y esa persona vuelve a su vida en la ciudad.

Se debate en estos días sobre el teletrabajo, y se quiere ver en él una posible solución magistral para la despoblación. ¿Lo cree usted así?

El teletrabajo ayuda, pero yo defiendo que el problema número uno es el acceso a la vivienda. Para teletrabajar, antes necesitas una casa en la que establecerte. Y en todo caso, también hay que pensar en la posibilidad de que se instale en el pueblo gente que tiene un trabajo presencial en la ciudad, pero a la que la ciudad le quede a una distancia asequible, como es el caso de San Pelayo con respecto a Valladolid, que está a media hora. Yo misma trabajo en Valladolid. Si la gente está instalándose en urbanizaciones sin servicios en medio de la nada, ¿cuánto más no va a poder querer vivir en núcleos rurales, aunque no tenga posibilidad de teletrabajar? Dile a alguien de Madrid que nos vamos a la ciudad porque es inasumible una distancia de media hora. La cuestión es garantizar el acceso a la vivienda y también a una serie de servicios. Yo puedo desplazarme a Valladolid todos los días porque conduzco y tengo coche, pero ¿qué pasa con el que no lo tiene? ¿Qué pasa con los menores de edad? Una causa habitual de emigración a la ciudad en familias que empiezan apostando fuerte por quedarse en el pueblo es que el chaval tiene quince años y, como no tiene transporte público, depende del vehículo de su padre o su madre para ir de fiesta, a inglés, a natación… Si tuviéramos una red de transporte público eficiente que conectase nuestros pueblos con las cabeceras comarcales, cambiaría mucho la cosa. 

El acceso al empleo remunerado en el mundo rural estaba muy masculinizado

En los últimos meses, asistimos a una eclosión de plataformas en defensa de la España vaciada a cuya coalición algunas encuestas adjudican ya hasta quince escaños. Es algo a lo que, en principio, desde la izquierda, se mira con simpatía, pero hay voces que advierten de que no es oro todo lo que reluce en este tipo de candidaturas y sobre la posibilidad de que por esa gatera se cuelen caciques locales o comarcales o discursos reaccionarios. ¿Qué opina usted?

Es un tema complejo. Yo siempre he sido muy crítica con cómo la izquierda se ha centrado fundamentalmente en el trabajo en las grandes ciudades y, entendiendo que la España rural no es caladero de votos, ha desatendido los pueblos, donde en consecuencia no es casual que haya una sociología de derechas tan grande. Es el resultado lógico de esa falta de trabajo, de pedagogía, de interacción, de intervención de la izquierda con respecto a los pueblos que se monten estas plataformas al estilo de Teruel Existe. 

Ahora bien, en efecto suceden cosas que a mí no me gustan. Uno, sí, es por ahí por donde se cuelan tránsfugas de otros partidos, algo que en el fondo ya vimos con el surgimiento de Ciudadanos o de Podemos; partidos que eclosionaron con fuerza pero no tenían cuadros, ni bases. Otro es este juego del ni de izquierdas, ni de derechas, que a mí no me gusta nada. Si es el neoliberalismo lo que nos ha traído hasta aquí, porque el medio rural es disfuncional para el capitalismo, y lo que estamos pidiendo es una mayor inversión en el medio rural, ¿qué otra cosa puede ser una de estas plataformas sino eminentemente de izquierdas? Hasta donde yo sé, gracias a que la ciudadanía paga impuestos y se redistribuyen los recursos se puede sostener un sistema de bienestar, y es la izquierda quien defiende eso. ¿Cómo se va a defender una bajada de impuestos y, a la vez, la inversión en el medo rural? 

Por otro lado, se han generado debates en algunas de estas asambleas que tampoco me gustan nada. Por ejemplo, decir que no vamos a abordar cuestiones como la despenalización total y absoluta del aborto para no meternos en jaleos. Yo defiendo el medio rural y me enfrento a quien sea por defender los derechos de mis vecinos y mis vecinas, pero no a costa de debates que se tuvieron en los años ochenta, ni de los derechos de las mujeres o las personas LGTBI.  Si alguien piensa que defender el futuro de nuestros pueblos está reñido con defender que las parejas homosexuales puedan adoptar, no es mi tipo, no es mi lucha y o es mi liga. Los derechos humanos están por encima de todo y de todos.

Hace un par de meses se celebraba el Día Internacional de las Mujeres Rurales, pensado para hacer énfasis en los problemas específicos de las habitantes del campo. ¿Cuáles son?

Si tradicionalmente las mujeres en general se dedicaban más a los cuidados, en el medio rural, muchísimo más. Cuidaban de la casa, de sus familias, de la huerta, del ganado, etcétera, y muchas veces sin ser titulares de la explotación agraria. Eso provocaba en general una mayor precariedad, porque no se tenía acceso a prestaciones sociales, a subsidios de desempleo, a pensiones, etcétera. Además, el acceso al empleo remunerado en el mundo rural estaba muy masculinizado. Una de las cosas que se piden es que en los pueblos se dé a las mujeres formación y acceso a profesiones tradicionalmente vinculadas a los hombres. 

Las mujeres que viven en mi pueblo no se dedican a la ganadería o a la agricultura, sino que salen a trabajar fuera

De todos modos, fíjate, con motivo de ese día, surgió un debate muy interesante sobre el concepto de mujer rural. Hay una evocación del mismo, en la línea de la idealización arcádica que comentábamos antes, que viene a seguir pensando en imágenes tipo la espigadora o la pastora. La realidad es que en los pueblos, ahora mismo, vive una variedad enorme de mujeres. En mi pueblo solo hay dos agricultores y ninguno vive en el pueblo: ya sabes que la PAC no pensó sus fondos para el desarrollo rural, sino para el de las ciudades. Las mujeres que viven en mi pueblo no se dedican a la ganadería o a la agricultura, sino que salen a trabajar fuera. En realidad, los derechos de las mujeres rurales que reivindicamos se parecen bastante a los de las mujeres que viven en las ciudades: mejoras laborales, servicios básicos, educación… Entre el ser urbano y el ser rural, en el siglo XXI, hay diferencias, pero no tantas, y la cuestión es más bien de visibilizar; de que, cuando se habla del feminismo, cuando se invoca, no nos olvidemos de evocar el espacio rural.

Uno de los municipios más pequeños de la provincia de Valladolid (51 habitantes, pero los hay más deshabitados) tiene una alcaldesa joven y de izquierda: Virginia Hernández (Valladolid, 1988), que al frente de la candidatura local de Toma la Palabra se convirtió en regidora de San Pelayo en 2015....

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Autor >

Pablo Batalla Cueto

Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).

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