TIRANDO DEL HILO, III
Lucy Barton, una chica rara
Estoy convencida de que no fuimos pocas las que aquel año caímos rendidas ante la voz de Lucy Barton
Carmen G. de la Cueva 20/01/2022
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Conocí a Lucy Barton hace cinco años. Por aquel entonces, yo vivía en Madrid y uno de mis pasatiempos preferidos, sobre todo, los sábados por la tarde cuando todo el mundo parecía tener algo que hacer, era pasearme de un lado a otro de la ciudad visitando los escaparates de las librerías y entrando en ellas. Me sumergía entre sus anaqueles unas horas tan infinitas como infinitos eran aquellos sábados de invierno en Madrid. Mi escaparate preferido era el de la librería Machado del Círculo de Bellas Artes: un pequeño paraíso escondido a medio paso de la calle Alcalá. Afuera, la cola para los espectáculos daba la vuelta a la esquina y adentro, todo era calma. No entendía cómo aquel lugar podía estar siempre tan vacío y silencioso. Una de esas tardes vi asomada a la pequeña ventana rectangular de un libro a una muchacha que parecía hablarme a mí. Me llamo Lucy Barton, rezaba el título en la portada. Y me la llevé a casa. Creo recordar que el libro me duró lo que quedaba de tarde y la noche entera. Al amanecer, ya lo había terminado y Lucy estaba conmigo en la cama, pegada a mí, abrazadas las dos como amigas inseparables.
Aquello fue en 2016, Lucy tendría treinta o treinta y pocos años, dos hijas pequeñas, un marido infiel al que no amaba, una madre incapaz de decirle que la quería, un pasado traumático, un deseo inmenso de escribir y contar historias. Yo tenía poco, un cuarto de alquiler demasiado caro, un libro publicado y mucho síndrome de la impostora encima. Ahora estamos en 2022, para mí han pasado cinco años, pero, en el último libro de Elizabeth Strout, Ay, William (Lumen, 2022), Lucy Barton tiene ahora sesenta y tantos años. Se separó de William, acaba de quedarse viuda de su segundo marido, David, sus hijas son mayores y están casadas, sus padres murieron hace tiempo, es ahora una autora famosa, vive todavía en Nueva York, pero hay algo en ella que sigue recordándome a la Lucy que conocí en Madrid, la chica rara que quería largarse a la calle, salir de la casa, vagar por la ciudad para “dar un quiebro a su punto de vista y ampliarlo”, que diría Carmen Martín Gaite.
Entre el primer y el tercer libro de Lucy Barton, que se leen como uno solo con una elipsis de treinta años, Lucy entendió que en la vida no existen los finales felices, ¿y acaso hacen falta?
Por supuesto, Lucy Barton es un personaje de ficción, pero qué cercana y qué verosímil me parece. Su creadora es muy conocida por la novela Olive Kitteridge (El Aleph, 2010) que ganó el Pulitzer y HBO convirtió en una miniserie protagonizada por Frances McDormand. Sin duda, es una escritora que tiene un hermoso don a la hora de construir personajes femeninos y armar historias en torno a ellos. Estoy convencida de que no fuimos pocas las que aquel año caímos rendidas ante la voz de Lucy Barton. Pocos comienzos mejores recuerdo que el de Me llamo Lucy Barton: “Hubo una época, hace ya muchos años, en la que tuve que estar en el hospital durante casi nueve semanas. Era en Nueva York, y por la noche tenía desde mi cama una vista clara, justo enfrente, del edificio Chrysler, con su esplendor geométrico de luces. Durante el día la belleza del edificio se atenuaba, poco a poco se convertía simplemente en una gran estructura más recortada contra un cielo azul, y todos los edificios de la ciudad parecían distantes, silenciosos, remotos. Era mayo, pasó junio, y recuerdo que miraba la acera desde la ventana y observaba a las mujeres jóvenes –de mi edad– que habían salido a comer, con su ropa primaveral: veía sus cabezas moverse mientras hablaban, sus blusas ondeantes con la brisa. Pensé que cuando saliera del hospital no volvería a andar por la calle sin dar las gracias por ser una de aquellas personas, y lo hice durante muchos años, recordar la vista desde la ventana del hospital y alegrarme por la acera por la que andaba”. En un solo párrafo, se revelaba la historia de una mujer algo perdida, algo desengañada con la vida, muy sola en el mundo, pero a la que esperaba otra vida, un futuro luminoso quizá. Muchas veces a lo largo de estos años me he acordado de ella y me he preguntado: ¿Qué habrá sido de Lucy? ¿Dónde estará? ¿Será por fin la mujer que quería ser?
Quizá tenga una cita de Martín Gaite para casi todos mis artículos, pero es que ella ya escribió sobre casi todo, puede que hasta escribiera sobre Lucy Barton sin que existiera todavía porque Lucy es también una chica rara y Gaite habló mucho de las chicas raras. Si te pones a escuchar atentamente la voz de Lucy, te das cuenta de que ella pone en cuestión la “normalidad” de la conducta amorosa y doméstica que la sociedad exige a las mujeres de todos los tiempos, porque a cada una le exige lo suyo. Hay un momento en la vida de Lucy en que quiere cocinarle a William porque tiene apenas veinte años y se acaba de casar y quiere ser complaciente y hacer aquello que hacen las recién casadas, así que se compra una revista de cocina con recetas sofisticadas y algunos ingredientes y se dispone a preparar un suculento plato para su marido. En plena faena, William aparece por la puerta de la cocina con mirada suspicaz preguntándole a su mujercita qué era aquello que estaba haciendo. La receta decía que había que saltear un diente de ajo, pero ella había puesto en la sartén una cabeza entera sin pelar. Lo vio Martín Gaite y también Betty Friedan, que la vida “normal”, esa vida que Lucy Barton supuso que quería cuando se casó con William a los veinte años no es la meta de ninguna “chica rara”, aunque pueda suponer un alivio o un desahogo “en el camino lleno de escollos del crecimiento”.
Entre el primer y el tercer libro de Lucy Barton, que se leen como uno solo con una elipsis de treinta años, Lucy entendió que en la vida no existen los finales felices, ¿y acaso hacen falta? Carolyn G. Heilbrun escribió que las mujeres deben abandonar lo apropiado y buscar el liminel. La palabra limen significa umbral, es decir, estar en un estado de liminalidad es estar posicionada sobre un terreno incierto, al borde de dejar una condición para entrar en otra. Lucy dejó a William y se hizo escritora, siempre lo fue, pero lo dejó y empezó a escribir más, cada día, y a publicar. Porque antes de eso, encerrada en su matrimonio como estaba, atrapada entre cuatro paredes con un hombre que no la hacía feliz, nunca tenía tiempo. Un día, un amigo le dijo que había que ser implacable en la vida. Y a ella aquella frase se le quedó grabada: “Creo que el ser implacable consiste en aferrarme a mí misma, en decir: ‘¡Ésta soy yo, y no pienso ir a donde no soporto ir, y no seguiré en un matrimonio en el que no quiero seguir, y voy a agarrarme y a lanzarme de cabeza a la vida, a ciegas, pero allá voy!’”. Cuando se reconoce, la liminalidad ofrece a las mujeres la libertad de ser o convertirse en ellas mismas. Algo así debió de ocurrirle a ella. Y Lucy Barton se plantó sola ante la inmensidad del mundo, deseante e implacable como toda chica rara.
Conocí a Lucy Barton hace cinco años. Por aquel entonces, yo vivía en Madrid y uno de mis pasatiempos preferidos, sobre todo, los sábados por la tarde cuando todo el mundo parecía tener algo que hacer, era pasearme de un lado a otro de la ciudad visitando los escaparates de las librerías y entrando en...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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