TIRANDO DEL HILO, IV
La voz de la madre
Como madre, lectora y escritora busco incansablemente esos libros que me hablen a mí, que me ayuden a completar el complejo puzle de mi actual existencia
Carmen G. de la Cueva 18/02/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En El nudo materno (Las Afueras), Jane Lazarre reflexiona sobre el lugar que ocupa la madre en la literatura. ¿Dónde quedan su voz y su visión del mundo? Es más común mostrar a “las madres desde el punto de vista de los niños –no del bebé, si la madre tiene poca voz, el bebé en la literatura es un mero catalizador de la acción– que ofrecer datos en primera persona sobre la subjetividad maternal”. Ya lo decía Sara Ruddick: “El yo materno sigue siendo una rareza”. Como madre, lectora y escritora busco incansablemente esos libros que me hablen a mí, no que hablen exactamente de mí o de mi propia experiencia, sino que me digan algo sobre lo que vivo, que me ayuden a completar el complejo puzle de mi actual existencia: una madre sola con su niño de tres años que no quiere perderse a sí misma.
Hace unos días encontré en una de las librerías que frecuento un libro que, desde el título, llamó mi atención poderosamente: Intimidades (Catedral, 2022), traducido por Angelica M. Ripa. Tenía apenas diez minutos libres antes de subirme al autobús que me llevaría al colegio de mi hijo y no perdí el tiempo. Unas pocas páginas me bastaron para llevármelo a casa a pesar de no saber de su existencia, de ser una lectora en blanco, carente de referencias a propósito de la autora y de sus relatos. Lo que leí en las primeras páginas fue la voz de una madre, su monólogo interior terrorífico, la fantasía más catastrófica imaginable por una madre: que le roben a su bebé. El cuento se llamaba “Sucede así”: una madre, su bebé de pocos meses y su hijo mayor haciendo tiempo un día cualquiera, un día lluvioso y frío de noviembre, pasean por la ciudad, se paran a ver los desesperanzados peces de un estanque ornamental, todo sea por entretener a sus criaturas. “El bebé lloriquea”, se dice la madre, “el bebé lloriquea. En cualquier momento, cualquiera de los dos, o ambos, pueden convertirse en una explosión nuclear”. ¿Qué madre no ha temido al menos un centenar de veces esa explosión? La bebé tiene hambre, lloriquea porque le toca mamar y el niño también tiene hambre porque siempre tienen hambre y a esta madre se le ha olvidado la merienda y en la fiambrera solo queda medio plátano ennegrecido y los restos de un pastel de arroz. Y ahora se pone a lloviznar. “Entras en Franky’s, haga el pedido en el mostrador, carrusel de cosas que puede que se coman o puede que se devuelvan; después, eliges una mesa, te peleas con una pila de tronas recalcitrantes, trona rechazada, mantel, ceras de colores, capas de prendas de lactancia con tercos corchetes y, por fin, el bebé se acopla correctamente y sus aullidos se extinguen. Cortas alimentos con la mano izquierda, cargas el tenedor que se transformará en avioneta para mayor persuasión, el bebé se desacopla y llora, el bebé eructa, lo cambias de lado, ceras de colores partidas, otro bocado…”. Y justo cuando esa madre agotada, ansiosa, siempre alerta y entregada a los otros va a tomar un sorbo del té templado ya, el mayor tiene pipí.
¿Acaso la vida y la literatura no están hechas de pequeños momentos sin importancia?
Quizá a quien me lea hoy esto no le diga nada, algo tan cotidiano, tan pequeño, tan insulso, tan corriente. Esto es literatura. Ahí está la voz de la madre. A veces, una madre no hace profundas reflexiones ni lleva siempre un cuaderno para anotarlo todo, a veces, una madre se limita a hacer lo que pueda, alimentar a sus hijos, llevarlos al parque, procurar que estén secos y limpios y saciados, aunque sea una tarea infinita que, como la piedra que Sísifo debía subir una y otra vez ladera arriba, no se acabe nunca. Imagino a su autora, Lucy Caldwell, dando forma a sus cuentos mientras cuidaba de sus hijos, o mientras dormían la siesta. El valor que tiene este libro es que hace hablar a las madres y explora la cotidianidad. ¿Acaso la vida y la literatura no están hechas de pequeños momentos sin importancia?
Hay algo en estos cuentos que me ha recordado a Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002) cuando escribía que hubo un tiempo en que dejó de lado la escritura porque le preocupaba más la papilla de arroz, la papilla de cebada, si había o no había sol, si hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. “Los niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que tenía entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a dominar. Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía”. Me he acordado también de algunos fragmentos del diario que escribió la poeta Hollie McNish desde que se quedó embarazada hasta que su hija fue por primera vez al cole: Nadie me dijo. Criar y crear (La señora Dalloway, 2018). Con apenas un mes de vida, cuenta McNish que salió al parque con su hija y había un cerezo que, al mecerse con el viento, se convirtió en el mejor móvil de cuna que podía existir.
En los cuidados hay una potencia creadora tan infinita como la misma tarea de criar. Jazmina Barrera decía en una entrevista en El País a propósito de su Línea Nigra (Pepitas de calabaza, 2020) que “criar un hijo implica una inteligencia y una creatividad brutales, porque estás todo el tiempo teniendo que inventar, desde historias hasta maneras de ponerles los zapatos”. También hay un momento en el libro de Caldwell para reinventar las letras de las canciones infantiles de toda la vida. Solo una madre sabe de la inventiva que hace falta para poner un pijama, meterlos en la cama y evitar esas explosiones nucleares de las que habla la autora.
En el último relato del libro que lleva por título “Intimidades”, hay una madre que parece hablarle a una. Quizá sea este fragmento el más trascendental de todo el libro porque es un mensaje que atraviesa el tiempo. Es la voz de cientos de generaciones de madres que no han podido hablar por ellas mismas: “Ojalá te pudiera contar mis luchas de una manera que tuviera sentido o resultase incluso útil. Pero el secreto es que es casi imposible traducir la mayoría de las batallas importantes que libramos para que las entienda cualquier otra persona y, además, llegará el momento en que tú también tengas que cruzar tus propias presas rebosantes de aguas embravecidas”.
En El nudo materno (Las Afueras), Jane Lazarre reflexiona sobre el lugar que ocupa la madre en la literatura. ¿Dónde quedan su voz y su visión del mundo? Es más común mostrar a “las madres desde el punto de vista de los niños –no del bebé, si la madre tiene poca voz, el bebé en la literatura...
Autora >
Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí