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Si el Atlético de Madrid no ha tocado fondo hoy, lo que hemos visto esta tarde se le debe parecer bastante. Por mucho que duela decir algo así, que duele, dejaría de ser honesto si escribiese otra cosa. Podríamos calificar el encuentro de esperpento, de broma o de espanto, pero ninguna de esas palabras se acercaría mínimamente a lo que de verdad ha sido. Créanme. Desde la grada se podían sentir el sonido de la impotencia y el olor del miedo.
Habrá quien diga que fue un borrón esporádico, que se diluirá en el recuerdo como un catarro inoportuno o una mala siesta. No me lo parece, francamente. Lo que hemos visto en el Metropolitano parecía tener la densidad del plomo y me resulta difícil interpretarlo como fruto de la casualidad. Tiene más el aspecto de ser el último eslabón de una extraña secuencia de despropósitos que nos ha llevado precisamente hasta aquí. La constatación de algo que se intuía y que no queríamos ver.
El Atlético de Madrid es hoy un equipo poco fiable, regular en su mediocridad y muy limitado a la hora de generar ilusión. Hace pocos meses no lo era, es cierto. Tan cierto como que hoy sí lo es. Y habrá cien teorías por ahí que creerán explicarlo de forma evidente, pero me temo que ninguna de ellas será válida. El problema, por mucho que alguno lo quiera ver de otra forma, tiene poco de evidente.
Lo verdaderamente relevante ahora mismo no creo que sea nominar a un culpable y decidir en qué lugar de su anatomía clavaremos el alfanje. No. Porque, primero, no creo que exista un único culpable y, después, porque de nada sirve matar al caballo que te tiene que llevar a casa. Me parece mucho más interesante aprender a asumir la realidad. Lidiar con ella, asimilar que no es precisamente agradable y elegir desde dónde piensa cada uno enfrentarse a ella. Lo digo por eso de la fidelidad, y por lo que decía Aldous Huxley de que en las comedias sólo miramos y que es en las tragedias cuando uno tiene que participar.
¿Y el partido, qué? Dirá el amable lector. Pues del partido poco, la verdad. El planteamiento inicial de los rojiblancos no era desde luego el más creativo del mundo, ni tampoco invitaba a la alegría, pero a mí, dadas las circunstancias, no me pareció descabellado. La intención era evitar los sustos en defensa, y para eso la misión principal del 4-4-2 que puso Simeone era jugar juntos y no separarse. Esto provocaba que no hubiese presión arriba, claro. Nadie se atrevía a perder su sitio y el equipo defendía lejos del área, pero con el bloque unido. Defensivamente puede que funcionara, porque el Levante, que es el equipo colista, fue incapaz de llegar con peligro.
El verdadero drama venía después, cuando había que usar el balón. Pocas veces he visto un equipo tan mediocre en esa faceta. Lo normal era que Oblak o los centrales jugasen en largo de forma rupestre, lo que sonaba a consigna del banquillo. ¿Por qué? No lo sé. Se podría interpretar como falta de confianza en sus constructores de juego y tendría sentido. El trío Koke, De Paul, Kondogbia no da la sensación de ser un centro del campo recomendable para un equipo de élite. Se vio superado en todas las facetas y no era la primera vez que ocurría. Era un drama verles intentar sacar el balón. Toda una oda al pase horizontal, a la falta de ritmo y a la conducción estéril.
El verdadero drama venía después, cuando había que usar el balón. Pocas veces he visto un equipo tan mediocre en esa faceta
La soporífera primera parte acabó con un apresurado tiro de Lemar por encima del larguero. Antes de eso, lo único que habíamos visto fue el enésimo error en defensa de los centrales rojiblancos que dejó un mano a mano en el que De Frutos se estrelló en Oblak.
La segunda parte comenzó con la esperanza de que las cosas pudieran cambiar, y lo hicieron, pero para peor. Tras diez minutos de aguantar la misma espesura de antes, De Frutos pasó el balón a Melero para que este lo metiese en la portería por el lado corto de Oblak. Los defensas colchoneros asistieron a la jugada con la misma intensidad que Pocoyó enseñando a los niños a dormir. Especialmente sangrante fue lo de Reinildo, que ni siquiera fue capaz de molestar a su marca. El lateral, un mozambiqueño que con 29 años jugaba en el Lille, ha venido con la vitola de gran defensor, pero lo que hemos visto hasta ahora en esa faceta es tan desesperante o más que lo que ya teníamos con Lodi, con la diferencia de que el brasileño parece bastante mejor jugador.
A partir de ahí, el caos. O la nada. El fruto amargo de la desesperación. El Atleti intentó auparse a un supuesto arreón emocional que no llegó. Anulada la épica por incomparecencia, sin ideas, sin pausa, sin coraje, sin fútbol, sin estima, sin talento y sin corazón, el Atleti se fue hundiendo poco a poco en las arenas movedizas que construyeron un Levante oficioso, un colegiado complaciente y una grada tan histérica que acabó recriminando a Giménez que el jugador les recriminase que le estuviesen recriminando. Esta última frase creo que resume bien el estado en el que está ahora mismo el equipo. El partido terminó con el Atleti sin rematar a puerta y con un gol en el último minuto anulado por esa manía que tienen los colegiados españoles de experimentar la rigurosidad del reglamento con el Atleti.
Y no me pidan que les diga cuál es la solución porque no la sé. Ni siquiera la intuyo. Tampoco conozco el futuro, ni sé lo que va a pasar. Lo que sí que creo que sé es que el corazón de este equipo, de seguir existiendo, no está en el arte para el chascarrillo de Enrique Cerezo, en el discurso congelante de Miguel Ángel Gil, ni tampoco en los analistas de supuesta querencia colchonera que viven (muy bien) en Matrix. Guste o no, está en el tipo que dirige el banquillo. Ese al que no le están saliendo las cosas. Y eso me asusta.
Si el Atlético de Madrid no ha tocado fondo hoy, lo que hemos visto esta tarde se le debe parecer bastante. Por mucho que duela decir algo así, que duele, dejaría de ser honesto si escribiese otra cosa. Podríamos calificar el encuentro de esperpento, de broma o de espanto, pero ninguna de esas palabras se...
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