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El Gobierno consensúa una reforma de la reforma laboral de 2012 con todo el espectro de agentes sociales del ramo. El acuerdo no tiene precedentes y satisface a la patronal porque consolida muchos de los retrocesos en derechos que la reforma reformada, aprobada en su día sin consenso ni diálogo, establecía, pero permite algunos timidísimos avances en derechos que pueden ser vendidos por el Gobierno, sin necesidad de mentir, como los primeros conseguidos en décadas de desmantelamiento del sistema de garantías sociales. ¡Oh! ¡Ha brotado una zanahoria en el erial! ¡Alborocémonos!
El problema es que los partidos que apoyaron la investidura del actual Gobierno de coalición lo hicieron en virtud de un acuerdo que incluía, entre otras medidas, la derogación de la reforma laboral. La derogación íntegra. Y está claro que esto no se ha hecho. El Gobierno ha recurrido a reformar someramente el mercado laboral alegando que una derogación total “no es posible”. “No es posible” es la antítesis proposicional de “sí se puede”, apunto.
¿Es mejor para la clase trabajadora el actual orden de cosas que el de la reforma de 2012? Sí. Rotundamente sí. ¿Colma las expectativas que el pacto de investidura anunciaba? No. Claro que no.
Esto nos lleva a la paradoja política de si conviene apoyar una levísima mejora de las condiciones de una masa laboral abocada a la precariedad o si por el contrario conviene atrincherarse en posiciones maximalistas de “esto no es lo que habíamos firmado” y que salga el sol por Antequera. Yo, modestamente, creo que la posición maximalista solo puede tener alguna eficacia, en el sentido de forzar al Gobierno a replantear sus posiciones, si va acompañada de medidas de presión tales como dimisiones, manifestaciones masivas y, llegado el caso, una buena huelga general, que son las únicas herramientas que se han revelado históricamente útiles para el avance de los derechos de la clase trabajadora. Pero ni la clase trabajadora se reconoce a sí misma como tal ni hay ahora mismo fuerza política capaz de sacar a la gente de su casa si no es para desahuciarla (y sigue vigente la Ley Mordaza, que desmoviliza a la más pintada, que esa es otra). Así que toda la acción política relevante se concentra en la actividad parlamentaria y muchos de los partidos del “bloque de investidura” se disponen a votar en contra de la reforma. Ni siquiera se plantean abstenerse, porque, aunque su deseo profundo es que la iniciativa salga adelante, no quieren perder la cara ante su electorado.
El Gobierno busca otros apoyos y encuentra el de Ciudadanos, un partido que defiende obedientemente la ortodoxia de la patronal y no encuentra motivos para criticar una reforma que satisface a los empresarios. Cuenta también el ejecutivo con los dos votos de un partido regionalista, UPN, que normalmente se alinea con el ala conservadora, pero que acuerda votar a favor para salvar la alcaldía de Pamplona de una moción segura.
Así todo el mundo está contento: la patronal sabe que la reforma se aprobará por pura aritmética, los partidos del “pacto de investidura” salvan la cara ante su electorado, y las derechas nacionales pueden mantener su actitud de oposición a todo sin que nadie salga herido. Y el Gobierno, claro, puede apuntarse el tanto y decir cosas como que su programa de Gobierno se cumple en no sé cuántos por ciento.
Pero hete aquí que los dos diputados de UPN deciden subrepticiamente cambiar el sentido de su voto sin decírselo a nadie para que las fuerzas políticas que sustentan al Gobierno no tengan tiempo de reaccionar. Bueno, sí que se lo dicen a alguien, al PP y a Vox. Y lo que viene después te sorprenderá.
Lo primero que veo es un vídeo del recuento de votos. La presidenta del Parlamento –que es a su vez la artífice de que el Gobierno disponga de un voto menos por su polémica, cuando menos, interpretación del reglamento a la hora de privar de su escaño a un diputado canario y por ende a las decenas de miles de ciudadanas y ciudadanos que le votaron (total, solo son canarios…)– se equivoca al hacer la suma mental de los votos emitidos desde el escaño con los ejercidos de forma telemática y anuncia que el Gobierno ha perdido la votación para, instantes después, rectificar, tras ser corregida por alguien con más agilidad mental para las matemáticas. Entre el anuncio erróneo y el corregido se produce una efímera euforia en la bancada conservadora, un “trágame tierra” entre los representantes maximalistas del “pacto de investidura” y un indisimulado estupor en el banco que ocupan el presidente y sus vicepresidentas. Situación esta que se invierte cuando se anuncia el resultado correcto.
¿Qué ha pasado? Un diputado del PP, investigado por corrupción e integrante del núcleo duro del secretario de Organización del partido, se ha equivocado al votar. ¿Cómo va a ser eso? Sí, el hombre estaba en su casa, que oficialmente está en Trujillo, Cáceres, de baja por enfermedad, parece ser que gastroenteritis pero no he podido confirmarlo. Así que recurrió al voto telemático, que cualquiera puede imaginar que conlleva un estricto protocolo de identificación, ratificación y ratificación otra vez por si acaso. Pues aun así, este diputado se equivocó. Y ¿qué hizo? Pues ir al Parlamento a ver si le dejaban votar desde su escaño. Lo típico que haría cualquiera que estuviera de baja a cientos de kilómetros de su puesto de trabajo.
Entonces una se pregunta muchas cosas. ¿A quién representa de verdad el Partido Popular? ¿Ya no es la correa de transmisión de la patronal y de los grandes capitales? ¿Se representa a sí mismo y su única razón de ser es alcanzar el poder y, si lo consigue, conservarlo? ¿No le bastaba salvar su imagen de oposición total sin perjudicar los intereses de la patronal y tuvo que recurrir a la compra de dos tránsfugas? ¿O estos cambiaron su voto por “principios morales”? ¿El diputado torpe se equivocó o alguien a última hora le llamó para sugerirle que se equivocara, que estaba poniendo en peligro un acuerdo de Estado por espurios intereses partidarios, y que luego, si quería, montara el show para que pareciera todo un error?
El caso es que el PP, descubierto todo el pastel, se pone digno y, oh, sorpresa, recurre a la judicialización del asunto, que es llevarlo a su territorio de barro. Y aquí siempre ganan aunque pierdan, porque se pone en marcha la máquina de titulares, tertulias y aperturas de informativos que siempre da rédito aunque solo sea porque intoxica, crispa, desmoviliza y crea desafección.
“El Gobierno ha secuestrado la voluntad de la cámara y nos ha chafado nuestra estrategia que, con todo y siendo rastrera y vil, era perfectamente legal, ¡la dictadura de Sánchez!”
Y ya estamos hablando por fin de cosas que nada tienen que ver con los derechos laborales, que eso al fin y al cabo no le interesa a nadie.
El Gobierno consensúa una reforma de la reforma laboral de 2012 con todo el espectro de agentes sociales del ramo. El acuerdo no tiene precedentes y satisface a la patronal porque consolida muchos de los retrocesos en derechos que la reforma reformada, aprobada en su día sin consenso ni diálogo,...
Autora >
Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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