En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Uno de los pasajes de la Biblia que más me han inquietado siempre es el de Jonás y la ballena. Todos lo recordamos. Jonás, enviado por Dios a predicar a Nínive, ciudad poco hospitalaria, decide no atender la llamada y emprender la fuga. Intenta huir en un barco sobre el que enseguida se abaten con tal violencia las tempestades que los marineros, atribuyendo al pasajero la ira del cielo, lo arrojan al mar. Pero Jonás no puede ni siquiera morir. Al profeta, en efecto, se lo traga una ballena, en cuyo vientre pasa tres días y tres noches, al término de los cuales es vomitado en una playa. Jonás comprende entonces que no hay nada que hacer. Vencido ya y resignado, con la cabeza baja, acepta su derrota y se encamina hacia su destino. El mensaje es claro: no se puede escapar del poder de Dios. Por lejos que uno vaya, por mucho que nos escondamos, los límites de su mirada son los límites del mundo. Jonás cree ingenuamente que puede sustraerse a su providencia; cree ingenuamente que existe sobre la tierra algún lugar “libre”, algún hueco no saturado por Dios en el que sea posible respirar a espaldas del poder supremo. Pero incluso la ballena, cuyo vientre le sirve un instante de refugio, regazo materno protector, acaba escupiendo de su boca el alimento maldito. Jonás está perdido porque una y otra vez es hallado: hallado y devuelto al imperio de Dios.
Como sabemos, hace ya mucho tiempo que la Historia sustituyó a Dios como recinto de la vida humana, y ello hasta el punto de que escribimos también su nombre con mayúsculas. Hay épocas en las que los humanos viven en sociedad y cuentan historias; y hay otras en las que la Historia misma se convierte en una ballena que absorbe en su vientre todas las palabras y todos los proyectos. Los humanos somos criaturas anfibias que nos movemos entre la Sociedad y la Historia, aunque desde el siglo XIX y, sobre todo, desde 1914, hemos pasado más tiempo en la Historia que en la Sociedad. Ahora bien, durante las últimas décadas, y al menos en el así llamado Occidente, nos hemos venido haciendo la ilusión de que, al contrario que Jonás, nosotros sí habíamos conseguido escapar a su celada. No teníamos la sensación de formar parte de una “época” sino de ser la conciencia ligera, irónica, alada, de las épocas precedentes: el lugar holgado desde el que se podía juzgar el pasado sin dejarse atrapar por él. Todos recordamos que, tras la caída del muro de Berlín, el analista estadounidense Francis Fukuyama resumió el espejismo en una fórmula jubilosamente jonásica: “el fin de la Historia”.
El 22 de febrero de 1942 se suicidó en Brasil un hombre solar, afable, elegante, tolerante: el austriaco Stefan Zweig, incapaz de soportar la persecución implacable del nuevo dios. En sus maravillosas memorias, El mundo de ayer, publicadas tras su muerte, Zweig escribe una frase trágicamente reveladora: “Todo aquel que ha vivido esta época”, dice, “ha vivido más Historia que ninguno de sus antepasados”. No lo dice agradecido o divertido; no lo dice contemplando con superioridad a los ancestros o compadeciéndolos por haber vivido menos intensamente que él. Lo dice abrumado por el encadenamiento epocal de dos guerras mundiales, una crisis global y una pandemia; lo dice, al revés, con nostalgia de esos abuelos que habían podido vivir, al menos a ratos, fuera de la Historia. En ese mismo período -apenas tres años después de la muerte de Zweig- una mujer alemana recogía en su diario la derrota de Alemania y la entrada de las tropas soviéticas en su ciudad. Ese diario, publicado en 2001 bajo el título Una mujer en Berlín, describe la descomposición de un mundo en el que los hombres han revelado ser el “sexo débil” y las mujeres, víctimas rutinarias de violación, tienen que sostener las ruinas. La autora, Marta Hillers, mientras escucha los cañonazos en el exterior, anota estas frases: “Tiempos extraños. Una experimenta la historia de primera mano, sucesos que luego serán canciones y textos. Sin embargo, ahora, en su proximidad se convierten en miedo y en pesada carga. La Historia es muy pesada”.
La Historia es muy pesada; mejor vivir en otra parte. ¿Pero dónde? De pronto ha vuelto. La conciencia del cambio climático, la pandemia y ahora la invasión de Ucrania por parte de Rusia nos obligan a aceptar que también nosotros, como todos los humanos que nos han precedido, somos una “época” y estamos encerrados en ella. Lo estamos más que ninguna antes porque hemos agotado los recursos de la Tierra y porque sabemos fabricar bombas capaces de aniquilar varias veces el planeta. Y porque el capitalismo que nos ha traído hasta aquí –y que hemos empujado hasta aquí– ha destruido, junto a la naturaleza y sus bienes comunes, también la Sociedad, en la que, por tanto, no cabe encontrar refugio. Éramos criaturas anfibias, mitad históricas y mitad sociales. Ahora, escupidos fuera del vientre protector, descubrimos que no podemos volver al agua. Somos puritita Historia ensimismada; somos los humanos más históricos de la Historia.
Así las cosas, conviene evitar dos peligros, so pena de sucumbir, como Jonás o como Zweig, a la desesperación.
El primero es el de dejarse encerrar en la geoestrategia, como si la Historia fuese, en efecto, un Dios providente y omnipotente que, al igual que en el poema spinozista de Borges, mueve a voluntad nuestras vidas sobre el tablero de ajedrez. La Historia, que es pesada y asfixiante, no es el resultado inevitable de todos las jugadas anteriores, tan inevitables como ella misma. Es suma y fricción de decisiones, resistencias y azares. Juzgar, por ejemplo, “inevitable” la invasión rusa de Ucrania implica no sólo justificarla, disolviendo la diferencia entre conflicto y guerra, sino aceptar como igualmente “inevitables” todas las decisiones que se tomen a partir de ahora. Implica, sobre todo, aceptar el papel subalterno, e incluso prescindible, de la humanidad misma en el curso de los grandes combates librados entre las potencias.
El segundo peligro es, si se quiere, de orden discursivo. Si vuelve la Historia y ya no volamos, irónicos, por encima de ella, no podemos permitirnos ninguna frivolidad política y ninguna frivolidad lingüística. El problema es que la Historia regresa a un mundo sin sociedad y con nuevas tecnologías, un mundo en el que, durante demasiado tiempo, nos hemos creído sueltos, aéreos e inmortales; y en el que éramos incapaces, por tanto, de medir las consecuencias de nuestros gestos y nuestras palabras. La Historia, ese lugar inhóspito, sólo se puede empeorar; pero se puede empeorar mucho; y las palabras cuentan. Nunca, como en una guerra, las palabras constituyen en sí mismas acciones. Nunca, como en una guerra, las acciones matan. Por eso, de vuelta a la Historia, es aún más decisivo el trabajo de los medios de comunicación. Por eso es fundamental la tarea de CTXT. La sensación de impotencia que nos embarga es proporcional al tamaño de la losa que nos ha caído encima. Poco podemos hacer. Pero algo podemos hacer: podemos informarnos bien, podemos pensar con rigor y podemos escoger con cuidado las palabras. Las guerras, donde las lenguas se vuelven armas, son lenguaraces y deslenguadas. Lo contrario de la guerra no es la paz: es la duda, la contención verbal, la democracia. Si no podemos escapar, seamos entonces responsables.
Uno de los pasajes de la Biblia que más me han inquietado siempre es el de Jonás y la ballena. Todos lo recordamos. Jonás, enviado por Dios a predicar a Nínive, ciudad poco hospitalaria, decide no atender la llamada y emprender la fuga. Intenta huir en un barco sobre el que enseguida se abaten con tal violencia...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí