AMENAZA NUCLEAR
Pensar la bomba
Putin parece decidido a imprimir un nuevo giro a nuestro siglo XXI. La novedad radica en considerar, sin tapujos, que el arsenal nuclear es un ‘objeto’ más que puede utilizarse como un ‘medio’
Víctor Alonso Rocafort 29/03/2022
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El 16 de julio de 1945 Estados Unidos llevó a cabo en el desierto de Nuevo México la primera detonación de una bomba nuclear. Como cuenta Toby Ord en The Precipice. Existential Risk and the Future of Humanity (2020), los científicos del proyecto Manhattan habían barajado la posibilidad de que la explosión provocara la ignición de la atmósfera, lo que acabaría de un plumazo con toda vida en el planeta. Lo descartaron, convenciéndose de que no había ningún fallo en sus conclusiones, y decidieron seguir adelante con el ensayo. Sin embargo, debido al secretismo del proyecto no contaron con la necesaria verificación externa. La explosión fue mayor de la esperada y entre los testigos hubo quienes, al menos durante los primeros instantes, pensaron que el temido error de cálculo había desatado el final.
No fue hasta años después que se pudo comprobar que la ignición atmosférica no se hubiera podido producir. Lo interesante del caso es que aquel verano del 45 no estaban 100% seguros. Alemania ya se había rendido y Japón se encontraba en retirada. ¿Por qué correr tan alto riesgo? ¿Qué descomunal irresponsabilidad conduce a los seres humanos a jugarse el conjunto de la biosfera de esta manera? Y, como se preguntaría Robert Jungk, ¿qué mayor afrenta a la democracia que unos pocos tomando secretamente una decisión así?
Apenas tres semanas más tarde murieron 246.000 personas en los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki; un 20% de ellas fallecerían a lo largo de aquel año por envenenamiento radiactivo. Miles de personas sufrirían secuelas físicas y psicológicas de por vida. Desde aquella bomba de 16 kilotones, la potencia destructora de sus continuadoras no ha hecho sino aumentar. En 1954 se lanzó una bomba de 5 megatones (Mt) en el atolón Bikini, pero fue precisamente un error lo que provocó que se desatara una potencia de 15 Mt, tres veces más de lo esperado. Hablamos del equivalente a 15 millones de toneladas de TNT y a mil bombas de Hiroshima. La amplia zona desalojada se reveló insuficiente y un barco pesquero japonés recibió tal cantidad de ceniza contaminada que sus 23 marineros enfermaron gravemente. Uno de ellos, Kuboyama Aikichi, moriría apenas seis meses después. Los terribles efectos de la lluvia radiactiva castigaron también a las pocas horas, y durante décadas, a la población de hasta 15 islas y atolones de la zona. Si lo comparamos con los riesgos en juego en aquella primera prueba de 1945, se puede decir que hubo suerte de que los cálculos fallaran en aquel rincón otrora paradisíaco de las Islas Marshall y no en la prueba de Nuevo México, concluye lacónicamente Ord.
Son historias tristes, significativas, de los inicios de aquello que Günther Anders llamó “nuestra existencia bajo el signo de la bomba”, una condición de la vida humana contemporánea que 75 años después muchos habíamos olvidado. El pensador judío nacido en Breslavia, uno de los fundadores del movimiento mundial contra las armas nucleares, denominó ceguera del apocalipsis a la incapacidad de comprender el significado profundo de la bomba. Estos días hemos sido seguramente muchos los que nos hemos preguntado por vez primera en nuestras vidas si nuestra familia y amigos, si la humanidad en su conjunto, subsistiría o no en el caso de un inminente estallido nuclear, y en caso de hacerlo en qué condiciones. Al minuto siguiente, hemos seguido con nuestras labores. Sondeos recientes indican que cerca de la mitad de la población española cree que Rusia provocará una guerra nuclear. A la vez, el último barómetro del CIS de marzo señala que más de la mitad de la población española cree que “si Rusia no se retira de Ucrania, la OTAN debería intervenir militarmente en ayuda de Ucrania”. Es decir, comenzar una III Guerra Mundial que a buen seguro será nuclear.
Günther Anders llamó 'ceguera del apocalipsis' a la incapacidad de comprender el significado profundo de la bomba
En el primer volumen de su obra cumbre, La obsolescencia del hombre (1956), Anders escribe sobre la incapacidad que hay en las sociedades industriales avanzadas para tener un miedo apropiado a las situaciones que lo requieren. No se funda en el coraje, como nos gustaría creer, sino en la indolencia con que afrontamos nuestra autoliquidación. Y esta la explica Anders por el desnivel que se da entre nuestra alta capacidad para el hacer, base de nuestro desarrollo tecnológico, y nuestras pobres facultades para imaginar o sentir. Carecemos de fantasía para asimilar los efectos de lo que construimos.
Daniel Ellsberg, el célebre filtrador de los papeles del Pentágono, tuvo un acceso privilegiado a secretos nucleares cruciales de la administración norteamericana en los años sesenta. En The Doomsday Machine. Confessions of a Nuclear War Planner (2017) relata cómo en una ocasión solicitó, en nombre del presidente John F. Kennedy, una cifra aproximada de los muertos que causaría un ataque nuclear estadounidense contra China y la Unión Soviética. La Junta de jefes del Estado Mayor elaboró un gráfico, “solo para los ojos del Presidente”, donde se señalaba una cifra inicial de 275 millones que al cabo de seis meses se convertirían en 325 millones. De incluirse en el ataque a los entonces países del Pacto de Varsovia, la cifra subía a 600 millones de personas. Podemos conmovernos por una o incluso 10 muertes, pero al igual que nos cuesta imaginar los 300.000 mil millones de estrellas de la Vía Láctea, resulta difícil comprender lo que hay en juego a partir de un frío y sencillo gráfico con un par de cifras con muchos ceros.
Solo uno de los pilotos que sobrevolaron Hiroshima aquel lejano 6 de agosto, Claude R. Eatherly, se arrepintió públicamente de su participación en el bombardeo que mató a decenas de miles de personas. Encargado de enviar los datos climáticos desde el avión que precedía al tristemente célebre Enola Gay, un error en sus mediciones provocó que la bomba cayera en el centro de la ciudad y no en un puente de las afueras, como estaba planeado. “Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre –escribió Bertrand Russell–, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él”. No está todo perdido si usted ha logrado mantener viva su conciencia, le escribiría Anders a Eatherly en una correspondencia que harían pública más adelante.
Putin nos ha llevado estos días a recordar los orígenes de la bomba, quizá porque con sus acciones parece conducirnos al tiempo previo a los tratados. Una época en la que Winston Churchill, por ejemplo, presionaba para que la amenaza de bombardear de 20 a 30 ciudades soviéticas en 1951 se utilizara como ultimátum nuclear real de cara a rendir a Stalin. Pero incluso cuando comenzaron a firmarse los primeros tratados, amenazar con el lanzamiento de la bomba a la hora de ganar guerras, arrancar concesiones en las mesas de negociación o impedir movimientos enemigos ha seguido presente como una velada opción por parte de las potencias nucleares.
El caso de Estados Unidos en esto resulta revelador. A juicio de Ellsberg y a la vista de los documentos hoy disponibles, los presidentes que estuvieron más cerca de utilizarla fueron Dwight Eisenhower, durante la guerra de Corea, y Richard Nixon en Vietnam, quien acuñara para sí la teoría del loco buscando hacer más creíble a los norvietnamitas que podría llegar a arrojarla. También resultaron preocupantes otros episodios como los de 1980 durante la administración Carter, cuando bajo el signo de la bomba se advirtió a los soviéticos de que no invadieran Irán, o más recientemente, en 2006, cuando el propio George W. Bush Jr. admitió ante la prensa que todas las opciones, incluido el lanzamiento de bombas nucleares tácticas, estaban sobre la mesa para frenar el programa nuclear iraní. Y cómo no recordar los comentarios sobre el lanzamiento de bombas nucleares en Oriente Medio y en Europa realizados en 2016 por Donald Trump, cuya administración revirtió décadas de avances en materia de no proliferación. La doctrina estadounidense todos estos años, administración Biden incluida, ha seguido mientras tanto sin excluir la posibilidad de ser los primeros en atacar, a pesar de la existencia de resoluciones de Naciones Unidas que se aprobaron expresamente para forzar su renuncia. Por último, Estados Unidos –aquí acompañada del resto de potencias nucleares y del bloque de países de la OTAN, también España– ha intentado boicotear la entrada en vigor del tan esperado Tratado sobre la Prohibición y Eliminación de las Armas Nucleares (TPAN), aprobado por Naciones Unidas en 2017.
Tomando todo lo anterior en consideración, podemos afirmar que Vladímir Putin parece decidido a imprimir un nuevo giro a nuestro siglo XXI. La novedad radica en considerar públicamente, sin tapujos, que la bomba es un objeto más que puede utilizarse como un medio en política internacional, amenazando de manera directa a la otra superpotencia. Rusia está utilizando explícitamente su arsenal nuclear como garantía para que nadie se inmiscuya más de la cuenta en su criminal invasión de Ucrania. Ha dejado claro además que este país es atacable precisamente por no tener estas armas, a las que renunció voluntariamente en 1994, abriendo del todo la puerta a un incierto y peligroso periodo de proliferación a nivel global. Joe Biden ha respondido de momento al desafío afirmando que si se toca un solo centímetro de la OTAN estallará la III Guerra Mundial. Junto al claro peligro de conflagración directa, se teme que en medio de la tensión que se está generando estos días se produzca algún error o incidente que pueda ser malinterpretado.
La obra de Anders nos ayuda a entender por qué la lectura utilitaria que hace Putin de la bomba no solo es terrible, sino que resulta completamente equivocada. Primero, estamos ante algo único, fuera de toda categoría y, por tanto, monstruoso. Es sencillamente inmanejable, no estamos ante un objeto más que podamos usar. En segundo lugar, la bomba nunca podrá llegar a ser medio de nada, pues “su efecto menor sería mayor que cualquier finalidad (política, militar) propuesta por el hombre, por grande que sea”. Estamos hablando del “final de todas las cosas”.
Las 9.000 cabezas nucleares que hoy se estiman activas no acabarían con la vida en el planeta inmediatamente, precisa Ord; tampoco lo harían sus temibles efectos radiactivos. Lo que nos destruiría, tal y como se descubrió a inicios de los años ochenta –impulsando con ello la reducción de armamento liderada por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov–, sería el denso humo de las explosiones que subiría a la estratosfera. Una vez allí, sin posibilidad de lluvias que lo disuelvan, este particular esmog atómico instauraría un prolongado invierno nuclear que nos dejaría al borde de la extinción. El ocultamiento del sol anegaría las cosechas y bajaría las temperaturas a las propias de una edad de hielo, mientras el daño a la capa de ozono daría paso a masivas radiaciones ultravioletas. Como afirma en este caso Alan Robock, si únicamente se bombardearan ciudades de Estados Unidos y Rusia, morirían todavía más personas en China y en la India que en los países directamente implicados. No hay por tanto ventaja alguna en “golpear primero”, insisten con razón de Ellsberg a Naciones Unidas, incluso si no se recibiera respuesta militar alguna.
Décadas después se ha llegado así a la conclusión de que los efectos que el lanzamiento de la bomba puede tener sobre la vida son semejantes a los de aquella ignición atmosférica tan temida por los científicos del proyecto Manhattan. La causa final de la extinción, eso sí, sería otra. Con el desarrollo de la bomba de hidrógeno en los años 50 los seres humanos hemos creado explosiones termonucleares equivalentes a las que se dan en el corazón de las estrellas. Nos hemos convertido en una fuerza cósmica que, sin embargo, resulta torpe y por completo inerme ante un poder que no alcanzamos a entender. Esto contrasta con unos avanzados saberes técnicos que en principio no se eliminarán por mucho que destruyamos todo el arsenal hoy existente. No estamos por tanto ante un problema más, estamos ante el problema que nos perseguirá hasta el fin.
Nos hemos convertido en una fuerza cósmica que, sin embargo, resulta torpe y por completo inerme ante un poder que no alcanzamos a entender
Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas de la Antigüedad, buscando la fama, y por desgracia la logró. Putin seguramente busca ser el héroe legendario de aquello que llaman Rusia, pero parece no saber que desde hace 75 años jugamos en otra liga. Ni siquiera teniendo bajo su mando el mayor número de misiles nucleares del planeta lo entiende. Asistimos así a la trágica y ridícula autoextorsión de un pobre hombre. Es tan incompetente en el manejo de lo que posee, tan poco dotado para aquello tan humano que es el sentir y el pensar, que mientras machaca de manera inmisericorde a millones de vidas ucranias, cada una un mundo, no ha reparado en que su amenaza nuclear se dirige de manera central al tiempo. Es algo que convendría recordar también al resto de líderes de la OTAN y de otras potencias nucleares. Un chispazo y adiós futuro, tanto para cada uno de nosotros como para la mayoría de las especies. Y por supuesto, adiós fama inmortal para Putin. Con este cierre abrupto del futuro también se esfumaría el pasado. Se acabaron las lenguas, la historia y el arte, nos alertaba Anders, la música y las lágrimas. La risa dejará de sonar para siempre en esta infinitésima y preciosa esquina del universo. Nuestro legado sobre el planeta se reducirá a miles de años de contaminación radiactiva.
Aquí es donde conviene recordar que Anders fue el primer marido de Hannah Arendt. Esta maravillosa teórica política dejó escrito que, ante dilemas tan sobrecogedores como este, hemos de confiar en la libre capacidad de acción y pensamiento de la que gozamos como seres humanos. Costará, pero aún tenemos la posibilidad de evitar un final que no está cerrado.
El 16 de julio de 1945 Estados Unidos llevó a cabo en el desierto de Nuevo México la primera detonación de una bomba nuclear. Como cuenta Toby Ord en The Precipice. Existential Risk and the Future of Humanity (2020), los científicos del proyecto...
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Víctor Alonso Rocafort
Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus publicaciones destaca el libro Retórica, democracia y crisis. Un estudio de teoría política (CEPC, Madrid, 2010).
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