tribuna
La tragedia de Ucrania y el pesimismo de Clausewitz
Un pacifismo abstracto, máxime si se vincula a declaraciones de neutralidad entre los contendientes, hace flaco favor a la paz cuando se tiene delante a un dictador sin escrúpulos y con pretensiones imperialistas
José Antonio Pérez Tapias 22/04/2022
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La guerra que padece Ucrania nos tiene sobrecogidos. No deja espacio alguno para “el optimismo de la voluntad”, por más que se intente aliviar el gramsciano “pesimismo de la inteligencia”. Muerte y destrucción es lo que va dejando tras de sí la invasión decretada por Putin, presidente de la Federación Rusa que, con su proyecto imperialista, no desea sino verse pasando a la historia como el presidente de “todas las Rusias” –en verdad, quedará como genocida–. En ese proyecto no podía estar una Ucrania independiente; de ahí la decisión de lanzar al ejército ruso a una “guerra total” cuyo fin es que desaparezca el Estado ucraniano, por más que en su día el mismísimo Lenin impulsara su reconocimiento como tal, dando pie al cabo del tiempo a que en 1991 alcanzara su independencia al hilo de la disolución de la URSS.
Sin embargo, con una invasión fallida en lo que pudo interpretarse como su intención inicial en cuanto a victoria rápida con deposición del legítimo gobierno ucraniano incluida, parece que la eufemísticamente llamada por el gobierno dictatorial ruso “operación militar especial” se concentra ahora –nada impide pensar que es cuestión meramente táctica– sobre el este de Ucrania. A la vista de todos queda, sin embargo, que tampoco se va a limitar a apoyar las independencias por Rusia alentadas y unilateralmente proclamadas de las “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk, como bien muestra la bestial tortura a la que es sometida la ciudad de Mariupol, incrementando el listado de crímenes de guerra propios de un plan genocida. La resistencia ucraniana aguanta el empuje bélico, no sin dejar de ver a su lado bajas en las propias filas y el horror de una población civil duramente castigada al no haber podido emprender el éxodo que la hubiera llevado, como lo consiguieron a tiempo otros vecinos suyos, a otros lugares supuestamente más seguros –a los cinco millones de refugiados fuera de Ucrania se suman unos siete millones dentro del país–. Es la guerra que va dejando un reguero de ciudades arrasadas cuyos nombres van quedando fijados en el mapa de la memoria como testimonios de la infamia que se comete contra Ucrania y su ciudadanía.
Sorprenden determinadas apelaciones cargadas de tanta resignación que no dejan margen para reconocer la dignidad de los ucranianos que resisten contra el atropello que sufren
No está de más decir que la resistencia ucraniana ha sorprendido a todos, por su organización, capacidad de infligir daños a las fuerzas invasoras, por su aguante en circunstancias sumamente difíciles, y con la traumática experiencia de tener que enterrar a muchos ciudadanos muertos bajo las bombas del invasor o fríamente asesinados en calles o en los mismos refugios, así como cargando con el dolor que suponen los millones de refugiadas y refugiados. A la vista de todos está el papel crucial desempeñado, muy especialmente de cara al exterior, por el presidente Zelenski, destacando al respecto sus alocuciones telemáticas ante parlamentos de diversos países democráticos –no aminora el eco positivo de su relato el que éste se haya visto empañado en algunos casos con alusiones o elementos de la puesta en escena no siempre afortunados–, con un discurso que interpela a ellos, a sus gobiernos y a las ciudadanías que representan recabando apoyo para esa resistencia, incluyendo el apoyo que supone facilitar armamento suficiente para sostener el enfrentamiento con la potencia invasora que les agrede. A la vista de los hechos, cuando se afrontan en su verdad, a diferencia de la propaganda encubridora de los mismos que suministra el régimen de Putin dentro de Rusia y hacia fuera, tal petición de apoyo está plenamente fundada, aunque no quede exenta de elementos discutibles, como también es patente en los debates políticos que al respecto tienen lugar. Es en torno a tal cuestión, sin duda delicada, donde se concentran no sólo los debates, sino las divergencias en ellos sobre las decisiones que se han tomado o se puedan tomar, por lo que es necesario contribuir a una clarificación de todo lo que en ella se encierra, invitando de camino a dejar fuera argumentos falaces y actitudes sectarias que dan lugar a enfrentamientos políticos nada fructíferos, como ocurre en el seno de la izquierda, un desafortunado rebote de lo que ocurre en el frente ucraniano.
Argumentos a favor de la resistencia ucraniana en un debate muy enturbiado
Es de todo punto injusto que la respuesta a una demanda de apoyo que plantea la necesidad de contar con recursos militares suficientes sea despacharla negativamente aduciendo que lo mejor que pueden hacer los ucranianos, dada la asimetría de fuerzas con la Rusia atacante, es desistir de su decisión de resistir. Se hizo evidente con la alusión a Gernika en la intervención de Zelenski ante las Cortes españolas que la negativa a la ayuda que solicita es comparable a la que, por parte de democracias europeas, se le negó a nuestra II República; es más, por analogía puede decirse que en la hipótesis ficcional de que tal sugerencia de rendición –eso es lo que se le plantea a Ucrania frente al invasor– se le hubiera hecho al gobierno republicano español de entonces, éste tendría que haber desistido de resistencia armada alguna frente a las fuerzas fascistas que se sumaron al golpe del general Franco. De fondo, en lo que muchas veces se dice en ese sentido respecto a los ucranianos hay un planteamiento tan paternalista como supremacista, el cual no deja de pretender suplantarles en lo que ha sido su decisión. Sorprenden determinadas apelaciones a la Realpolitik, cargadas de tanta resignación que no dejan margen para reconocer la dignidad de los ucranianos que resisten contra el atropello que sufren.
También es un desacierto culpable, no ya negar el apoyo que se pide, sino descalificar totalmente a quien lo solicita, deslegitimando al presidente Zelenski como nazi –conocida es su condición de judío y además de familia rusófona–, y extendiendo tan infame consideración a Ucrania en su conjunto, lo cual no deja de implicar un claro alineamiento con la propaganda abyecta de Putin tratando de justificar la invasión con el propósito de desnazificación –en todo caso, el nazi es él mismo, lo cual no es juicio gratuito, sino sostenible a la luz de sus discursos de corte fascista, su nacionalismo panruso desbocado, sus prácticas antidemocráticas, sus estrategias bélicas de corte hitleriano, y lo que ya se puede apreciar como “solución final” que este caso se busca para Ucrania y los ucranianos–. Incluso considerando que en la resistencia ucraniana se hallen incrustados miembros de querencias nazis, eso no justifica extender a toda ella una descalificación general y prejuiciosa aduciendo tal motivo. (¿Se contemplaría como admisible que, dada la presencia de fascistas de Vox en gobiernos y en parlamentos de nuestro Estado se tildara a España toda de fascista?).
Un tercer vector de posicionamiento en relación a Ucrania que arroja a esta, en medio de su tragedia, a un limbo inexistente –es decir, se desentiende de ucranianas y ucranianos– es el que pone todo el énfasis en elcontexto dentro del cual se escribe el texto de esta terrible guerra que sufre ese país europeo. Ciertamente, no faltan, sino todo lo contrario, buenos artículos que ponen sobre la mesa todos los factores que han incidido en que se haya llegado a la situación actual, indicándose en algunos casos estudios de largo recorrido con investigaciones muy esclarecedoras sobre la génesis de las circunstancias que nos han traído al punto actual. Entre esos factores destacan la expansión de la OTAN, bajo indiscutible liderazgo de EEUU, hacia el Este de Europa, así como la pasividad de la Unión Europea ante una situación que podía preverse conflictiva por cuanto la intención de distintos gobiernos ucranianos de integrar a su país en la Alianza Atlántica, así como en la misma UE, se viera por Rusia como desestabilizadora según sus parámetros de seguridad. Es cierto que el asunto de la incorporación de Ucrania a la OTAN podría haberse planteado de otra manera, sin tanta frivolidad, desde el momento en que paradójicamente incluso perjudicaba la seguridad del Estado ucraniano, que bien podría habérsele invitado a apostar por un papel de “neutralidad” activa, de mediación, desde su misma posición geopolítica. Pero de todas maneras es a Ucrania a quien corresponde decidir, respecto a lo cual ya se cuenta con declaraciones explícitas del presidente Zelenski renunciando a la pertenencia a la OTAN, sin que ello tenga el correlato de un acuse de recibo por parte de Rusia en cuanto a un acuerdo de paz. Cosa distinta era y es la incorporación a la UE, hondamente deseada por su ciudadanía. El caso es que todos esos factores contextuales, motivos de preocupación de Rusia, de ninguna manera justifican la desproporcionada reacción que supone la invasión de Ucrania, desproporción que deja a la vista que el asunto OTAN, como han señalado muchos comentaristas con buenas razones, se ha convertido, desde ese contexto, en pretexto –coartada– para el terrible texto que la decisión de Putin hace escribir a las Fuerzas Armadas de su país, correspondiendo a su designio neoimperialista de la Gran Rusia frente a la presentación que hace de Occidente como gran enemigo.
Delimitados lo que son factores contextuales y lo que es decisión injustificable por parte de Rusia, encontramos dos dinámicas contrapuestas. Por un lado, la mantenida por Putin in crescendo mediante un belicismo brutal, que si piensa en someter Ucrania a Rusia, ampliando la anexión de Crimea en 2014, y el promovido secesionismo en Donbás desde entonces, será una Ucrania arrasada, con mucha población huida y en buen número masacrada, esto es, una “no-Ucrania” como efectivamente quiere lograr, presentando de entrada para ello a una nación rusa acosada, si no atacada, para justificar en falso una supuesta reacción militar defensiva. Por otro lado, encontramos en lo que podemos entender por Occidente –diferenciado de Rusia según la perspectiva inducida en ella–, varios modos de reaccionar, que van desde suscribir las acciones a favor de Ucrania, destacando las sanciones económicas a Rusia, incluso planteando que sean más, hasta las que critican dichas acciones por entender que juegan a favor del imperialismo USA y su brazo armado otanista en un momento de replanteamiento del orden global, cuando el bloque occidental ciertamente pierde hegemonía, sobre todo frente a China, y Rusia pretende recuperar espacio y papel como gran potencia, aliándose con la potencia asiática en tanto le haga falta. En la polémica política entre ambas posiciones se ubica una izquierda desconcertada, en la cual, aparte de un sector que podríamos considerar de resabios estalinistas –“izquierda estalibán” como lo describió el filósofo Santiago Alba Rico en muy lúcido artículo–, se hace notar otro que cuestiona la adecuación de la respuesta ucraniana a la invasión rusa y que, atrapado en una inamovible posición respecto a la OTAN por lo que ha sido crítica acertada a ella durante décadas, se resiste a ver que en este caso la causa y culpa mayor de la tragedia de Ucrania corresponde a Rusia. Más exactamente a su líder dictatorialmente consolidado.
Hay que subrayar que no vale dejarse regir toscamente por el lema “el enemigo (Rusia) de mi enemigo (OTAN/EEUU) es mi amigo (Rusia, por tanto)”; como, más finamente, es insuficiente apelar sesgadamente a los acuerdos de Minsk, firmados en su día por Rusia y Ucrania, con Alemania y Francia también como interlocutores, cuando ya han sido sobrepasados, entre otras cosas por la independencia de las repúblicas autoproclamadas de Donbás; y cuando es clamoroso el total desprecio al acuerdo de Budapest de 1994, por el que Ucrania firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear y traspasó a Rusia su imponente arsenal nuclear, a cambio de que se respetaran sus fronteras y su soberanía. En verdad, si en cualquier caso es lamentable confundir agresor y agredido, tapando la distinción neta entre quien en esta guerra es verdugo y quien es víctima, especialmente lo es aún más, dicho desde la izquierda, si en la izquierda se da pábulo a esa confusión. Por lo demás, cuando se traen al debate déficits democráticos de Ucrania o el no haber planteado antes con claridad su renuncia a la OTAN, hay que recordar que la condición de víctima no se debe a que fuera perfecta, sino a que es o ha sido injustamente tratada, en este caso como país, teniendo en cuenta, por supuesto, las víctimas individuales con sus vidas destrozadas, asesinadas o, en el caso de muchas mujeres, violadas. El calendario ha dejado ver que cuando Rusia planteaba un ultimátum para la rendición de Mariupol en el día que para muchas Iglesias cristianas era Domingo de Resurrección, la triste conclusión es que en el calvario de la historia no hay tal. Por ningún lado aparece siquiera un dios que escriba recto con líneas torcidas, ni, dicho con fórmulas filosóficas, confirmación alguna de que algo así como “la astucia de la razón” sostenga el mito del progreso. Por el contrario, la “guerra total” acometida por Putin, con toda su crudeza, se muestra como absoluta regresión necrófila, amén de anacrónica según lo que a estas alturas podríamos esperar. Pero tendríamos que saber que aquello que señalamos como acontecimiento, y que como tal marca un hito en la historia en cuyo rumbo incide, puede ser muy negativo.
Más allá de intereses económicos y geopolíticos: proyecto neoimperialista y claves totalitarias de Putin
Desgraciadamente, la barbarie desatada sobre Ucrania es de tal magnitud que no será fácil que cicatricen las grandes heridas que deja. Sin duda no hay que olvidar las otras muchas guerras que llevan a pensar que este planeta Tierra debería llamarse “planeta Gólgota”: son incontables los crucificados en sus múltiples guerras, y cualquier listado de conflictos bélicos pasados y presentes es incompleto, aunque eso no excusaría olvidar los actuales, como los que se dan en Siria, Palestina, Yemen, Sáhara Occidental, etc., más las dramáticas situaciones que se viven en Afganistán y otros tantos lugares de nuestro lacerado mundo. A ninguna mente abierta se le escapa que la guerra que sacude Ucrania, al dolor que en toda guerra se acumula sobre las víctimas, se añaden las dimensiones mayúsculas del daño causado y su significado en un supuesto reordenamiento de lo que en las últimas décadas hemos llamado mundo globalizado, el cual, sin desconsiderar lo injusto que acompañaba al orden mundial, resulta de todo punto desastroso pretender un reajuste del mismo a base de sangre y fuego sobre todo un país puesto en el altar de la historia para que Putin ejerciendo de matarife lleve a cabo el sacrificio que exige el totalitario proyecto que encabeza. El personaje hoy por hoy con poder absoluto en el Kremlin, emergido desde las turbias aguas de lo que fue una KGB soviética que nunca se vio libre del modelamiento stalinista de tal organización de espionaje, se muestra despiadado hasta el extremo, con capacidad de chantaje respecto a lo que se le oponga, ejercida desde el control de los inmensos recursos energéticos de Rusia hasta lo que supone su arsenal nuclear. No es exagerado decir que la conjunción de las figuras totalitarias de Hitler y Stalin encuentra en Putin el fundido necesario desde el que tan siniestro personaje ejerce su papel.
Putin tampoco se detiene a la hora de hacer cargar con sacrificios a su propio pueblo
No hay que infravalorar los intereses económicos que se cruzan en esta guerra en Ucrania, y no sólo en lo que respecta a lo que de modo inmediato se ve afectado por las condiciones que impone el enfrentamiento bélico: el mundo se resiente del frenazo a las exportaciones de productos agrícolas por parte de Ucrania, así como del encarecimiento del petróleo y del gas rusos, por ejemplo. Las industrias armamentísticas ganan un papel y unos beneficios que sin la guerra no tendrían –similar al de la industria farmacéutica a causa de la pandemia–. Pero trascendiendo lo inmediato, lo relevante mirando más allá es el reajuste de protagonismo y alianzas en el mercado global, cuestión que Putin aborda cuidando con tanto mayor interés su relación con China en la misma medida en que sitúa a la UE como antagonista y a EEUU como enemigo también económico: está en juego la reorganización del dominio en el mundo, habida cuenta de que Occidente ya no ejerce la hegemonía que antaño tuvo. Sin embargo, no hay que pensar que detrás de una guerra como la que hay en Ucrania sólo se juegan intereses económicos. Putin apunta a más, como analistas diversos han mostrado profundizando en su modo de pensar, en su proyecto nacionalista, en su plan imperialista, en su afán de dominio –Thimothy Snyder es uno de los autores de referencia sobre todo ello–. Además de una dimensión colectiva de carácter sociopsicológico puesta en juego en Rusia –no hay dictadura que se sostenga sin una base social determinada, por más que conformada a base de represión–, las dimensiones de la guerra y el marco ideológico bajo el que se sitúa dan pie a pensar en profundos aspectos antropológicos que en una guerra como ésta han de tenerse en cuenta. Bien se pueden abordar a la luz de un pasaje de Crimen y castigo en el que Dostoievski pone negro sobre blanco el inmenso peligro de quienes se sienten llamados a una “misión salvífica” que emprenden aun contra la vida misma de aquellos que se pretende salvar. En un diálogo de Raskólnikov con ciertos interlocutores suyos, Porfirio llega a afirmar que, en contraste con los “hombres vulgares”, “los hombres extraordinarios tienen derecho a cometer toda suerte de crímenes y a infringir de todas las maneras las leyes, por el hecho mismo de ser extraordinarios”, a lo cual aquel, sin compartir que tales hombres tuvieran que realizar siempre actos deshonestos, añade que su posición se reduce a “insinuar que los hombres extraordinarios tenían derecho a autorizar a su conciencia a saltar con su conciencia por encima de ciertos obstáculos, y únicamente en el caso en que la ejecución de su designio (salvador, a veces, acaso para la Humanidad toda) así lo exigiere”.
Los mencionados personajes adelantaron en la ficción lo que se puede colegir como la actitud de Putin sintiéndose subjetivamente como personaje “extraordinario” llamado a salvar Rusia, una Rusia que al ser presentada como atacada parecería demandar una misión salvadora al precio que sea. El riesgo totalitario de quien, con mucho poder, se ve en esa tesitura, es enorme y, viviendo religiosamente su supuesta vocación –es por ello que Putin tampoco se detiene a la hora de hacer cargar con sacrificios a su propio pueblo–, no se ahorrará nada, por negativo y perjudicial que sea para otros, para alcanzar su objetivo salvífico. Salta a la vista el fondo nihilista desde el que piensa Putin, de manera tal que, aparte sus connivencias con el patriarca ortodoxo Kirill, de Moscú, viene a corroborar aquella otra afirmación de otro personaje de Dostoievski en Los hermanos Karamazov que tantos ríos de tinta ha hecho correr: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Cabe parafrasear la expresión para decir: para quien se endiosa, todo está permitido. Se verifica en Putin, y constatarlo no implica hacer de él un caso único en la historia de la humanidad. Es parte de esta todo aquello que es consecuencia de la capacidad humana para el mal, la cual se pone a pleno rendimiento cuando, lejos de ser defensiva, cualquier agresión deriva a destructividad y eso, tan específicamente humano hasta lo inhumano, es pulsión de muerte que puede alcanzar la más alta cota en cuanto a comportamiento necrófilo –inolvidable aquel Erich Fromm de Anatomía de la destructividad humana–. Ahí tenemos lo que sucede en Ucrania.
No cabe esperar que respeten ningún ius in bello de quien se ha saltado todo ius ad bellum
En nuestros días encontramos así más motivos para corroborar lo que Achille Mbembe ha puesto en primer plano: la necropolítica como modo de una política de muerte que hoy por hoy tanto deshumaniza nuestro mundo. Este filósofo africano igualmente ha señalado de manera certera cómo lo que llama “políticas de la enemistad” –en dirección totalmente opuesta a la philía cual amistad cívica entre iguales que ya Aristóteles concibió como basamento del orden político– extienden flujos de violencia que se difunden por las sociedades haciendo plausibles las más aberrantes formas de legitimación de invasiones, conquistas y guerras. Mbembe enfoca bien las prácticas coloniales y neocoloniales en las que tal violencia pone su sello, lo cual ha acompañado la historia de Occidente en su misma modernidad, pero no por ello deja de ser pertinente extender su análisis a formas de violencia imperialista como la que actualmente ejerce Rusia contra Ucrania bajo un discurso que deshumaniza a los ucranianos, promoviendo el arrasamiento de su país si su sometimiento no se produce –no es el actual régimen ruso uno que esté interesado en promover la emancipación y solidaridad con los países del Sur Global, como deja claro su papel en Siria–. A la vista queda que el inmenso daño que se está causando a las relaciones entre esos dos pueblos vecinos con tanto en común a lo largo de su historia, pues las semillas de odio sembradas tardarán mucho en no hacer sentir su cosecha.
Pesimismo ante una desbocada “lógica de la guerra” y esperanza sin falsas ilusiones en una Ucrania que reciba solidaridad
Ni intereses geopolíticos ni motivos económicos bastan para explicar por sí solos la guerra en Ucrania emprendida por Putin –tampoco son razón suficiente para explicar los posicionamientos del lado occidental, aunque es palmaria la contradicción en que se mueve la UE acordando sanciones económicas a Rusia, pero manteniendo el pago de unos mil millones de euros diarios para la factura del gas, con lo cual se está financiando la guerra que se condena–. Pesa decisivamente el proyecto nacional-imperialista que hay detrás, a lo cual se añaden factores culturales y antropológicos que están al fondo de las causas que se han ido desgranando. Hay que tener en cuenta, además, que la mortífera guerra que se lleva a cabo es contra todo principio de derecho internacional. De ahí que no quepa esperar que respete ningún ius in bello quien se ha saltado todo ius ad bellum. Y si aún nos planteamos en qué términos es adecuado hablar de guerra justa, habrá que concluir que ninguna guerra de agresión lo es –el cinismo de Putin llega al extremo de describir de esa forma la destructiva invasión de Ucrania–; y si hasta resulta difícil argumentar que es justa una guerra en la que se entra por motivos de defensa propia, al menos hay que admitir que es justo ejercer el derecho a la defensa propia, recabar apoyos para ella (y otorgarlos) cuando tal derecho se sostiene con plena legitimidad. Así lo vieron Francisco Suárez y otros representantes de la Escuela de Salamanca cuando argumentaban a favor del derecho de resistencia en los siglos XVI y XVII. Hoy tenemos sólidas razones para recoger ese testigo en casos como el de Ucrania.
Putin se niega de plano a considerar que Ucrania tenga derecho a defenderse, y ello con el mismo énfasis con que se arroga arbitrariamente todo el derecho de atacar. Con ello no sólo suscribe la ley del más fuerte, cuya vigencia es negación de todo avance civilizatorio, incluyendo lo que supone una democracia que se atiene al principio de legalidad, sino que además da rienda suelta a la expansión de un sentimiento de hostilidad que explícitamente se manifiesta, con intención de que se extienda haciendo tambalear toda pretensión de acatamiento del derecho y cualquier exigencia de respeto a los otros, situados taxativamente como enemigos. Asumiendo tal perspectiva con las dosis de cinismo que haga falta, el presidente de Rusia se lanza a una “lógica de la guerra” que lleva el enfrentamiento –así a la vista de todos– a lo que Clausewitz describió como “escalada a los extremos”, subiendo el tono de los discursos bélicos e incrementando en intensidad y dureza las acciones militares. El autor de Sobre la guerra pensaba que, llevado el conflicto a esa tesitura, esa “lógica” alienta una dinámica imparable que desemboca en la “guerra total” y, aún más allá, en una guerra absoluta. Cuando las cosas se llevan a esos extremos la reconciliación es imposible y, en cambio, en su lugar se desencadena por fuerza un acusado mimetismo en quienes han de responder a un ataque injusto y brutal, justo para no verse masacrados, que hace que la reconciliación quede aún más lejos.
Clausewitz quería pensar, a pesar de todo, que en determinado momento, para detener esa dinámica irracional, la política puede sobreponerse a ella y encauzarla hacia una solución pactada, lo cual en el fondo corresponde a su idea de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Es decir, la política, en aras de sus fines, pretendería siempre controlar los medios. Sin embargo, como René Girard pone de relieve en su obra Clausewitz en los extremos, este, atrapado en dilemas que le producen una perplejidad incurable, no ve nada fácil que en dichas situaciones en el límite se pueda imponer la política a una destructividad irrefrenable. Es decir, a diferencia de su coetáneo Hegel, no confía en una reconciliación que a la postre pudiera alcanzarse. De ahí su pesimismo. Si pudiera parecer que, después de todo, la situación se invierte y al modo foucaultiano se dice que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, lo que de suyo hay que añadir es que en tal caso esa política acaba en pura y dura antipolítica.
Queda cultivar la esperanza contra los motivos de desesperanza, en este caso haciendo una política que no deje al margen la resistencia de los ucranianos
¿Es posible que se abra paso la política, y una política de paz en Ucrania, dada la constantemente reafirmada intención de Putin de seguir elevando la violencia que impulsa en la guerra que ha llevado a Ucrania? Sin considerar a ninguno de los demás implicados como completamente inocentes –no olvidamos cómo se fueron configurando los factores contextuales comentados– en este conflicto llevado a tal nivel de destructividad, la agresión perpetrada por Rusia está en altura tal que nada es equiparable a ella, como se puede volver a comprobar cuando el país agresor hace pruebas con misil balístico intercontinental, al que se le puede dotar de elevada carga nuclear, lo cual confirma las amenazas de Putin a los países que considera hostiles por ayudar a Ucrania, subiendo el listón de su chantaje criminal. Nada consuela pensar que Putin va de farol –ni siquiera de cara a la celebración el 9 de mayo de la victoria del Ejército Rojo sobre la Alemania nazi, la cual se puede prever paradójicamente con muchos componentes del estilo nazi–, pues así ya pensaron muchos que era su amenaza de invadir Ucrania, y la ha realizado: su concepción del poder como dominio en todos los ámbitos supone, contra el principio de prudencia, que lo que es factible puede hacerse sin más. A nadie se le escapa la capacidad de chantaje de Putin, que compensa sus debilidades con la amenaza nuclear –y con las llaves de petróleo y gas–, frente a lo cual, como frente a la guerra en general acometida por él, las sanciones económicas, lentas en sus efectos por más que no sean despreciables, y menguadas en sus consecuencias por el pago que se le abona por la factura energética, muestran su insuficiencia, acrecentada por una conciencia colectiva que sabe de la hipocresía política que tal planteamiento concesivo implica.
Ante esta guerra, la cuestión no estriba en proclamar sin matices “no a la guerra” o “que la guerra pare” o “queremos la paz”. Esos lemas tienen pleno sentido cuando la ciudadanía rusa los dirija contra Putin. Dejadas al desnudo de un enfoque meramente humanitarista no tienen efecto alguno, con el agravante de que pueden servir ideológicamente, en el sentido marxiano de ideología, para encubrir causas, culpas y responsabilidades en esta concreta guerra. Un pacifismo abstracto, máxime si se vincula a declaraciones de neutralidad entre los contendientes, hace flaco favor a la paz cuando se tiene delante a un dictador sin escrúpulos y con pretensiones imperialistas. Una política moralmente orientada, que mira de frente lo negativo, sin edulcorarlo, no debe permitirse una posición elusiva que deja a los agredidos y a millones de víctimas en una absoluta indefensión. No nos podemos permitir, en definitiva, una ingenua conciencia acerca de que la reconciliación es inmediatamente alcanzable en los términos de una paz duradera. Quienes trasladan a términos seculares una mal concebida confianza en una historia que a la postre es de progreso porque hay salvación posible, en el fondo dejan de tener en cuenta la capacidad humana para el mal. Y Putin está dando pruebas de hasta dónde puede llegar, desgraciadamente una vez más en nuestras historias, esa capacidad. La política no puede desentenderse de ese factor antropológico. No entro a juzgar cómo lo puede hacer un líder religioso que mantiene su fe en la redención, incluso ante el mal de una guerra absoluta. Desde la inmanencia en que estamos, no tenemos disponible para nuestra razón la convicción de la redención. A la vez, y precisamente por ello, estamos más obligados aún a tener laicamente en cuenta el mensaje de una literatura apocalíptica como la de la Biblia, que nos confronta, sin falsas salidas, en esta terrible situación desde la tragedia de Ucrania, al mal en el mundo, cuando ya hemos renunciado a recursos teodiceicos. Frente a Hegel, el pesimismo de Clausewitz ante guerras que escalan a los extremos viene a ser irrecusable. Queda cultivar la esperanza contra los motivos de desesperanza, en este caso haciendo una política que no deje al margen la resistencia de los ucranianos, mientras y cómo decidan mantenerla, sabiendo además que en medio de una guerra de máxima crueldad se están oponiendo a una dinámica maléfica que puede ser catastrófica para todo nuestro mundo.
La guerra que padece Ucrania nos tiene sobrecogidos. No deja espacio alguno para “el optimismo de la voluntad”, por más que se intente aliviar el gramsciano “pesimismo de la inteligencia”. Muerte y destrucción es lo que va dejando tras de sí la invasión decretada por Putin, presidente de la Federación Rusa que,...
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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