DERECHOS
‘Catalangate’: espías, políticos y jueces
Cuando el garante de los derechos ampara a quien los vulnera, la democracia se tambalea
Joaquín Urías 23/04/2022
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Un laboratorio interdisciplinar de la Universidad de Toronto dedicado a investigar las tecnologías de la información en el ámbito político, Citizen Lab, ha hecho públicos los resultados de lo que ellos llaman Catalangate. Se trata de un estudio profusamente documentado, para el que han contado con la colaboración de organizaciones sociales catalanas y que demuestra con pruebas forenses informáticas que al menos 63 políticos, abogados, profesores y personalidades catalanas han sido espiadas a través de sus teléfonos móviles. La masiva operación de espionaje se ha hecho a través de dos potentes programas que permiten infectar y controlar los teléfonos móviles y que, desarrollados por empresas israelíes, sólo están a disposición de organismos gubernamentales. Al mismo tiempo se ha sabido que hace unos años el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) pagó unos seis millones de euros para poder utilizar estos programas. Así que resulta lógico pensar que son los servicios de inteligencia españoles los que han estado espiando a estas personas, vinculadas todas ellas con el movimiento independentista.
Esta revelación ha provocado diversas reacciones en la sociedad. Algunos de nuestros opinadores y cuñados más habituales entienden que espiar a los indepes es algo lógico por lo que no habría que extrañarse. Lo mismo parece pensar la derecha. El Partido Popular dice que confía plenamente en lo que diga el CNI y la ultraderecha acusa a los espiados de recurrir al victimismo.
Quienes minimizan estos hechos parecen defender que cuando el Gobierno tiene razón en sus posiciones políticas es legítimo que use cualquier medio contra quien no la tiene. Así, obvian la gravedad de lo ocurrido porque creen que se trataba de defender la unidad del Estado frente a los independentistas. Esta postura de que frente al independentismo vale todo se está demostrando una de las mayores amenazas contra nuestro sistema democrático. A base de poner el acento en quien sufre la violación de sus derechos, para valorar si es o no legítima, se viene a dinamitar las garantías del Estado de Derecho. Anteriormente, en esta misma línea, se ha defendido el uso de la prisión provisional como medida represiva sin necesidad de juicio. Incluso la posibilidad de detener a un candidato a la presidencia de una comunidad autónoma en mitad de un debate de investidura para que no resultara elegido. Se ha defendido también que es legítimo castigar con decenas de años de cárcel la participación en manifestaciones públicas, usar la fuerza para impedir actos simbólicos pacíficos, prohibir que en los parlamentos se hable siquiera sobre ciertos temas y un largo etcétera. Todos estos excesos se han llegado a admitir porque servían puntualmente para responder a quienes aspiraban a la secesión de un territorio y dificultaban sus aspiraciones. De ese modo, se ha abierto la puerta a que todo ello se use igualmente por parte del poder contra otros oponentes políticos.
Ahora de lo que se trata es de una vulneración de derechos extremadamente grave. El artículo 18 de la Constitución garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial. De esa manera se quiere proteger la intimidad de las personas para que puedan desarrollar su vida sin que nadie interfiera en su esfera más privada. Con los programas utilizados, los servicios secretos no sólo han leído y escuchado todas las conversaciones telefónicas e informáticas de los espiados sino que han podido fotografiar cualquier cosa que ellos vieran, grabar lo que hablaban o seguir por dónde se movían. Con todo ello, además de la intimidad, se lesionaban multitud de otros derechos. Durante las negociaciones políticas, el Gobierno ha podido tener acceso a las estrategias y circunstancias de sus oponentes y utilizarlo a su favor. Al espiar también a los abogados ha sido posible anticiparse a las líneas de defensa y los argumentos jurídicos que se iban a utilizar, desmontándolos de antemano y vulnerando tanto el derecho a no declarar como el de la asistencia letrada. En fin, una barbaridad que dibuja un mundo en el que nadie querría vivir.
El artículo 18 de la Constitución garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial
Quienes justifican estos hechos cuando se usan contra los independentistas ¿están dispuestos a vivir en un mundo en el que si sus ideas políticas no coinciden con las de la mayoría gobernante pueden ser espiados de esta manera? No es plausible. Más bien defienden que se use contra sus enemigos pero nunca aceptarían que se hiciera con ellos, que tienen la razón. Y sin embargo, están poniendo las bases para que así sea.
El Gobierno, por su parte, echa balones fuera y se limita a repetir el mantra (imposible por definición) de que toda actuación de nuestros servicios secretos se ajusta siempre a la legalidad. Así, vienen a insinuar que las escuchas contaban con autorización judicial. Y esto abre una vía aún más inquietante.
Varios de los derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución implican el derecho a la intervención de un juez. La inviolabilidad del domicilio, la prohibición de secuestro de publicaciones, el derecho a la libertad personal o el secreto de las comunicaciones consisten en prohibiciones dirigidas tan solo al poder ejecutivo pero que ceden cuando interviene un juez. El juez se convierte así, en nuestro sistema jurídico, en la garantía de neutralidad por excelencia. Sólo un juez puede ordenar que se detenga a alguien, que se entre en una casa, que se retire una revista de la circulación o que se escuchen las conversaciones ajenas. Eso es así porque al juez se lo considera como un poder neutral y, sobre todo, garante de los derechos frente a la arbitrariedad del resto de poderes.
Lo peor que le puede pasar a un sistema democrático es que los jueces dejen de ser garantes de los derechos y pasen a participar del uso arbitrario del poder. Eso deja a la ciudadanía indefensa y vendida. Para evitarlo, el Tribunal Constitucional, cuando aún era un tribunal serio y comprometido irreductiblemente con la Constitución, estableció una serie de requisitos para ese tipo de medidas judiciales que autorizan la pérdida de un derecho. En concreto, para autorizar la intervención de comunicaciones exigió que existan indicios previos de que se ha cometido o se va a cometer un delito que es necesario investigar, y que esos indicios se han obtenido lícitamente. Con ellos, el juez debe autorizar cada intervención de manera individual, ponderando cuáles son las circunstancias del caso que hacen imprescindible recurrir a esa medida. Las autorizaciones deben ser por un tiempo determinado y han de ser revisadas periódicamente, siempre con argumentos sometidos a los principios de razonabilidad y proporcionalidad. Además, entre otras cosas, toda la información personal que no sea pertinente para esa investigación ha de ser destruida y no puede utilizarse con ningún fin. Eso es también aplicable a las intervenciones telefónicas que realice el Centro Nacional de Inteligencia. En su caso la única salvedad es que el juez competente sea siempre un magistrado específico del Tribunal Supremo. Las escuchas sólo pueden ser autorizadas por períodos de tres meses, prorrogables.
Probablemente nunca sepamos si el espionaje a los políticos independentistas ha sido autorizado por este juez de control. El Gobierno insinúa que sí. Pero si efectivamente ha sido así se abre toda una serie de incógnitas. Eso supondría que durante los últimos cinco años, cada tres meses, se han aprobado peticiones individualizadas y motivadas de intervención telefónica sobre cada uno de ellos. En tal caso, habría que aceptar que toda esta variedad de personalidades resultan una amenaza creíble y objetiva para el Estado, y que un juez lo ha aceptado así caso por caso, incluyendo las escuchas a abogados defensores de los independentistas (recuérdese que el juez Garzón dejó de serlo precisamente por autorizar algo así).
La complejidad de una autorización judicial de este tipo plantea numerosas dudas incluso sin saber si de verdad si se ha producido ni en qué términos. Esas dudas provocan el progresivo deterioro de la función del juez como garante de los derechos que venimos sufriendo en España. El incremento de la politización de nuestra judicatura, su creciente pérdida de neutralidad y su escoramiento hacia posturas políticas ultraderechistas que niegan muchos de los derechos fundamentales provoca desconfianza en cuanto a su capacidad para actuar como protector de los derechos. La proliferación de decisiones en las que nuestros jueces y tribunales dan la razón inmotivadamente a agentes policiales, se niegan a investigar torturas y malos tratos (hay una decena de condenas internacionales que lo demuestran) o deja de aplicar sistemáticamente la jurisprudencia constitucional sobre habeas corpus pone de manifiesto que, con demasiada frecuencia, muchos de nuestros tribunales prefieren defender al poder ejecutivo con todos sus excesos antes que los derechos de los ciudadanos. Dejan de ser frenos de la arbitrariedad y se convierten en sus acelerantes.
Son multitud los datos objetivos que permiten desconfiar del compromiso de gran parte de nuestro poder judicial con los derechos de los débiles. Una sociedad en la que el poder no encuentra frenos adecuados deja de ser una sociedad justa. Cuando el garante de los derechos ampara a quien los vulnera, la democracia se tambalea. Esperemos pues que se aclare la cuestión del espionaje a políticos. Que se depuren responsabilidades si hay funcionarios implicados y, sobre todo, que los espías que vulneran derechos no cuenten para ello con la autorización de ningún juez que se ha olvidado de cuál es su función constitucional.
Un laboratorio interdisciplinar de la Universidad de Toronto dedicado a investigar las tecnologías de la información en el ámbito político, Citizen Lab, ha hecho...
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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