Editorial
Nuevo ridículo del Supremo
5/10/2021
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Justo cuando la cuestión catalana parecía empezar a encauzarse por la vía de la negociación entre los Gobiernos estatal y autonómico, ha vuelto a estallar –como un recuerdo del pasado– el caso Puigdemont.
Efectivamente, el gesto político de los indultos a los condenados por el procés sirvió para reducir presión judicial y contribuyó a reconducir una cuestión frente a la que el Estado profundo y el Gobierno del Partido Popular sólo concebían la persecución judicial y la cárcel. Con los indultos se suavizaban los efectos de una condena del Tribunal Supremo a todas luces desproporcionada y se abría paso a la vía política.
Sin embargo, los indultos dejaban un fleco: la situación de los políticos que se fueron de España para escapar de la acción de la justicia y entre ellos, sobre todo, la del expresident Puigdemont. El líder del 1 de octubre no ha sido aún juzgado, por lo que obviamente tampoco ha podido ser indultado. Su situación sigue, por tanto, estancada en la fase de acoso judicial. Ello ofrece muchas posibilidades a quienes se oponen a la mesa de diálogo de uno y otro bando. La intención de sabotear un proceso de negociación que –aunque por ahora está sólo compuesto de gestos– constituye la única vía de esperanza para encarrilar la cuestión catalana, se reforzaría con la detención y el enjuiciamiento de Puigdemont.
En este contexto se produjo la breve detención de Puigdemont al aterrizar en Cerdeña la segunda semana de septiembre, y su posterior comparecencia de este 4 de octubre. De forma razonable, la representación jurídica de España había declarado ante el Tribunal General de la Unión Europea que la orden de detención europea contra el expresident –que está pendiente de una sentencia europea que aclare cómo debe interpretarse a petición del propio Llarena– no iba a ser aplicada por ningún juez de un país de la UE. Basándose en esa garantía, el tribunal europeo había retirado la medida cautelar que le daba la inmunidad provisional como eurodiputado.
Aun así, el Tribunal Supremo español nunca retiró la euroorden y la policía italiana, alertada por alguien, actuó dentro de la legalidad. El magistrado Llarena se apresuró a enviar un oficio a su colega italiano exigiendo la entrega de Puigdemont y acusando a la Abogacía del Estado, y a través suya al Gobierno, de no querer detener a los fugados. No deja de sonar a burla a la justicia europea que precisamente este juez pidiera que se ejecute ahora la euroorden, impidiendo así que más adelante se interprete en los términos que establezca el TJUE a petición suya.
El tribunal italiano, que tardó inicialmente solo unos minutos en decretar la libertad incondicional de Puigdemont, ha actuado tal y como predijo la Abogacía del Estado y ha decidido no ejecutar una euroorden cuya interpretación está pendiente. Una nueva bofetada al Tribunal Supremo español, que se suma a las recibidas de Alemania, Bélgica y Escocia, en un ridículo internacional que no cesa.
La solución provisional corta las alas a los ultras de ambas facciones. En estos momentos delicados lo último que necesita la democracia española es una alianza, siquiera coyuntural, entre el Estado profundo judicial que parece dispuesto a bombardear al Gobierno, y el sector más irredento del procesismo catalán. La situación de Puigdemont necesita una solución política y judicial. Pero sólo puede hacerse desde un respeto a la ley y a los organismos europeos que ni siquiera nuestros jueces parecen tener.
Justo cuando la cuestión catalana parecía empezar a encauzarse por la vía de la negociación entre los Gobiernos estatal y autonómico, ha vuelto a estallar –como un recuerdo del pasado– el caso Puigdemont.
Efectivamente, el gesto político de los indultos a los condenados por el procés sirvió para reducir...
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