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No hubo ni arco, ni flecha, ni médula herida. Nos veíamos de vez en cuando, como en las letras de las canciones que escuchas de noche, de repente, y te reconfortan. Como sucede con los adultos, aportábamos discretas y firmes garantías para evitar la lesión y el sufrimiento. Creo que yo más, en lo que es algo que no me adorna. Recuerdo, en ese sentido, mi esfuerzo al respecto. Y la sensación de suciedad que ello me producía. No solo existe el bien y el mal sino que existe, claro, lo mejor y lo peor. Pero también, y esto lo ignoraba entonces, muchas categorías de lo peor. Algunas, muy sangrantes, son tan depuradas y astutas que entran dentro de la categoría de lo mejor, no de lo peor. Dando yo poco o nada, en lo que es la moderación y el esfuerzo contra la herida, recibí mucho. Nos recuerdo, en todo caso, después de la furia, hablando, riendo. Y explicando algo que solo se produce tras el trance del encuentro furioso. Tal vez hacemos el amor con intensidad solo por ello. Por cosas que no suelen ser cosas de verdad, sino más profundas que la verdad. Tal vez son la narración de todo aquello que de verdad tiene la vida. Es poco, pero perplejo e insondable. Recuerdo, en ese sentido, una historia diminuta, sin principio ni final, breve, intensa, que ella me regaló en uno de esos momentos. Tras el choque de los cuerpos, me explicó un instante de su niñez. Vivía en una casa aislada. Como el resto de los niños de la casa, no podía dormir, pues esperaban un camión, que cargaba algo que nunca habían visto. Se trataba de cientos y cientos de corderos pequeños que, en lo que quizás fue la gran aventura económica de sus padres, habían adquirido para criarlos. En una hora de la noche que nunca antes había vivido, fue despertada, para ver la llegada, por fin, de los corderos. Somnolienta, apenas vestida, ilusionada, fue de la mano de un adulto hasta ver aquel paisaje inesperado. Cientos y cientos de diminutos corderos, descendiendo de un camión gigantesco, y caminando, alegres, dormidos, despistados, hasta el corral. Era maravilloso ver aquello que yo veía en aquel instante en el que era formulado. Era, incluso, conmovedor. Era una epifanía infantil. El momento de comprensión de que el mundo es bello y bueno. De que es preferible que sea así. Pienso frecuentemente en esa historia, sin más sentido que la fragilidad que dibujaba. Niños viendo niños corderos, en un momento en el que los niños creen que los corderos pueden hablar. Pienso, de hecho, mucho en ello. Demasiado como para no pensar que esa historia de fragilidad era, ni más ni menos, que la exposición de una fragilidad superior. La fragilidad de aquella mujer en verdad hermosa y delicada. Es tanta fragilidad que es imposible no sospechar que hubo, que debió de haber, como siempre, arco y flecha y médula herida.
No hubo ni arco, ni flecha, ni médula herida. Nos veíamos de vez en cuando, como en las letras de las canciones que escuchas de noche, de repente, y te reconfortan. Como sucede con los adultos, aportábamos discretas y firmes garantías para evitar la lesión y el sufrimiento. Creo que yo más, en lo que es algo que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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