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Durante la cena, una mujer que es lingüista explica que los niños, hijos de dos hablantes de dos lenguas diferentes, solo llegan a hablar las dos lenguas que escuchan diariamente en su casa si sus progenitores saben hablar, a su vez, esas dos lenguas diferentes. La razón, dice, es sencilla. El niño en cuestión no hablará una de esas dos lenguas si percibe que uno de sus dos progenitores no la entiende. No hablará la lengua que excluye del diálogo a uno de los dos padres. Por lo mismo, hablará las dos lenguas, si esas dos incluyen a todos. Todo esto puede hablar de la bondad humana, así, a lo grande. Pero habla de algo más íntimo y funcional y cotidiano, que, a su vez, puede ser, sencillamente, la esencia de la bondad humana. Es algo que hacemos, por ejemplo, en esta cena, en la que todos nos alegramos de vernos, y en la que hablamos de mil temas, y en el que uno, momentáneo, ha sido el aprendizaje de las lenguas en los niños bilingües. Ese algo es la firme voluntad de entendernos. La voluntad de entendernos es importante. Es la sed del otro. Se traduce en muchas cosas vistosas, pero la primera y más básica no es más que la voluntad de no ser molesto, y de facilitar la vida a los otros, de manera que hablen de forma fluida, y con su voz nos den regalos incalculables. Para ello, por ejemplo, en esta cena utilizamos puntualmente una lengua que conocemos todos los que estamos sentados en torno a la mesa, nacidos en varios países. Pero también utilizamos lenguajes que todo el mundo, en esa mesa, usa y comprende. Esto último, contrariamente a lo que se podría creer, es lo más complicado y polémico. Consiste en abandonar la identidad, renunciar a fórmulas identitarias del habla, para favorecer el contacto con los demás. Hablar con los demás es, se nos olvida, negociar continuamente, ceder el paso. En una mesa, así, no se pueden imponer lenguas, pero mucho menos fórmulas arbitrarias del lenguaje, que solo satisfacen y confirman la identidad de cada uno. Debajo de nuestra identidad es preciso saber que hay un niño –la posibilidad de identidad más rotunda e inapelable; nunca seremos tanto como cuando, pequeños, fuimos– que se niega a hablar si lo que habla no interpela a todos los que hay bajo un techo. No se incluye a más personas imponiendo lenguajes, reglas, fórmulas, sino siendo niño, negándonos a participar, con pereza, aburrimiento, desinterés, en algo que no incluye a todos.
Durante la cena, una mujer que es lingüista explica que los niños, hijos de dos hablantes de dos lenguas diferentes, solo llegan a hablar las dos lenguas que escuchan diariamente en su casa si sus progenitores saben hablar, a su vez, esas dos lenguas diferentes. La razón, dice, es sencilla. El niño en cuestión no...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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