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En la adolescencia jugué con Nínive. Nínive, por otra parte, es un nombre anarquista de mujer desde el último tercio del XIX. Para entonces, Nínive era un nombre relativamente nuevo y, supongo, placentero de pronunciar. Austen Henry Layard descubrió la ciudad cinco veces milenaria de Nínive unos años antes, en 1847, en el actual Irak. Y en ella, el palacio del rey Asurbanipal, que reinó en el siglo VII a.C. Y, en ese palacio, la Biblioteca de Asurbanipal, compuesta por más de 20.000 tablillas de arcilla. La biblioteca fue fundamental para descubrir la lengua sumeria y acadia. Y, con ello, el mismísimo imperio acadio, tal vez el más antiguo de la humanidad, en el siglo XXIV a.C. Las tablillas de la biblioteca abarcan diversos géneros. Hay gramáticas, diccionarios, tratados de astronomía y física, de ciencias, de arte, de historia, de literatura, de magia, de religión. Quizás el texto más conocido sea el Poema de Gilgamesh, la primera versión conocida de la historia de Noé. Pero también hay textos inclasificables y perplejos, como el Libro de Iruk, o de los Inmortales. En él se detalla que los accesos a la inmortalidad son tres. Del primero no sabemos nada, pues falta un fragmento en la tablilla. Los otros dos son un contacto en verdad sorprendente y profundo con la felicidad, o con su contrario radical, la más absoluta infelicidad. “El cuerpo se divide en habitaciones estancas. La felicidad, única y portentosa e intensa, sella cada una de esas habitaciones, de manera que el agua no puede escapar de ellas. Sin la evaporación de ese agua del cuerpo, la inmortalidad se produce con certeza y sencillez”, dice la tablilla, que agrega: “La tristeza más acusada y afilada enfría el agua de esas habitaciones, de manera que no hierve jamás ni huye, lo que es la inmortalidad”. El texto explica que, no obstante, no es frecuente la inmortalidad, al punto que sólo suele acceder a ella una o dos personas cada diez generaciones. La razón, argumenta, es que la alegría y la tristeza son formas acusadas de sí mismas y, también por ello, incomprensibles. Lo que impide comprender que hay una forma superior, más acusada, indialogable incluso, de la tristeza y de la alegría, inabarcables para una persona. Una persona, al ser expuesta a esa desmesura, asiste al hecho de que sus células –supongo que eso son las “habitaciones del cuerpo”– se sellen o se rompan, provocando, con ello, la inmortalidad. La inmortalidad es, así, un castigo corporal. Por haber vivido algo invivible. En ocasiones pienso en Nínive. Su boca ya sabía a boca, y sus senos ya olían a senos. Nos recuerdo en la habitación en la que nos escondíamos, y siento algo en los tabiques de mis propias habitaciones. Me invade entonces el deseo absoluto de que Nínive, a quien no he vuelto a ver, no haya tenido una vida acusada, y no haya sufrido, por ello, castigo alguno.
En la adolescencia jugué con Nínive. Nínive, por otra parte, es un nombre anarquista de mujer desde el último tercio del XIX. Para entonces, Nínive era un nombre relativamente nuevo y, supongo, placentero de pronunciar. Austen Henry Layard descubrió la ciudad cinco veces milenaria de Nínive unos años...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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