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GASTROLOGÍA

La guerra del girasol

El petróleo y el aceite seguirán subiendo de precio. También el número de muertos y hogares destruidos. Importa más el precio del gas ruso y del aceite de girasol ucraniano que lo que la guerra mate o reviente

Ramón J. Soria 29/06/2022

<p>Campo de girasoles.</p>

Campo de girasoles.

Pixabay

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Para nuestra generación el girasol era una bolsa de pipas en las que un toro agonizante exclamaba un ripio: “¡Siento dejar este mundo, sin probar pipas Facundo!”. Las pipas eran nuestro snack baratísimo, nuestro rastro de miguitas para salir del bosque, un entretenimiento previo al cigarrillo que vendría después, un matahambre compartido en el cine o el parque. Luego, en algún momento de nuestras vidas infantiles, vimos un campo de girasoles en flor y nos parecieron un invento de Gulliver en el país de los gigantes con esas flores monstruosas cubriendo el horizonte de amarillo; una planta mágica que movía y orientaba su flor, como su propio nombre indica, en dirección a la posición de nuestra estrella en el cielo. Más tarde, en 1987, entramos en la adolescencia con el bofetón de la especulación y sus circunstancias; el descubrimiento de que ser artista, fuera cual fuera la musa, implicaba casi siempre una vida de miseria y locura en contraste con un olimpo, después de muerto, de fama y riquezas para otros. Así que, mejor opositar para funcionario o estudiar para oficinista, porque ese año un feo cuadro de girasoles en un jarrón pintado por el depresivo, casi suicida, asocial, sifilítico, intoxicado por el plomo de sus óleos y bebedor de absenta Van Gogh se había vendido en la casa de subastas de Christie’s por 28.791.399 de dólares. Más de 28 millones por una docena de girasoles pequeños, de secano, de esos que dan una pipas raquíticas que no se pueden comer, que solo valen para quién sabe, adornar la desolación de un triste artista. Encima ni siquiera eran amarillos porque el pigmento de óleo a base de cromo y azufre, el amarillo intenso y luminoso que utilizó Van Gogh y que nosotros admirábamos en el campo, se había degradado por el efecto de la luz hasta quedar convertido en un marrón feo, de girasol reseco y manchego. Y entramos en la edad adulta descubriendo para qué servían esos girasoles pequeños de pipas incomibles cuando, para estirar el primer sueldo o dominar cierto sobrepeso de oficinistas recientes, decidimos comprar una botella de aceite de girasol o margarina en lugar del caro aceite de oliva y la erótica mantequilla.

Luego progresamos o nos caímos del caballo camino de Damasco, acababa de pasar aquella intoxicación atroz de más de veinte mil personas por consumir aceite de colza desnaturalizado y volvimos al aceite AOVE convencidos de que consumir aceite de oliva nos salvaba del infierno del colesterol y de los olores de las cocinas proletarias. Si acaso utilizábamos el girasol para hacer la mayonesa y cuando nos íbamos a la playa acelerando el coche nuevo por la autovía apenas mirábamos distraídos los preciosos campos amarillos de giganteas. Pero en 1993, 2001, 2009, 2020 (recesión post 92, crisis de las puntocom, burbuja inmobiliaria, crisis pandémica…), si tuvimos la desgracia de tropezar y caer en alguna de la diversas crisis económicas con las que fue sembrando el neoliberalismo nuestra vida, volvimos al girasol y a sus circunstancias, a buscar el aceite barato y soñar con aquellos buenos tiempos de pipas Facundo a dos pesetas y sesión doble de cine a cien pesetas (poco más de cincuenta céntimos de euros).

Si tuvimos la desgracia de tropezar y caer en alguna de la diversas crisis económicas con las que fue sembrando el neoliberalismo nuestra vida, volvimos al girasol y a sus circunstancias

Pero volvamos al presente, a este maldito 2022. Van Gogh no vendió un cuadro en su vida y murió en la miseria, pero los especuladores siguen pagando millones por sus girasoles, ha comenzado una nueva guerra imprevista y una nueva crisis económica infla los precios de todo: gasolina o aceite, gas o alimentos. Nos enteramos de que Ucrania es, era, el mayor productor de semillas de girasol y exportador de aceite de girasol del mundo y que una cosa llamada “mercado de futuros” permitía negociar y vender las cosechas antes de que se plantasen. Así que el precio del aceite barato, el aceite de las personas pobres, se ha duplicado y triplicado sin haber ningún tipo de escasez. Los grandes supermercados racionan los litros que podemos comprar para evitar el acaparamiento y vemos cada día cómo se destruye un país hasta los cimientos, se bombardea a población civil y cómo escapan millones de personas como tú o como yo de esa guerra.

Pocas banderas tan impresionistas como la ucraniana, una bandera de horizonte agrícola, de cielo azul e infinitas llanuras cultivadas de cereal dorado o millones de flores de girasoles amarillos. A su lado cualquier bandera es un trapo de colores arbitrarios y simbólicos pillados por los pelos. Merece la pena perderse a principios del verano por la Alcarria y dejarse hipnotizar por los campos morados y azules de lavanda, los barbechos rojizos y el secano de girasol verde y amarillo intenso. Un horizonte mil veces más precioso que ningún amarronado cuadrito de Van Gogh escondido en alguna caja fuerte de un gánster. De esos campos alcarreños y de los ucranianos sale el aceite de mi mayonesa, el aceite con el que guisan los restaurantes y la gente con pocos recursos, las semillas y tortas de girasol que utilizamos para fabricar el pienso que comen los animales engordados en granjas intensivas que luego devoramos en formato huevo, chuleta, solomillo, jamón o entrecot. Gastamos en nuestras humildes cocinas (para freír las croquetas o hacer mayonesa) 184.000 toneladas de aceite de girasol, los restaurantes e industrias alimentarias (para hacer tartas, churros o conservas de sardinas…) consumen 390.000 toneladas y luego están las 67.000 toneladas de semilla y 766.400 toneladas de torta que gastamos para fabricar piensos para el ganado. Pero solo cultivamos 900.000 toneladas de pipas, así que necesitamos importar mucho aceite, 532.000 toneladas el año pasado, y la mayoría del aceite era de Ucrania. Aunque las pipas saladas de nuestra infancia son hoy de Francia, Bulgaria, Rumanía, Argentina y China. También Dakota del Sur o Kansas. Pero no quería dar unas cifras que luego se olvidan y todos sabemos que la botella de girasol que nos costaba hace un año poco más de un euro, ahora nos cuesta tres. Es lo que tiene la globalización de los mercados de alimentos, los oligopolios aceiteros y la especulación de pintura postimpresionista y de futuros agrícolas.

La solución de Europa ha sido restaurar cierta autarquía, cultivar aquí lo que antes comprábamos allá. Limitar un poco esta globalización que produjo escasez de mascarillas y microchips, mayonesa y pienso. Pero yo venía aquí a hablar de Van Gogh y del precio del arte, de la belleza de las inflorescencias de los Helianthus annuus que no es una flor gigante como parece, sino cientos de pequeñas flores muy juntas rodeadas de unos pétalos que no son pétalos, de una planta que fue domesticada en América hace casi cinco mil años y convierte estos campos alcarreños en un cuadro de Monet. He dejado el coche en un carril no muy lejos de Brihuega y camino ahora por un lindero entre la lavanda y los girasoles. Levanta el vuelo entonces un pájaro de mediano tamaño que hace “churrchurrchurr”. Es una ganga ortega con unos colores ocres y dorados más preciosos que el dichoso cuadro de Van Gogh. Las ortegas, sisones, alcaravanes y las avutardas, también las perdices, medraron en España gracias a los agrosistemas agrícolas tradicionales, expandiendo sus dominios más allá de las estepas naturales donde las limitaciones del clima y el terreno impedían que creciese cualquier cosa mayor de un matorral ralo. Ahora 600.000 hectáreas de barbecho que estaban declaradas superficies de interés ecológico, cuyos propietarios cobraban por dejar la tierra así, se podrán cultivar, limpiar, roturar, abonar y fumigar. Cobrarán por lo antiguo y por lo nuevo. Cosas de la guerra y el aceite de girasol, del cereal o el maíz para pienso de cerdos cuya panceta irá para Pekín. Durante décadas se han invertido millones de euros de la Unión Europea para mantener esa superficie de barbecho. Gracias a que dejamos “descansar” a esas tierras pueden vivir, comer y criar las avutardas, ortegas, sisones, perdices, alcaravanes y otras avecillas. En un barbecho sin pesticidas proliferan leguminosas, gramíneas y yerbajos de todo tipo que son el alimento de estas aves y de los insectos de los que se alimentan sus pollos los primeros días de vida. Además, bajo tierra, se mantiene y prolifera una preciosa vida invisible que llamamos microbiota, es la que forma el humus, la que interviene en los delicados procesos de intercambio de nutrientes en las raíces, la base de toda la vida vegetal que conocemos. Si hay un gran “continente biológico” del que apenas se conoce el 1% de las especies y mucho menos de las sofisticadas interrelaciones que se producen entre estas y los árboles o cualquier otra planta, es este, el de la microbiota de los suelos. Pensará la mayoría, “¡es una cuestión de urgencia! ¡más madera, es la guerra! ¡o las avutardas o nosotros!, que se vayan donde puedan y luego, dentro de unos años, cuando la cosa se normalice, ¡que vuelvan si quieren!”. No entienden que esas 600.000 hectáreas son un precioso y valioso banco colectivo, propiedad de todos los europeos y que si se destruye no volverá a llenarse de la vida que hoy contiene, una vida grande como una barbuda avutarda macho o diminuta como una espora o una bacteria o un saltamontes o una lombriz. No entienden que el valor de esos barbechos que tanto dinero ha costado mantener es “ecológico”, pero también dinerario, porque es un auténtico banco de vida que será muy rentable en el futuro. Acabar con esos barbechos es hipotecar el complicado porvenir. Girasol para hoy y hambre para mañana. Nos tocará cultivar la lechuga en hidropónico en una maceta en casa y ver las avutardas disecadas por los Benedito, disecado también ese barbecho, como se ve hoy en la vitrina del Museo de Ciencias Naturales de Madrid.

Pero quiero olvidar mi pesimismo. Arranco una flor de girasol y me embobo mirando las dos espirales opuestas que hacen sus semillas, la serie de Fibonacci que dibujan estas espirales y la organización armoniosa de las pipas con caras en un ángulo de 137,5 grados con respecto al siguiente para optimizar al máximo el círculo. Las flores linguadas exteriores con grandes pétalos que son estériles y los flosculos tubosos del interior que son fértiles y forman las futuras pipas. Me deslumbra el cielo azul y también tanto amarillo. La bandera de Ucrania podría ser la nuestra, salvo que aquí un tercio de la tierra son montañas, bosques y andurriales y allí el noventa por ciento del país es tierra de cultivo. Ya en casa, para acompañar un pescado, me hago un poco de mayonesa: doscientos centilitros de aceite de girasol, un huevo entero y una yema de otro, pellizco de sal y dejo el brazo de la batidora metido en el fondo del vaso a toda potencia y sin moverlo hasta que cambia el sonido del motor. Entonces inclino la batidora de mano y dejo que el torbellino vaya absorbiendo poco a poco el aceite que queda arriba. Así queda una mayonesa muy consistente que luego aromatizo con un poco de zumo de limón y unas ralladuras de lima. La guerra sigue. El petróleo y el aceite seguirán subiendo de precio. También el número de muertos y hogares destruidos. Importa más el precio del gas ruso y del aceite de girasol ucraniano que lo que la guerra mate o reviente. Van Gogh murió loco, pobre, desesperado, triste; nunca vendió un girasol.

Para nuestra generación el girasol era una bolsa de pipas en las que un toro agonizante exclamaba un ripio: “¡Siento dejar este mundo, sin probar pipas Facundo!”. Las pipas eran nuestro snack baratísimo, nuestro rastro de miguitas para salir del bosque, un entretenimiento previo al cigarrillo...

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Autor >

Ramón J. Soria

Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.

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