Gastrología
Caldo Bandini (viene con receta de regalo)
Hacer caldo con despojos que no valen casi nada es una forma de resistencia, de soberanía alimentaria, de dietética ancestral y también de refinada gula
Ramón J. Soria 17/03/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En los primeros años sesenta del siglo XX, en los albores de la sociedad de consumo, cuando la “España vacía” comenzó a vaciarse, el amigo americano colocaba sus bases llenas de bombas atómicas y las familias españolas pagaban interminables “letras” para comprar con ilusión los electrodomésticos y televisores ya obsoletos y que eran los excedentes de otros países, las grandes multinacionales de la industria de la alimentación comenzaron a intentar vender sus productos aquí y uno de los primeros alimentos exóticos fueron los “sopicaldos” y las “sopas de sobre”. El joven sociólogo y pionero de la investigación de mercados Jesús Ibáñez, expulsado de la universidad y recién salido de la cárcel, montó una consultora y recibió este encargo: ¿se venderían los caldos y sopas industriales –pongamos que marca ACME–? ¿Costaría mucho convencer a las amas de casa españolas que aquella pasta reseca y de color sospechoso que se echaba al agua caliente era mejor que el caldo casero que hacían ellas? ¿Cómo tenía que ser la campaña de publicidad más efectiva para convencerlas de esta locura?
Ibáñez pensaba que sería difícil vender esos precocinados, creía que no se vendería esa m… Al fin y al cabo, las recetillas de los caldos y sopas llevaban siglos en todas las cocinas del país, los ingredientes eran baratísimos, la habilidad culinaria para lograr un buen resultado era mínima y cocinar formaba parte del “oficio de mujer” en aquella España franquista, machista y reaccionaria, valga la redundancia. Pero en cuanto comenzó el estudio descubrió que sí, que las repulsivas pastillitas marrones de caldo concentrado y las sopas de sobre serían todo un éxito. Y así fue casi de inmediato, sin gastar mucha pasta en propaganda y cuentos: las mujeres españolas estaban deseando mejorar, superar, olvidar el penoso y nunca reconocido trabajo de “amas de casa”, de cuidadoras, educadoras, cocineras y chicas para todo, y ese deseo “de liberación” conectaba con los cubitos de caldo y las sopas de sobre ¡Por algo se empieza!, al menos se libraban de andar comprando y recociendo unos huesos y unas verdolagas para hacer una sopa; lo demás vendría seguido. No se liberaron, claro, pero esos sopicaldos, de la noche a la mañana, se vendían por millones sin la más mínima crítica o reticencia. El siguiente encargo que recibió Jesús Ibáñez fue sobre champús anticaspa; la caspa en aquella España significaba muchas cosas… pero esa es otra historia que no cabe aquí.
Han pasado más de sesenta años desde aquel maldito éxito comercial. Pero hoy parece que el “caldo en la nevera” vuelve, tal vez nunca se fue. Os informo de que resistía en las cocinas de los inmigrantes peruanos y chinos, de las familias en riesgo de pobreza y/o exclusión, de las personas mayores, sobre todo, de nuestras viejas y viejos con pensiones exiguas. Esas neveras se resisten a la avalancha de caldos industriales anunciados por Arguiñano u otros influencers a sueldo de las grandes corporaciones alimentarias. Basta ir a comprar a cualquier mercado de barrio y observar lo que piden de forma discreta algunas personas en la pollería y en la carnicería: carcasas de pollo, trozos de hueso de jamón, huesos de rodilla o de caña ternera… también una cebolla, un puerro, un nabo y dos zanahorias. El dependiente veterano no suele preguntar, sabe el para qué de esos humildes ingredientes: “un apaño para hacer un caldo”.
Las y los que compran “caldo de brick” en el supermercado pensaban que “el caldo hecho en casa por la madre” era una cosa extinta y anticuada. Es verdad que en el súper se ofertan todavía unas bandejitas de poliestireno de “preparado para caldo” –pone en la etiqueta– con unas cuantas verduras tristes y un trocito de hueso de jamón que aún debe comprar algún despistado que añora quién sabe qué magdalena rancia de Proust, pero son cuatro gatos. La mayoría de los compradores van directamente a la sección donde pone: ‘sopas y caldos’. En ese lineal se ofertan caldos de tetrabrik de: “cocido”, “pescado”, “carne”, “verduras”, “para paella…” con atractivas fotografías de los ingredientes y, en letra grande y clara, la palabra mágica: “CALDO CASERO”. Así que el caldo, aunque sea industrial, desnaturalizado de su artesanía maternal, resiste en nuestras neveras. Algo tiene ese agua caliente, un poco turbia, salada y con sabor, que nutricionalmente no vale nada, para que sigamos persiguiendo su fantasma. En el inconsciente colectivo de mi generación, los que tuvimos madres con trabajos mercantiles y domésticos, que jamás conciliaron esa jornada laboral doble e interminable con su “vida personal” porque nunca tuvieron de eso, se mantiene el recuerdo de esos caldos que servían de base a cualquier sopa o guisote.
Hoy los influencers, gafapastas y cayetanos han descubierto el exótico ramen, que no es otro cosa que el caldo de nuestras abuelas con algún alga
Y si rastreamos por los recetarios decimonónicos, por ejemplo: El practicón: tratado completo de cocina al alcance de todos y aprovechamiento de sobras, de Ángel Muro, publicado con éxito en 1894 o los dos de doña Emilia Pardo Bazán La cocina española antigua y La cocina española moderna que salieron en 1913 y 1918, los tres libros tienen sus recetas de caldos sencillos. Julio Camba se inventó en un artículo del año 1943, en lo peor de la durísima postguerra Española, la figura del “sustanciero”, un señor que iba por las casas alquilando por minutos y unos pocos céntimos, un hueso de jamón para dar algo de sabor al agua caliente con “titos y pencas”. Camba inauguró así un tremendismo que podía parecer increíble, pero la realidad superaba en mucho a su ficción en este país de estraperlistas, carpantas y tísicos. Si nos atrevemos a analizar cómo fue la cocina de resistencia de nuestro terrible siglo XX en estudios como Así sobrevivimos al hambre: estrategias de supervivencia de las mujeres en la postguerra española, de las historiadoras Encarnación Barraquero Texeira y Lucía Prieto Borrego, publicado en 2003, o el más reciente Cuando el pan era negro: recetas de los años del hambre en Extremadura, de los profesores David Conde Caballero y Lorenzo Mariano Juárez, aparecen de nuevo los caldos más humildes, más reales. Caldos hechos y guisados con cualquier ingrediente disponible: yerbajos, bellotas, bichos varios, quién sabe. Estos son de verdad dos libros que estremecen y conmueven, que deberían leerse en los colegios y en los institutos del país para entender, desde otro lugar, el de nuestras cocinas de posguerra, qué es eso de la “Memoria Histórica”. También en el recetario publicado por la Sección Femenina de FET y de las JONS, titulado: Manual de cocina. Recetario: Cocina tradicional española, de Ana María Herrera, editado en 1950, vienen muchas recetas de caldo. Este libro se regalaba mucho a las recién casadas, llegó a vender un millón de ejemplares y, a partir de 1961, se publicó anónimo, sin citar a la autora, sin pagar jamás derechos a la excelente profesora de cocina, cocinera y escritora. Luego, durante la Transición, nos pasamos todos y todas a las, algo afrancesadas, 1080 recetas de cocina, de Simone Ortega, publicado en 1972, del que se llevan vendidos más de tres millones de ejemplares y que tiene el honor de ser el tercer libro más comprado en España tras La Biblia y El Quijote. Y sí, en este también resisten algunos calditos.
Hoy los influencers, los indies, hipsters y gafapastas, hasta los fachalecos y las cayetanas han descubierto el exótico caldo del ramen, que no es otro cosa que el caldo de nuestras abuelas con algún alga, huevo duro y “cosas” de colores metidas dentro. Pero nosotros proponemos recuperar el caldo de las madres Bandini, de nuestras abuelas de posguerra, el humildísimo caldo de siempre que luego podréis meter en la nevera para resucitaros tras una noche de resaca, un día de desamor o una tarde de despido arbitrario. O para tener en la nevera y seguir con el hilo de la historia, porque somos padres y madres orgullosas, y los cubitos de caldo concentrado, las sopas de sobre o de fideos orientales con glutamato monosódico nos parecen de verdad lo peor.
En mayo será Eurovisión, así que proponemos, a modo de reivindicación erótico-político-festiva hacernos un caldo gallero o un caldo Bandini para soportar el festival sin nuestra Rigoberta. Aquí tenéis la receta: vamos al mercado y compramos un kilo de carcasas de pollo, dos trozos de hueso de rodilla de ternera, una punta de hueso de jamón, tres puerros, dos zanahorias, una cebolla, un diente de ajo y una hojita de laurel. Doramos en el grill del horno las carcasas, los huesos y las verduras y desglasamos lo que queda pegado en la bandeja, porque ese tratamiento dará un color dorado al caldo y potenciará su sabor. Metemos todo eso en una olla a presión, que así gastaremos menos energía, y cocemos en un litro de agua todo durante 20 minutos. Filtramos con un colador de tela ese caldo y luego lo metemos en la nevera. Cuando esté frío la grasa quedará arriba solidificada, así que podemos quitarla toda si no nos gusta, o dejar un poquito para que dé más sabor. Ya tenemos un caldo Bandini, contextini o mimimini, un caldo sencillo, un caldo al que luego añadir fideítos “cabello de ángel” o un chorrito de jerez y una yema de huevo desleída, y lo convertimos en un burgués “consomé”. Un caldo calienta, entona, reconforta y es nuestro. Nosotros somos mucho del caldo gallego de las Tanxugueiras, del caldo desgrasado de Rigoberta, por memoria histórica, militancia vazquezmontalbaniana, porque no tenemos el paladar de cartón ni el gusto musical de un algoritmo, porque hacer caldo con despojos que no valen casi nada es una forma de resistencia, de soberanía alimentaria, de dietética ancestral y también de refinada gula. Pero, sobre todo porque es un homenaje íntimo y cotidiano a nuestras abuelas y nuestras madres, por eso nos revolvió y nos gustó tanto la canción de Bandini ¡Haz caldo y pasa del sopicaldo!: “A ti que tienes siempre caldo en la nevera / Tú que podrías acabar con tantas guerras. / Tú que amarraste bien tu cuerpo a mi cabeza / Con ganas de llorar, pero con fortaleza”.
En los primeros años sesenta del siglo XX, en los albores de la sociedad de consumo, cuando la “España vacía” comenzó a vaciarse, el amigo americano colocaba sus bases llenas de bombas atómicas y las familias españolas pagaban interminables “letras” para comprar con ilusión los electrodomésticos y televisores ya...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí