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“Distancia social” para que no salte un virus de mano en mano, de beso en beso, para no enfermar o matar sin saberlo quién sabe a quién. Toma el término “distancia”, entonces, un nuevo significado. Hasta ayer sólo era el tiempo invertido hasta llegar al sitio, o los kilómetros entre el punto A y el B, pero eso, cada vez menos. Los aviones baratos y las buenas carreteras habían traducido la distancia geográfica a una cosa cronográfica y aséptica: la duración del viaje. Esa realidad nos chirriaba a aquellos para quien el viaje nunca era llegar, a los que aprendimos con Kavafis y sentíamos que el camino hacia Ítaca era, muchas veces, lo divertido. Esta realidad nueva nos chirria a quienes nacimos en los sesenta y la distancia social sólo la teníamos con la tía abuela bigotuda o el vecino que en el ascensor confesaba en silencio su afición por el ajo. Para el resto ofrecíamos el beso como saludo corriente y el sexo lúdico sin demasiadas consideraciones trascendentes. Ahora todos los semejantes son tías abuelas bigotudas y vecinos con alitosis. No podemos probar y compartir la copa de vino, ni las sábanas nuevas, ni la cercanía casi siempre desarmante que da el beso como saludo cordial y desarmante. El temor a contaminar, más que a ser contaminado se traduce en eso: distancia de los cuerpos, ausencia del abrazo, prevención hacia el beso de quien no ha pasado ciertas cuarentenas. Lo del futuro “carnet de no pestilente” ya va a ser un nuevo horror triste igual que las APP vigilantes y el resto de artefactos físicos, transparentes o no, dispuestos para salvar a los otros de un virus invisible que tal vez portamos. Todo esto pasó con el VIH, aunque ya casi lo hemos olvidado. Ahora llevamos el preservativo sobre la boca, la nariz y en las dos manos. Es posible que la canción “contamíname, mézclate conmigo” que compuso Juan Luis Guerra y cantaba Ana Belén sea prohibida en el Spotify. No me extrañaría.
Pero los cocineros, salvo excepciones guarristas, siempre hemos sido rigurosos con el tema de la higiene y las bacterias desde que Pasteur nos echó la bronca. No sé por qué me acuerdo ahora de cierto antepasado boticario y diputado al que invitaron a una de esas fiestas o besamanos que se daban por la boda de Alfonso XII con su prima María de las Mercedes. Había vuelto la monarquía. Tras el derrocamiento de Isabel II “la campechana”, la Gloriosa de 1868 y luego los tejemanejes de las élites del poder de entonces para volver al orden monárquico legítimo. Se decide que la “Restauración” debe brillar en fastos y gestos: “Quieren hoy con más delirio/ a su rey los españoles./ Pues por amor se ha casado/ como se casan los pobres”. La futura reina de las coplas tiene diecisiete años y el rey veinte. Han visto poco mundo y no verán mucho más. Ella apenas vivirá cinco meses más y morirá de tifus. Él está tuberculoso y durará, malamente, aún siete años más. Es relevante apuntar que el tifus es una infección por Salmonella typhosa, un germen que contamina el agua, o las lechugas, a partir de su contacto con restos fecales de otros enfermos. No sabemos dónde bebió Mercedes el agua emponzoñada o quién preparaba sus ensaladas reales sin lavarse las manos. El agua potable era en España un lujo, hasta para los reyes. Hace muy pocos años que ha llegado el agua corriente a Madrid. En 1858 se ha conectado por fin el Pontón de la Oliva, no lejos del pueblo de Patones, con el grifo de la casa de Lucio del Valle, el ingeniero del proyecto. El Canal del Lozoya dará agua corriente y limpia a 250.000 madrileños. Hasta entonces Madrid sólo bebía gracias a los llamados “viajes de agua”, las minas que construyeron los árabes y que llevaban el imprescindible líquido a todas las fuentes de la ciudad. El trabajo de los “aguadores” repartiendo de casa en casa agua potable, con cátaros en burro, tiene los días contados, Galdós dixit. Supongo que Alfonso y Mercedes se besaban lo justo y suficiente, así que si no la hubiera matado el tifus lo hubiera hecho la tuberculosis. La epidemia de cólera de Londres en 1854, que sólo en su primer día acabó con la vida de 500 personas, se pensaba que era debido a las “miasmas del aire” y no a que la mayoría de la ciudad carecía de alcantarillados y de agua corriente. Las porquerías acababan en los sótanos de las casas y luego se filtraban a las fuentes y pozos de la ciudad, esas inmundicias de los sótanos se recogían y vendían para curtir pieles. Y no cuento más que lo mismo me está leyendo poco antes de comer.
Lo de invitar a casa a cenar, mezclar gente, reír juntos o gritar, compartir un bocado o dos besos será casi un delito y ya sí es un problema ético personal
Lo siento. Me he perdido un poco con la cosa monárquica corrupia y miasmática. Tal vez porque al pobre pipiolo de Alfonso XII no le dio tiempo a cobrar comisiones ni a comer guiso de trompa de elefante. Pero ahora lo de invitar a casa a cenar, mezclar gente, reír juntos o gritar, compartir un bocado o dos besos será casi un delito y ya sí es un problema ético personal. No lo digo para luego ponerme en plan policía de balcón o filósofo de jardín, sino como simple constatación de mi desolación glotona. Me gustan los festines con amigos, esa forma lúdica de demostrar que lo social es un momento de dicha fácil. Hay un verso de Piedra de Sol de Octavio Paz, que dice: “Defender nuestra ración de tiempo y paraíso”, ahora tan difícil porque mi paraíso incluye a los amigos y a las amigas, pero también a una madre de ochenta y muchos, a la que me gustaba achuchar y cocinar a cuatro manos, y que hace 100 días que no veo. Así que recuerdo hoy su receta de las “rosas fritas” que tanto me gusta hacer con ella. Según tengo rastreado, las rosas de sartén son un dulce de origen “morisco”. Ojo, en los postres sí hay que ser meticuloso con pesos y medidas: dos huevos, un cuarto de litro de leche en la que cocemos un cuarto de flor de vainilla, una cucharada sopera de anís seco, más ciento setenta gramos de flor de harina y lo batimos todo. Luego sumergimos el extraño hierro, que dará forma de flor al dulce, en el aceite caliente (el utensilio parece un arma alienígena que disparará, si apretamos el mango, algún rayo fluorescente y fatal) y entonces comenzamos la danza de hundir el hierro en la masa líquida y de inmediato al aceite. La rosa o flor de sartén se desprende en segundos y nada burbujeante, se hace sólida, se dora, la sacamos al papel secante y cuando la vamos a comer la pintamos con unos hilitos de miel tibia. El hierro se puede comprar en cualquier mercadillo, cuando la nueva normalidad vuelva a la calle. Pero me pierdo de nuevo por culpa de la receta o el confinamiento o el síndrome cabañil ese que nos tiene a todos enfurruñados. La última expulsión de los españoles moriscos, repito de nuevo, “españoles-moriscos”, fue ordenada por el h.p. (sí, las letritas significan lo que piensas) rey Felipe III entre 1609 y 1613. Se estima que fueron desterradas unas 300.000 personas que tuvieron que irse de su país, de su pueblo, de su casa, de sus vidas tranquilas para siempre, casi con lo puesto, malvendiendo sus posesiones, siendo muchas veces robados por el camino. Pero algunas villas y vecinos lucharon contra esta infamia. Me produce especial emoción la historia un pequeño pueblo llamado Villarubia de los Ojos, que está junto a las Tablas de Daimiel. Se llama “de los Ojos” porque está muy cerca de “los Ojos del Guadiana”, un paraje donde antes surgía como de la nada el precioso río Guadiana (hoy ya no es tan precioso, ni surge). Es curioso que la palabra “ojos” venga precisamente de un confusión etimológica de árabe ʕayn ( ﻋﻴﻦ , plural ʕuyūn ﻋﻴﻮﻥ) que significa tanto “ojo” como “fuente y manantial”. El pueblo de Villarubia tenía casi un 40% de población morisca. Y estos españoles-moriscos, tras ser expulsados, volvieron a escondidas a sus casas (o hicieron como que se iban pero no se fueron) y luego la totalidad de sus vecinos, del más noble al más plebeyo, del más ilustre al más anónimo, les encubrieron e hicieron todas las trampas legales e ilegales, posibles e imposibles, para que no fueran de nuevo expulsados. Y allí se quedaron y se mezclaron. Hasta hoy. Cuando por casualidad visité en el 1992 el pueblo, ese año de fiestas de “Descubrimientos”, pero también de memoria menos rememorada por las tristes expulsiones, en la calle principal, en una anodina tienda de pan, miel y chucherías locales, vi que vendían muchas cajas con dulces fritos y también estas rosas deliciosas que inventaron los españoles moriscos y que también hacía yo con mi madre en Extremadura antes de la pandemia. Todos somos españoles mil leches si rascamos la seca tierra de la historia, o mil leches a secas, sin trapillo y sin historia. Villarubia de los Ojos se llama el pueblín, y es de esos pueblos que a uno le llena de “orgullo y satisfacción” haber visitado y saber su secreto de buen vecino.
Así que, dentro de unos pocos días, cuando pueda ver de cerca de nuevo a mi madre, o cuando celebremos en una comilona de las nuestras, en el campo y con buenas viandas, el cumpleaños de nuestro amigo Luis Felipe, haré unas rosas de sartén de postre para celebrar que estamos vivos, que algunos nunca expulsamos al vecino, y que es importante, con todas las precauciones que nos sugiera nuestro amigo Fernando Simón, “defender nuestra ración de tiempo y paraíso” en esta nueva normalidad. Regalad rosas, a ser posible de sartén, son casi como un beso o un abrazo de amigo, de madre.
“Distancia social” para que no salte un virus de mano en mano, de beso en beso, para no enfermar o matar sin saberlo quién sabe a quién. Toma el término “distancia”, entonces, un nuevo significado. Hasta ayer sólo era el tiempo invertido hasta llegar al sitio, o los kilómetros entre el punto A y el B, pero eso,...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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